-He tomado una decisión y usted es mi última esperanza, Kate.
La mano de Elinor sobre mi hombro me sacó del ensimismamiento en el que me encontraba mientras cosía, y el sonido de su voz rompió abruptamente el largo silencio que había reinado entre nosotras.
-¿Qué has decidido y cómo puedo ayudarte, querida? -le pregunté cuando ella se sentó junto a mí, con un aire de tranquila determinación. Bajando la voz, dijo con seriedad:
-Evitar esta boda, y debe usted ejecutar mi plan, porque yo aquí soy una prisionera. Escuche y no me decepcione. Augustine no hará nada más que lamentarse y rezar. Harry está enfermo y se siente atado, por honor, a mantener esta horrible promesa. Esa es la idea del honor para un hombre, la mía es diferente, y conseguiré que se sepa la verdad cueste lo que cueste. Steele no tiene derecho a obligarnos a sufrir esta nueva desgracia. Cualesquiera que sean las consecuencias de mis actos, me enfrentaré a ellas. ¿Me ayudará usted, Kate?
Sus ojos mostraban más elocuencia que sus palabras; en ese momento supe que estaba completamente cuerda y, tras varias indirectas, respondí con ganas:
-Lo haré.
-¡Dios la bendiga! -dijo, con un rostro de inmensa gratitud-. Sabía que usted era mi amiga; con su sentido común y su coraje, estoy segura de que tendremos éxito. Este es mi plan, es muy sencillo y directo, pero, con Steele que nos vigila, será necesaria mucha habilidad para llevarlo a cabo. Le he escrito a Carrol, y usted debería entregarle la nota sin que nadie la vea. ¿Cree usted que podrá hacerlo?
-Nada más fácil -comencé diciendo, pero me detuve al recordar que, aunque me cruzaba a menudo con el prometido de Amy, él nunca estaba solo. Siempre estaban con él o con su prometida la señora Carruth o Steele, o algún joven acompañante, y, dado que basta ese momento yo lo había evitado, no podía cambiar repentinamente mi manera de actuar sin levantar sospechas. Sin embargo, confiaba en que, con mi suerte y mi sentido común, se presentara alguna oportunidad ahora que yo estaba pendiente de ello. Elinor estaba tan ansiosa que no se percató de mi silencio y, sacando una carta cerrada de su corsé, la puso en mi mano al tiempo que me susurraba nerviosa:
-Tenga cuidado y asegúrese de estar a solas con él antes de dársela; y vigile que Steele esté lo suficientemente lejos. Si no, él la sorprenderá. Ahora, vaya a dar su paseo vespertino por la casa; es justo la hora a la que llega Carrol; seguro que se lo encuentra usted por algún lado.
Me agradaba la emoción de esta pequeña aventura y, guardando la nota en mi bolsillo, me fui, asegurándole que lo haría lo mejor posible. Primero, di una vuelta por todas las habitaciones de la planta baja y me aseguré de que Steele no estuviera
allí; luego, subí corriendo y pregunté por Harry, al tiempo que echaba un vistazo detallado a su habitación desde la puerta. No había nadie, salvo John y el pobre muchacho que dormía profundamente. John y yo nos llevábamos bien, así que me di
la vuelta y me aventuré a preguntarle:
-¿Cree usted que el señor Steele está en casa?
-No, señorita; estoy bastante seguro de que salió hará una media hora. ¿Quiere usted que vaya a buscarlo?
-No, gracias, no tiene importancia.
Me armé con un libro que me había prestado él e hice lo que nunca antes había hecho: fui a su habitación con la excusa de devolvérselo, si él estaba allí, o de asegurarme de que había salido, si tal era el caso. No hubo respuesta a mi llamada y, después de llamar varias veces, abrí la puerta y me atreví a mirar dentro.
El brillo del fuego iluminaba cada rincón, y un solo vistazo me persuadió de su ausencia. Muy satisfecha de mi éxito hasta el momento, estaba a punto de cerrar la puerta cuando algo sobre la mesa captó mi atención e, involuntariamente, me hizo dar un paso hacia adelante para asegurarme de lo que había visto. No era sino un pequeño ramillete de brezo blanco y violeta que yo había llevado el día anterior, pues a Elinor le agradaba
verme con las flores que a ella le gustaban. Sabía que eran las mismas flores porque todavía tenían el lacito de seda escarlata que ella había usado para atarlas y que podía verse claramente a través del fino cristal transparente del jarrón en el que estaban puestas. No recordaba dónde las había extraviado, pero ahí estaban, conservadas cuidadosamente como si fueran algo hermoso o precioso para su nuevo dueño. Me olvidé de todo lo demás y me quedé allí de pie un momento, preguntándome si él
estaría enamorado de Elinor, pues ningún descubrimiento o manifestación podría sorprenderme ya de él. Entonces caí en la cuenta de que él no sabía que eran flores de
Elinor y, recordando sus miradas y gestos recientes, sonreí con algo de desprecio y sonrojo al concluir que las había conservado por mí.
Enfadada con él y conmigo misma, salí de la habitación y retomé mi tranquilo
paseo a través de pasillos y salas de estar desiertos, esperando dar con el joven Carrol. Este caballero, a pesar de ser de buena familia, tenía un carácter que no estaba a la altura que era de esperar; había derrochado su propia fortuna y ahora estaba dispuesto a venderse por otra fortuna. Amy había fijado el precio y parecía bastante
satisfecha con la compra, pues la competencia incrementaba el valor. A mí, particularmente, me desagradaba porque pertenecía a esa clase de hombres al uso que no saben nada de la verdadera hombría y son una deshonra para la sociedad. A mi
desagrado había que añadirle una pizca de orgullo femenino y de rencor, pues el señor Carrol consideraba un honor prodigarme muestras de admiración y no hacía ningún esfuerzo por refrenarse, para gran indignación de Amy. La primera vez que me había cruzado en su camino, mientras él estaba de pie en el salón con su
prometida, sin molestarse en bajar la voz y mirándome por detrás, había dicho:
-¿Quién es ella?
-Tan solo la acompañante de Elinor -fue la respuesta que recibió.
-Pues envidio a Nell; es una mujer muy atractiva.
-Fred, cállate ya, no permitiré que admires a nadie más que a mí.
-Por supuesto que no; pero permitirás que mire a una hermosa mujer, ¿no? Uno se entretiene con bellas institutrices y acompañantes, pero ama y admira solo a ángeles como tú.
No pude oír nada más de ese encantador diálogo y seguí caminando, dispuesta a demostrarle al señor Carrol que era cosa imposible entretenerse con acompañantes como la señorita Snow.
Desde entonces, ninguna vieja carabina de pelo gris habría podido ser más intimidatoria que yo, cuando, algunas veces, nos encontrábamos; pero, nada más saber que yo era una dama, el señor Carrol no tardó en mirarme de un modo tal que me daban ganas de pedirle a Steele que interviniese para enmendar los modales del caballero. Mientras iba yo arriba y abajo pensando en tales cosas, no estaba de humor para encontrarme con el invitado esperado y, de no ser por Elinor, habría rechazado el
encargo.
Confiaba en que el timbre me avisaría de su llegada, así que me sorprendí
bastante cuando, de repente, oí su voz en el salón y, al asomarme desde la oscura habitación donde me encontraba en ese instante, vi que Steele entraba con él. Se detuvieron un momento para dejar los sombreros y entraron en la biblioteca con la
intención de resolver algún asunto. Las damas no estaban en casa, y yo sabía que los hombres no se quedarían mucho tiempo. Steele no se separaría de Carrol hasta que se fuera, de modo que había perdido mi oportunidad. Ansiosa por no decepcionar a
Elinor, seguí un repentino impulso y, deslizándome hasta el salón, metí la nota en el bolsillo del abrigo que Carrol había dejado sobre una silla. Apenas lo hube hecho, oí que venían, volví corriendo al oscuro saloncito y, un momento después, visto lo que
pasó, habría dado todo lo que tenía por tener de nuevo la nota en mi poder.
-Te estoy muy agradecido por dejarme usarlo; habría pasado mucho frío de no ser por él; pero hace una noche tan apacible que prefiero ponerme el mío para volver a casa -dijo Carrol, deteniéndose para resguardar su puro recién encendido de la corriente de la puerta.
-Está en mi habitación; subiré por él. No permito que los sirvientes entren en mis aposentos -respondió Steele, mientras cogía el abrigo, se lo ponía al hombro y subía escaleras arriba.
Me quedé totalmente consternada; había fracasado doblemente, pues Carrol estaba ahí, solo, pero la nota había volado, y volado hasta las manos de la persona de quien más debía protegerla.
Me retorcí las manos en la oscuridad y hasta podría haber chillado de tanto enojo que sentía, mientras Carrol que admiraba su semblante indiferente en el gran espejo disfrutaba de su puro. Ninguno de los dos tuvo tiempo de proseguir con sus cosas, pues Steele, que siempre se movía con silenciosa rapidez, estuvo de vuelta antes de que yo pudiera decidir qué hacer y, tras unas breves palabras, se marcharon
ambos. Carrol, de la casa; Steele, a esperarme abajo. Sin detenerme a pensar, corrí escaleras arriba, directa de nuevo hacia la habitación de Steele, y miré por todos lados en busca del abrigo. Estaba doblado sobre el brazo del sofá y, sintiéndome como un
ladrón, metí la mano en el bolsillo. ¡Gracias a Dios la nota estaba allí! La cogí, fui corriendo a mi habitación y me senté, temblando y sin aliento por la emoción de toda aquella aventura.
Tan pronto me recompuse, regresé para ver a Elinor y le conté mi historia. Se sintió decepcionada, pero lo encajó bien y me dijo que deberíamos intentarlo de nuevo y que me fuera a cenar.
Sin apetito, pero exultante en secreto por la derrota que le había infligido sin que se diera cuenta, tomé asiento y hasta desconcerté a Steele con mi extraño humor. Desde el regreso de Harry, yo me había mostrado fría y
reservada con «nuestro enemigo», como llamábamos a Steele. Sin embargo, su comportamiento no había variado, o solo para volverse más afable y humilde. Si lo que intentaba era hacer cierta penitencia y solicitar amistad, desde luego se había
quedado sin recompensa, pues yo no tenía ninguna confianza en él. Lo consideraba un actor consumado y permanecía impasible ante sus persuasivas actuaciones. Esto lo
irritaba y, aunque en más de una ocasión se había marchado en silencio y pálido de cólera, siempre volvía a la noche siguiente tan alegre y sereno como si no hubiese ocurrido nada. Yo no lo comprendía, pero sentía un curioso placer en observarlo, ya
que la recluida vida que llevaba no me permitía otra compañía, y la mayoría de las mujeres la habrían encontrado encantadora aunque peligrosa. Yo no, hacía mucho que mis fantasías de amor se habían terminado y no volverían nunca. Simplemente,
disfrutaba de su compañía y lo consideraba un enigma agradable cuya solución se volvía cada vez más apasionante.
-Tiene usted un aspecto de lo más malicioso esta noche, señorita Snow. ¿Qué ha estado haciendo? -dijo, después de observarme de esa manera misteriosa tan suya durante unos minutos.
-He dado mi habitual paseo -le contesté tímidamente, aunque mis ojos todavía brillaban de emoción y secreto júbilo.
-Un paseo inusualmente animado, imagino, pues sus sonrosadas mejillas
contradicen su apellido [5].
-Es mejor cumplido que el anterior; pero mi naturaleza no contradice mi
apellido, pese a que mis mejillas puedan hacerlo...
-¿Ha vuelto usted a bailar esta noche?
-Sí -contesté y me reí sin querer al pensar en mis carreras arriba y abajo por las escaleras-. ¿Cómo sabe usted que bailo? -añadí, seca.
-Ayer la vi bailando a solas una especie de majestuoso minueto, en el
crepúsculo, y estuve considerablemente tentado de aplaudir. Creo que me merezco
una sonrisa en lugar de ese ceño fruncido por semejante control sobre mí mismo.
Ahora era él el que tenía un aspecto malicioso, y yo me sentí incómoda, pues sus palabras me confirmaron algo que ya imaginaba: me había observado en más de una ocasión cuando yo me creía a solas.
-No volveré a bailar ni a caminar de nuevo, le dejo la casa a usted, ya que es
usted tan aficionado a los paseos al ocaso -dije del modo más frío que pude.
-Le doy mi palabra de que no volveré a seguirla, si ello le disgusta. ¿Me
permitiría usted expiar mi fechoría dejando que la acompañe a dar un paseo mañana en coche a plena luz del sol?
-No, gracias; sigo siendo demasiado inglesa para eso. Allí los señores no llevan a los criados a dar paseos, por mucho que brille el sol o por hermoso que sea el camino.
-Pero usted no es una criada, y no hay dama más orgullosa que usted por estos pagos. Tampoco yo soy su amo, como me dijo usted una vez. Ojalá lo fuera... - añadió, como para sí.
Aquello no me agradó e, inmediatamente, me callé, comí en silencio y me marché en cuanto terminé.
A la mañana siguiente, Elinor me recibió con un nuevo plan. Aparentemente, yo debía salir con el pretexto de comprarle algunas cosas, como ya había hecho antes varias veces, pero, después de hacer un par de recados, debería ir a ver a la señora
Carrol y decirle que quería ver a su hijo y darle enseguida la nota a él como si fuera una nota de Amy, quien una y otra vez enviaba a los sirvientes con interminables mensajes referentes a los preparativos de la boda. Steele nunca iba por allí, pues la casa estaba llena de jovencitas románticas, que era lo que más pavor le daba, y las seis muchachas que vivían en la casa lo adoraban como auténticas colegialas.
-Si va usted temprano, Fred no habrá salido y las chicas estarán ocupadas.
Pregúntele a Amy si tiene algún encargo para usted. Probablemente le dé alguna nota o algún mensaje, como hizo el otro día, y eso ocultará su verdadero propósito. ¿Lo intentará usted de nuevo por mí, Kate?
Accedí y, con muchas dudas, salí en pos de mi segunda aventura. A menudo
volvía la vista atrás convencida de que vería a Steele siguiéndome. Sin embargo, no vi a nadie y llegué a casa de los Carrol sin mayores incidencias.
Amy me había entregado una nota para su amado y, sujetando las dos notas en mi manguito, llamé al timbre. Un soñoliento sirviente me dejó pasar, pareció sorprenderse un poco cuando le pregunté por su señor. Dijo que iba a ver si estaba arriba y me dejó esperando en el comedor, que, evidentemente, acababa de ser
desocupado por la criada, pues el polvo todavía flotaba y las ventanas estaban abiertas. Me senté cerca de una de ellas y, mientras esperaba, comparé las diferencias entre las dos direcciones de las cartas. Las palabras eran las mismas, pero la letra era
tan distinta como el carácter de una y otra hermana. Tenía la de Elinor encima de la otra y me puse a pensar en algo que decirle a Carrol para asegurarme de que le prestaría atención a la carta, cuando un repentino impulso me hizo levantar la vista y vi a Steele en la ventana: tenía los ojos clavados en la misiva.
Me sentí como imagino que lo hará un pájaro embobado cuando ve por primera vez los ojos de una serpiente; me era imposible hablar o moverme y, durante un instante, me quedé sentada mirándolo, como si fuera un fantasma.
La manera en que se acercó sin hacer ruido me asustó, y fui consciente del
nervioso convencimiento de que nunca más volvería a estar a solas. Era evidente que él me había seguido, pues no mostró sorpresa al verme, y ciertas sospechas sobre mi propósito lo habían llevado hasta ese desacostumbrado lugar a una hora tan
intempestiva. En cuanto me moví, su mirada se cruzó con la mía; la sonrisa que siempre me provocaba como un insulto se dibujó en su cara, y el tono de su voz reveló que intuía alguna maldad y que estaba alerta.
-Buenos días... Llueve... y se olvidó usted el paraguas, así que vine a traerle uno.
La aparición de Carrol me hizo recuperar la compostura y, dándole la espalda a Steele, metí la carta de Elinor hábilmente en el manguito mientras me levantaba para ofrecerle la de Amy a su somnoliento novio. Con un gesto de cabeza, una graciosa inclinación hacia mí y un asombro ante mi aparición que podía leerse en su cara,
Carrol leyó la nota, la dejó en la mesa y, con una expresión de lo menos afectuosa, dijo:
-Ha sido cruel por parte de Amy hacerla venir a estas horas y levantarme a mí solo para comunicarme que menganita no podrá ser dama de honor. Ella requiere una
respuesta, de modo que dígale, señorita Snow, que yo no tengo ninguna, y que le ruego que me deje en paz y así poder prepararme para mi condena... Perdón, quiero decir, mi gozo.
Mientras él hablaba, yo había alcanzado la puerta con la esperanza de poder entregarle la nota en la entrada, pero Steele llegó allí antes que yo, y no me quedó otra cosa que hacer que declinar la insistente invitación de Carrol a que me sentara y descansara, e irme a casa con mi indeseada escolta tras de mí. Estaba enfadadísima,
pero mi ira, al igual que la suya, era del tipo silencioso e inexpresivo, así que me conformé con rechazar en silencio tanto el paraguas como su brazo y alejarme deprisa, bajo la lluvia, con el rostro tranquilo, pero el espíritu iracundo. Él seguía detrás, con la mirada fija en el manguito, ya que, evidentemente, había visto ambas
notas y reconocido la letra de Elinor, y estaba decidido a descubrir su contenido. Yo estaba igualmente decidida a decepcionarlo y, no sabiendo cuál sería su siguiente
movimiento, hice pedazos la nota mientras caminaba, con la intención de deshacerme de los fragmentos a la primera oportunidad. Esta no tardó en llegar. Me había desabrochado la capa al sentarme y, con el frenesí, había olvidado abrocharla de nuevo; al llegar a una esquina de la calle, una fuerte racha de viento la levantó de mis
hombros. Resultaba imposible abrocharla con una sola mano. Steele lo vio y, con su voz más cortes, pero sin poder evitar cierto entusiasmo, dijo:
-Deje que le sujete el manguito, señorita Snow.
Con una pequeña sacudida, los fragmentos de la nota salieron volando por los aires, le pasé el manguito y me abroché la capa con una irreprimible sonrisa ante su rostro airado. Solo duró un instante; luego, la expresión, mezcla de ira, decepción y
admiración que yo ya había visto cuando me había metido la llave en el bolsillo, se le dibujó en el rostro. Su boca adoptó un mohín de seriedad, pero sus ojos sonrieron y su voz sonó completamente tranquila.
-Muy bien hecho, mademoiselle, usted sabía que yo estaba ahí y habría querido cogerla, y ha sido más lista que yo. Admiro su coraje y habilidad, pero nunca dejo que nadie me desbarate los planes y quede impune, así que, para enmendarse, tendrá
que volver a casa de mi brazo y bajo mi paraguas.
Mientras hablaba, pasó mi brazo por debajo del suyo y lo sujetó con tanta firmeza que habría tenido que luchar para liberarlo, algo para lo que yo era demasiado orgullosa. Me rendí en silencio y seguí caminando hasta que lo absurdo del asunto me golpeó con tanta fuerza que no puede refrenar un silencioso ataque de júbilo. Volví la
cabeza, pero él notó que mi mano estaba temblando, y debió de pensar que estaba llorando pues se inclinó para mirarme a la cara con una expresión de pena. Nunca olvidaré la mirada de asombro que me lanzó. Me retuve al máximo, pero al final
rompí a reír, pues, a pesar de la triste vida que había llevado, yo aún no había perdido el sentido del humor.
-Bueno, de todas las mujeres caprichosas, tentadoras e inexplicables, es usted la reina. ¿Es que nunca llegaré a entenderla, Kate?
Hablaba casi con irritación, pero me sujetó la mano con más fuerza y me
obsequió con una mirada que contenía algo más ardiente que la ira o la admiración.
-Nunca, señor Steele; pero lo comprendo mejor de lo que usted cree y, de ahora en adelante, me fiaré por completo de mi propio instinto.
-¿La previno acaso su instinto contra mí? -me preguntó, después de estudiar mi rostro durante un instante.
-Sin duda alguna.
-El mío, sin duda, me aconsejó que la respetara y confiara en usted. Desearía de corazón que usted pudiera decir lo mismo.
-¿Cómo podría hacerlo después de lo que he visto y oído?
-¿Qué ha visto? ¿Qué ha oído? -preguntó con una voz que se volvió imperiosa de nuevo.
-He visto y oído cómo trata usted al pobre Harry, y este no es sino otro ejemplo de la vergonzosa vigilancia que ejerce sobre todos los residentes en la casa de los Carruth. ¿Qué derecho tiene usted a hacer tales cosas?
-Se lo diré el día de Año Nuevo. ¿Esperará usted hasta entonces?
-No, si puedo averiguarlo por mí misma antes.
-Ah, se une pues a los que están contra mí, ¿verdad? Tenga cuidado, a la larga. Tiene usted un corazón valiente, es usted aguda y posee un rostro que seduciría a un santo, pero no tendrá éxito, pues nunca permito que nadie me venza.
-Excepto una mujer -dije, y con una sonrisa que, sospecho, habría puesto a
prueba el temperamento del hombre más dócil, miré con un sobreentendido algunos de los pequeños fragmentos de la nota que todavía colgaban de mi capa.
Sin embargo, cuanto más lo desafiaba y contrariaba, más parecía yo gustarle y, aunque se caló el sombrero, pude ver esa mirada suya con la que no me gustaba encontrarme.
Bajando la voz, me dijo:
-Mi apellido expresa mejor mi naturaleza que el suyo[6], por muy fría que sea usted. Puede que me doble, pero la mano de una mujer no puede quebrarme, de modo que queda avisada, pues empiezo a creer de verdad que alguien le puede romper a
usted el corazón, Kate...
Me encogí de hombros, un truco que había aprendido de él, y cuando nos
detuvimos frente a la casa, le contesté:
-Este no es un juego de cartas con corazones, así que no temo por el mío.
¿Tengo su permiso para entrar?
-No, hasta que me haya agradecido, de la forma más encantadora que sepa, el que me haya preocupado por usted en esta lluviosa mañana. ¿No quiere? Entonces castigaré su ingratitud como me plazca -dijo, y bajo el amparo del paraguas se inclinó y me besó la mano mientras la soltaba.
-No se ponga melodramático, señor Steele.
Las palabras eran la única arma con la que podía responderle, y surtió efecto
repetir sus propias palabras, pues, mientras subía corriendo las escaleras, le oí arrojar el paraguas sobre una silla, el sombrero sobre otra y mascullar algo entre dientes, lo
que demostraba que, por fin, había yo logrado agotar su paciencia.
Elinor se desesperó cuando le conté mi segundo fracaso, puesto que tan solo
quedaba un día para la boda. El hecho de que Steele sospechase de nosotras y
estuviera al acecho parecía dejarla sin energías y sin esperanzas, pero yo no desesperé ni creí que el mal pudiera prevalecer sobre el bien, aunque el cómo evitarlo era algo que no alcanzaba a saber. Harry se estaba recuperando, pero seguía demasiado débil para ser de alguna utilidad; Augustine, cuando apelé a él, respondió, con el ánimo sumiso de un hombre débil que se encuentra del todo subyugado por miedo ante
alguien más fuerte, que si bien él había renunciado al orgullo, la ambición y la
esperanza de felicidad para sí mismo, no tenía derecho a decidir por los demás; la familia estaba a merced de Steele y, si ellos estaban dispuestos a tener seguridad a cambio de la verdad y el honor, creí que él no se atrevería a interferir. Pensé en hablar con la señora Carruth, pero ella me evitaba, y yo pensaba que ni siquiera su hija
podría hacerla cambiar de propósito. Amy era igualmente inaccesible, así que, fracasando en todas estas direcciones, mi última esperanza residía en Steele. Atrevido como era el proyecto, decidí apelar a él, y con ello comprobar si la consideración que
me profesaba era auténtica, o un mero intento de cegarme los ojos y asegurarse mi interés adulando mi vanidad.
Había pasado tan poco tiempo que las circunstancias nos habían juntado de una forma que pronto dio al traste con todas las ceremonias y las reservas; ahora empezaba a creer yo que él de verdad me amaba pues, aunque no
lo había confesado con palabras, su rostro lo traicionaba, y mi primera impresión de que se trataba de un actor consumado estaba cediendo rápidamente ante esa percepción de poder que rara vez se equivoca cuando se trata de confirmarle a una mujer que es amada. Me sentía apenada a la par que contenta por ello; apenada
porque no podía corresponderle, y contenta porque me daba un arma que estaba decidida a utilizar por su propio bien y por el de aquellos por quien sentía tanto interés como si fueran mi propia familia.
No le dije nada a Elinor acerca de mi propósito, pero la noche antes de la boda esperé a Steele con el corazón en un puño. Él llegó más tarde, con aspecto malhumorado y cansado, pero su rostro brillaba como siempre cada vez que me encontraba allí. Estaba a punto de sentarse como si estuviera muy satisfecho, cuando, temiendo que nos interrumpieran, lo detuve.
-¿Puedo hablar un momento con usted, señor Steele?
-Sabe usted que sí, y cuanto más largo sea ese momento, mejor. ¿Qué sucede,
Kate?
Había empezado a hablar alegremente, pero mi rostro debió de inquietarlo, y
terminó de manera más seria; enseguida se mostró alerta, con los ojos vigilantes, la voz imponente y, de pie en la alfombra frente a mí, pareció prepararse para malas noticias. Levanté los ojos, lo miré suplicante y con seriedad le dije:
-Una vez me pidió usted que presentara mis argumentos, entonces le dije que no, pero ahora lo haré con toda la elocuencia que sea capaz de reunir. ¿Me escuchará usted?
-Sí.
Fue una sola palabra, pero me entusiasmó puesto que la dijo con rapidez y apartó la vista como si temiese que mis ojos fueran más eficaces que mis palabras. Di un
paso hacia él y fui directa al grano.
-Sé que tiene usted corazón, creo que tiene usted conciencia, y apelo a ambas al pedirle que libere a esta familia del vergonzoso silencio que les ha impuesto, o bien que le cuente a Carrol el secreto que debería conocer antes de casarse con Amy.
Steele respiró hondo, como si se liberara de un temor oculto, desfrunció el ceño a la vez que, mientras me miraba con sus ojos amables, me dijo con gravedad:
-Parece que algunos de ellos ya se han liberado de la promesa que me hicieron voluntariamente hace algunos meses; si no, ¿cómo ha sabido usted que era un secreto?
-Nadie puede pasar cierto tiempo en esta casa sin darse cuenta de que algo no va bien -dije-. Elinor me habló de la triste herencia que los oprime, pero nada más, salvo que hay un impedimento para la boda de Amy, del cual Carrol debería de estar enterado. Solo usted puede hacerlo sin romper una promesa, y le conmino a que lo
haga, en nombre de la verdad y de la justicia, si no es por el bien de la pobre chica que se lo pide a través de mí.
-Se la engaña a usted, señorita Snow; la excitada mente de Elinor exagera el
asunto. La traición de esta promesa no influiría en Carrol; a él solo le preocupa el dinero, y el señor Carruth es millonario; la parte de Amy ya es una fortuna de por sí y, teniéndola asegurada, Carrol no renunciaría a ella aun cuando el obstáculo fuera mayor que el que me acaba de indicar.
-Pero Elinor dice que sí que influiría y, aunque puede ser que arruine la felicidad de Amy, es algo que debería ser dicho, pues el silencio no es sino traición y deshonor.
-Le aseguro que no es así; ¿va a creer usted antes a una joven medio loca que a mí?
-Sí.
-¿No tiene usted fe en mí?
-Ni un ápice.
Sus ojos se iluminaron, el verde oliváceo de su rostro se oscureció con un brillo intenso y, por segunda vez, pude ver el espíritu fiero que lo poseía. De haber sido yo un hombre creo que me habría golpeado; al ser una mujer, tan solo apretó los dientes, caminó por la habitación y se detuvo junto a la ventana para intentar dominarse. Ese
instante me dio tiempo a recapacitar y a pensar que, si lo enfadaba, mi causa estaría perdida. Tenía que concebir una manera segura de poder ganarla. Me acerqué a él, puse mi mano sobre su brazo y le dije sentidamente:
-Perdóneme si le juzgo con severidad: pruebe que me equivoco. Sea generoso y justo; si tiene usted poder, úselo con magnanimidad y convierta a estas personas en sus amigas, no en sus enemigas. Quiero respetarlo y confiar en usted, demuéstreme que merece usted mi aprecio, y lo tendrá.
Él no habló, pero no vi ninguna ira en su rostro medio girado; olvidándome de mí misma, continué:
-Concédale su deseo a Elinor y gánese verdadera gratitud por parte de nosotras dos. Ella tiene pocas esperanzas, pero yo tengo muchas, pues, a pesar de lo que he visto y oído, creo que posee usted una naturaleza mejor que esa tan dura que muestra
al mundo. No me decepcione; concédame usted la felicidad de saber que puedo despertar y conmover esa naturaleza y hacer de usted el hombre que debería ser.
-Lo haré, pero con una condición.
Se dio la vuelta, me cogió las dos manos y se inclinó hacia mí con una mirada cariñosa y radiante que rara vez se veía en su rostro y que tan hermosa era. Sabía lo que vendría y deseé evitarlo, pero no encontré palabras; en un tono que nunca había
oído antes, continuó rápidamente:
-Tiene usted razón; tengo una naturaleza mejor que la que muestro al mundo, pero ha estado abandonada toda la vida. Nadie ha tenido la voluntad o el poder de evocarla, salvo usted, y en usted encuentro mi destino. Haré todo lo que me pide, aunque pueda costarme caro, si a cambio usted me da, no solo el respeto y la confianza que promete, sino amor. ¿Lo recibiré, Kate?
No había actuación en ello; era naturalidad, no artificiosidad; lo sentí al instante, pues había verdadera emoción en su voz, verdadera pasión en sus ojos y sus manos sujetaban las mías como si yo fuera de verdad su destino y él me implorara mi bondad. Si lo hubiera amado, se lo habría confesado entonces y hallado una gran satisfacción al saber que tenía el poder de servir y salvar a un semejante.
Pero yo no lo amaba, y el remordimiento que aquello me supuso fue mi castigo por creer durante tanto tiempo que el verdadero afecto de este hombre era mentira.
Por mucho que deseara ayudar a Elinor, no podía engañarlo a él, pese a que al rechazarlo perdía mi causa. Asentando la voz y haciendo que esta delatara arrepentimiento y lástima, lo miré con una sensación en el corazón que jamás pensé que él pudiera hacer aflorar, y le dije firme y educadamente: -Es imposible, no tengo amor que darle, pues por feliz que pueda parecerle, hay un recuerdo en mi corazón que lo mantiene fiel al pasado. Se lo agradezco, con gusto seré su amiga, pero no puedo ser nada más.
-Debe serlo, ¡si me abandona, estoy perdido! Aguarde un poco y deje que
intente ganarme su amor; nunca fracasé en nada que anhelara de todo corazón, y nunca deseé nada tan ardientemente como la deseo a usted. No era necesario que me lo dijera, pues su rostro resplandecía de amor y deseo, y me atrajo hacia él como si me hiciera suya y me guardara frente a toda oposición. Yo me separé y retrocedí hasta la puerta, al pensar que cuanto antes nos separásemos mejor sería para ambos.
-No puedo cambiar mi respuesta, perdóneme y olvídese de mí. Será fácil para usted ya que me conoce desde hace tan poco que no es posible que haya alimentado un profundo afecto. ¿Será usted más amable de lo que he sido yo? ¿Puedo decirle a Elinor que accederá a su ruego, ganándose así muchos amigos en lugar de uno solo...? Steele se había puesto muy pálido, seguramente debido a la gran excitación; tenía las venas marcadas en la frente, y su expresión amarga y malvada regresó. Cuando habló, la voz le tembló con ira contenida, aunque nunca se elevó por encima de su tono habitual.
-Nunca perdono ni olvido, señorita Snow, y creo que se arrepentirá usted de la respuesta que me ha dado esta noche. Dígale a Elinor que si una palabra mía pudiera salvarlos a todos de la desgracia que se cierne sobre ellos, no la pronunciaría, aunque con mi silencio sellara mi propia condenación.
Temblando ante la tormenta que había levantado, me arrastré hasta mi cuarto para permanecer en vela, observar y llorar, pues ese ardiente amante había hecho resurgir en mí el recuerdo de otro que en el pasado me había cortejado con más tacto y que había recibido una respuesta más amable. La muerte nos había separado, y al igual que el de Elinor, el mío era un corazón viudo, y así permanecería toda mi vida.
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UN CUENTO DE ENFERMERA
Novela JuvenilKate Snow, narradora de esta novela, es una enfermera (como lo fue la propia autora) contratada para ocuparse de Elinor, la hija pequeña de la familia Carruth, aquejada de una extraña enfermedad mental. Kate intentará desde el primer día entender po...