VII. EL AÑO NUEVO DE ELINOR

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Pasé todo el día siguiente tratando de evitarlo cuidadosamente y dedicándome por completo a Elinor, que había salido de su melancolía y se encontraba inusualmente tranquila y dulce. Temíamos contarle lo que había sucedido, no fuera a ser que eso la excitara, pero ella parecía sentir la alegre influencia de nuestra felicidad, pues, cuando Augustine y Harry vinieron para desearle un feliz Año Nuevo, cada uno con un regalo, ella les dijo:
—Será feliz, estoy segura de ello, y no os causaré más aflicción pues creo que me pondré bien. Kate lo predijo, y ella siempre tiene razón.
Tan ilusionada hablaba y con tanta tranquilidad sonreía que todos nos regocijamos por su creencia de que superaría la enfermedad a pesar de nuestros presentimientos. Los hermanos se quedaron un rato y, cuando se despidieron de forma inusualmente afectiva, ella los rodeó con sus brazos y les dijo con ternura:
—Bésame, Harry; bésame, Augustine, y rezad ambos para que mi nuevo año sea tranquilo y feliz.
Después de que se fueran, ella se sentó y permaneció en silencio durante una hora, con un aspecto plácido que sosegó mi propia inquietud secreta. Por fin, habló, súbita, pero serenamente.
—¿Está mi padre hoy aquí?
—Creo que sí, querida.
—Deseo verle, ¿cree usted que vendrá? —Sí, ¿voy y pregunto por él?
—Sí, por favor; dígale que ahora soy la Elinor de antes y que deseo mucho verlo.
—¿Está el señor Steele en casa, Hannah? —pregunté al pasar por la habitación en la que ella solía sentarse con su eterna labor de ganchillo.
—No, señorita, dijo que no regresaría hasta la noche.
Muy aliviada, fui a realizar mi encargo con la esperanza de que no fuera infructuoso. Era ya a la caída tarde; la cena había acabado y una puesta de sol espléndida llenaba de luz la gran sala de estar; las puertas estaban abiertas y, mientras avanzaba, vi lo que nunca antes había visto en esa casa. La familia reunida. El señor Carruth había vuelto, en el doble sentido de la expresión, y, sentado en su propio hogar, parecía otro hombre. Su esposa se hallaba de pie junto a él, como si estuviera contenta de ocupar de nuevo su lugar; tenía una mano sobre su hombro y, con la otra, le acariciaba el pelo blanco mientras lo miraba con una expresión que embellecía su rostro cansado. Harry estaba echado en el sofá, pálido y agotado, pero alegre de nuevo, ya que se estaba riendo de Augustine, mientras este trataba de colocarle los
cojines con fraternal diligencia y se reía con él. Era una escena hogareña y feliz, donde tan solo faltaba la presencia de las hijas para que fuera completa. Ellos parecían haberse dado cuenta de dicha ausencia y habían hecho todo lo posible para
colmarla, pues habían retirado las cortinas que cubrían los cuadros de Amy y Elinor, y su belleza juvenil brillaba intacta a pesar de los años que la habían alterado. Cuando entré, me quedé muy sorprendida y emocionada por la cálida bienvenida que me
dieron todos. El señor Carruth vino a recibirme y me llevó hasta su esposa, que me saludó con un beso maternal, Harry extendió ambas manos y Augustine puso las suyas sobre mi cabeza, como si me bendijese. Antes de que pudiera encontrar algo que decir, la señora Carruth habló de la forma más bondadosa:
—Feliz Año Nuevo, Kate, ¿dejarás que lo hagamos más feliz para ti y te
ofrezcamos estas muestras de gratitud por unos servicios que recordaremos durante mucho tiempo?
Me condujo a una mesa y, allí, vi costosos regalos de cada miembro de la familia, pues se habían adelantado al agradecimiento de Amy; e, incluso, la pobre Elinor se había acordado de mí. Sin habla por la emoción, los examiné y, cuando abrí el sobre que contenía el regalo del señor Carruth, su munificencia me sobrepasó, y solo pude llorar.
—No, por favor, por favor, querida… —dijo él—, tan solo es una cosita para que esté a gusto cuando te canses de hacer que los demás lo estén. Hay cosas que el dinero no puede comprar, pero a veces hace la carga más ligera. Sea generosa y deje que lo hagamos de esta forma hasta que podamos encontrar otra mejor.
Así lo hice y, después de agradecérselo de corazón, le di el recado que, al instante, fue aceptado.
—Veré a la pobre chica, por supuesto que lo haré; ahora puedo mirarla a la cara, y nada me agradaría más ahora que visitar a mi pequeña, si ella puede soportar mi presencia.
Subí con él llevando mis regalos, pues pensé que a Elinor le gustaría y le
divertiría hablar sobre ellos conmigo. El encuentro entre padre e hija fue muy tranquilo; durante una hora se sentaron a charlar juntos alegremente, pero ninguno mencionó a la señora Carruth. Pensé que Elinor la mandaría llamar, la perdonaría y comenzaría el año sin nada que arruinase la armonía familiar. La pobre mujer nos había seguido con ojos suplicantes cuando la dejamos, y yo le había susurrado al oído que trataría de suavizar los sentimientos de la chica hacia ella.
—¿No hay nadie más a quien te gustaría ver, querida? —le pregunté, cuando su padre se hubo ido tras despedirse con un cariñoso: «adiós, hasta mañana».
Ella me entendió, pero me contestó cuidadosamente mientras volvía la cabeza:
—Sí, Kate, pero no ahora. Hoy es un día para perdonar, al igual que nosotros
seremos perdonados, y quiero hacerlo antes de irme a dormir. Deje que descanse ahora y que me prepare para ver a mamá. Cante un poco, alguno de los hermosos himnos antiguos que la hacen a una sentirse consagrada y feliz. Canté con el corazón alegre y, cuando terminé, ella puso su mejilla junto a la mía y me susurró:
—Usted ha sido para mí lo que David fue para Saúl. No tengo palabras
suficientemente cálidas para agradecérselo, pero sé que le agradará mucho hacer una cosa más por mí, así que salude a mamá de mi parte y dígale que, cuando me encuentre tranquila por la noche, deseo que suba y me ayude a dormir con esas viejas
canciones de cuna que ella solía cantarme cuando yo era una niña feliz.
Ninguno de los regalos de aquel día fue tan valioso para mí como el privilegio de llevar este mensaje de amor de una hija a su madre. No es necesario que cuente cómo lo recibió la señora Carruth. Ella habría subido al instante, pero yo le aconsejé que esperara a que Elinor la llamara y, mientras tanto, se preparara para enfrentarse a
madame y a Steele. Esperamos reunidos en la sala de estar, con el documento preparado, y con Marie cerca, para que pudiera intervenir si era necesario. Cuando el reloj dio las ocho, Steele entró en solitario. Lo hizo tranquilo y con aire grave, pero sus ojos brillaban y en su rostro había una pálida emoción que no podía ocultar. Se detuvo un instante en el umbral, echó un vistazo en torno a la habitación, vio que todos estábamos allí, sonrió, como si estuviera satisfecho y, cuando se acercó a su
padre, dijo:
—Feliz Año Nuevo, amigos, y que sean muchos más.
Nadie respondió a su declaración y la señora Carruth, en su tono más arrogante, le preguntó secamente:
—¿Dónde está madame?
Un gesto de dolor cruzó la cara de Steele, pero aun así, en ese nuevo tono, mezcla de humildad y felicidad, contestó:
—Madame no les molestará más y, al perderla a ella, he perdido a mi única
amiga.
—¡Perdida! ¿Está muerta, Robert? —gritó la señora Carruth con sorpresa.
—No. Nos hemos alejado. Durante treinta años nos hemos amado mutuamente a través de muchas vicisitudes, pero un sencillo acto de desobediencia por mi parte nos ha separado para siempre y, aunque es grande mi pérdida, no me arrepiento.
—¿Qué los ha separado? —preguntó el señor Carruth.
—He venido a decírselo, padre.
Una expresión dulce y valiente irrumpió en el rostro de Steele mientras hablaba; luego, fijando sus ojos en mí, se puso de pie resueltamente y confesó todo el mal que les había hecho; no mencionó a la mujer que había ideado el complot y,
generosamente, asumió el pecado y se atribuyó toda la culpa. No puedo decir cómo recibieron esto los demás; a mí me abrumó, pues no pensaba que hubiera tanta virtud y coraje en aquel hombre, ni había soñado con que su amor fuera tan fuerte como para hacer un sacrificio así. Escuché sin aliento, retenida por el constante fuego de los
ojos que seguían fijos sobre mí y conmovida por la sincera confesión que con tanta severidad lo señalaba a él y que con tanta compasión exculpaba a la otra persona.
Cuando todo estuvo dicho y él no parecía esperar otra respuesta que la mía, pasando en un repentino cambio de la amarga inculpación a un cariñoso ruego, con humildad,
pero esperanzado, dijo:
—Ahora, Kate, ahora sí merezco un poco más el respeto de una mujer buena, pues soy «pobre y honesto, y no rico y vil». Esto es obra suya; ¿la continuará y me ayudará a ser digno de usted?
¿Qué podía contestar? Las palabras me abandonaron y me cubrí la cara deseando deshacer el trabajo del día anterior. Durante varios minutos no hice caso a lo que siguió, aunque el sonido de muchas voces llenaba mis oídos. Al poco, me calmé y escuché al señor Carruth decirle a su hijo que la confesión llegaba demasiado tarde,
ya que todo se sabía ya y el testimonio de la anciana estaba a buen recaudo. Vino entonces una reprimenda paternal, pero Steele la interrumpió y dijo con tono exigente:
—¿Quién descubrió esto?
—La señorita Snow.
—¡Es imposible! —Comenzó a decir indignado él, pero la señora Carruth retomó la historia y contó el papel que yo había jugado en la historia. Ella era una mujer orgullosa; él la había hecho sufrir profundamente, y ella no pudo pues resistirse a la oportunidad de infligirle a él una herida tan profunda como la que había recibido de él.
Como si estuviera impaciente por concederme un honor, ella repitió breve, pero fielmente, cada uno de mis actos, convirtiéndome en la figura principal de la trama que había acabado con la derrota de Steele. Mientras yo escuchaba, aunque todo
había sido por una causa justa y generosa, mi doble juego me pareció muy vulgar después de aquella sincera confesión que tanto esfuerzo le había costado a su autor. A él todo eso debió de parecerle la mayor de las traiciones y, mientras yo veía cómo un espíritu apenado se despertaba y se revolvía dentro de él, sentí que mi poder de hacer el bien se había perdido para siempre con este hombre. Cuando la señora Carruth hubo terminado su relato, él se giró hacia mí, apartó las manos de mi cara y, sujetándolas suavemente, me preguntó en un tono tranquilo de pasión contenida, más
terrible para mí que cualquier feroz denuncia:
—¿Es todo eso cierto?
—Sí.
—¿Todo lo de ayer fue pues una farsa? ¿No significaban nada sus caprichos, su amabilidad, su sonrojo y sus cariñosas sonrisas? ¿Me estuvo engañando hasta el último momento?
Yo no dije nada; lleno de ira, con una mirada de desesperación, puso mis manos en la suya y con la otra levantó mi cabeza, buscó mi rostro y, en un tono inquisitivo y con voz muy fuerte, dijo:
—Míreme, Kate; ¡tengo que saber la verdad!
Su violencia apaciguó mi agitación; la conciencia de que había hecho todo lo posible para evitar una gran injusticia me dio fuerzas; levanté la mirada, clara y firme ahora, y mi voz sonó sin miedo y llena de compasión:
—Tendrá usted la verdad. Lo engañé durante un día, para que estas personas pudieran obtener los medios de recuperar sus derechos. La casualidad puso este poder en mis manos y yo lo utilicé libremente. Si hubiera sido usted más amable con la
pobre Marie, ella nunca lo habría traicionado; usted solo cosecha lo que ha sembrado. Usted me desafió a que fuera más astuta que usted; me dio lecciones de hipocresía y todos los alicientes para derrotarlo con sus propias armas. Yo las detesto, pero
ningunas otras habrían servido, y yo las usé a sabiendas, aunque al hacerlo herí mi propia dignidad. ¿Está usted satisfecho?
Mientras hablaba, todas las emociones pasaron por su rostro… Permanecían el dolor, el reproche y el amor imposible. El dolor de la desesperanza se reflejaba en él, pues ni el frío de la separación en su mano, que todavía sujetaba la mía, ni ningún lamento podrían haberme hecho tanto daño en el corazón como el amargo desdén y la
melancolía de sus palabras:
—¿Y esta es la mujer cuya virtud y honor yo tanto honraba? ¿La que era mi ángel bueno y estaba resuelta a salvarme y a hacer más fácil el arrepentimiento gracias al amor? Bonita ilusión… Lástima que terminara tan pronto. Habría sido mejor si me
hubiese quedado con mi pecadora compañera, que hubiésemos llevado a cabo nuestro plan y que hubiésemos sido felices, pues el dinero todo lo compra, ¡incluso la verdad de Kate Snow!
Al decir estas últimas palabras soltó mi mano y, dándose la vuelta, se apoyó sobre la chimenea, como si hubiese querido esconder alguna emoción rebelde que lo gobernase en el aquel momento.
Siguió un largo silencio; todos deseábamos hablar, pero nadie sabía cómo expresar consuelo o reprobación.
Harry, siempre generoso, fue el primero en perdonar al acusado, a pesar de todo lo que había sufrido.
Se levantó, a pesar de su debilidad, fue hasta el pobre infeliz y, poniendo una mano sobre su hombro, le dijo sinceramente:
—Robert, no olvido que somos hermanos y, aunque una vez eso hizo que me fuera muy difícil soportar tu crueldad, ahora hace que me sea más fácil perdonarte.
Lo hago de corazón y, si lo conozco, Augustine hará lo mismo.
Este último no lo dijo, pues el antiguo temor seguía ahí, pero se acercó con un aire templado y conciliador.
—Aquí está mi mano, hermano; no seamos ya enemigos.
Steele no se movió ni habló. La señora Carruth, conmovida por su silencioso
desconsuelo, transigió y, como mujer, trató de curar las heridas que había causado.
—Esta confesión te honra, y yo no seré la última en darte las gracias por ello, por mucho daño que nos hayas hecho a mí y a los míos. Los dos hemos pecado y sufrido por nuestro orgullo y ambición. Dejemos que el perdón mutuo y la humildad hagan de nuestro futuro algo mejor que nuestro pasado. Tú habrías apartado de mí a mi marido, pero yo no te separaré de tu padre.
La figura inmóvil seguía con la cabeza inclinada sin decir una palabra. El anciano habló con más indulgencia de la que yo esperaba.
—Ella tiene razón; repararé mi antigua negligencia, pues eres mi hijo, y por eso mismo te reconoceré, te perdonaré y guardaré silencio por tu bien. No sufrirás por nada ni habrá reproches, Robert; toma tu lugar entre nosotros si lo deseas y, aunque esta joven no puede amarte, los lazos que nos unen harán posible que te consolemos
con el natural afecto de padres, hermanos y hermanas. Hijo mío, perdóname, igual que yo te perdono.
Entonces Steele levantó la mirada, ajeno a cualquier llamamiento, insensible a cualquier emoción; el diablo que lo acechaba quedó delatado por su rostro enseguida.
Toda la noble calidez y dulzura habían desaparecido de él; solo quedaban el orgullo, la amargura y su indomable voluntad, que le daban a su refinada expresión la belleza entre severa y desdeñosa con que los artistas retratan a los ángeles caídos.
Se volvió hacia el grupo que se había acercado a él y, con una mirada que los hizo retroceder, dijo:
—No aceptaré nada. Usted, señor, nunca ha sido un padre para mí… Yo nunca seré un hijo para usted. No oculte nada por mi bien, pues al traicionarme, se traiciona usted ante el mundo, cuyo reproche yo desafío. Su sufrimiento, madame, ha vengado
el perjuicio de mi madre, y estoy satisfecho con ello. A mis hermanos les dejo el apellido que he deshonrado, la fortuna que ya no codicio y la horrible herencia que les aguarda. A usted… —En ese momento su voz se quebró, pero superó el estremecimiento con valor y, despacio, mientras me buscaba con una mirada a la que yo no podía enfrentarme, dijo—: A usted le dejo el recuerdo de esta cruel traición, que, no solo quitó todo valor a tan dura confesión, sino que me arrebata la única esperanza de mi vida. Usted ha destrozado mi fe en la verdad, mi deseo de virtud, mi capacidad de amar la nobleza, y ha devuelto al mundo a un hombre desesperado. Que Dios la perdone… ¡Yo nunca podré hacerlo!
Y con estas duras palabras, se fue.
Una extraña sensación de alivio se apoderó de mí cuando se marchó, aunque estaba entreverada de inquietud, pues, aunque el genio malvado de la casa había desaparecido, había dejado tras de sí su maligna influencia, y todos nosotros la sentíamos.
Durante un rato hablamos con agitación, preguntándonos cómo se habría impuesto a madame, y qué sería de él con ese ánimo tan temerario del que había hecho gala; luego, contentos por apartar aquel mal presentimiento que nos oprimía, hablamos de la paz que nos aguardaba, y tratamos de disfrutarla.
La señora Carruth me rogó que fuera a ver si Elinor estaba lista, pues el tiempo había transcurrido sin darnos cuenta y ella anhelaba el momento que pondría fin a un año de triste separación.
Subí, sintiéndome enferma y cansada, y encontré a Elinor ya en la cama. Parecía dormida, y apenada yo por la decepción de su madre, me quedé de pie un momento esperando a que se incorporara. No fue así, y estaba yo a punto de marcharme cuando, mientras ordenaba su ropa, algo cayó a mis pies: una pequeña navaja con la empuñadura de nácar que era mía… Un escalofrío de terror me atravesó, pues la navaja estaba abierta y, cuando la recogí, una mancha roja cayó sobre mi mano.
Elinor tenía la cabeza vuelta y, al inclinarme más cerca, me estremecí al ver lo pálida que parecía a la luz de la oscura habitación. Escuché junto a sus labios, y tan solo un ligero aliento salía de ellos. Giré su cabeza y solté un grito de espanto, pues tenía una pequeña herida en el cuello, por la cual seguía manando sangre, a pesar de que las
almohadas ya estaban teñidas de aquel espantoso color.
Como en un relámpago, el significado de todo aquello se me hizo evidente: la cariñosa despedida de su padre y
hermanos, su deseo de estar en paz con todos, el deseo de volver a ver a su madre y la trágica muerte que había elegido en lugar de continuar con la trágica vida que la aguardaba.
Mis fuerzas ya habían sido agotadas al máximo… La conmoción de este
descubrimiento fue demasiado para mí y, al llamar a Hannah, me desmayé por
primera vez en mi vida.
Cuando me desperté, la habitación parecía estar llena de gente. Ante mis ojos pasaban rostros golpeados por el horror y, a mi alrededor, voces rotas susurraban:
«No hay esperanza… Es demasiado tarde para salvarla». «Ya casi se ha ido».
«Es mejor así, por triste que parezca».
Cuando me incorporé, vi una imagen alrededor de la cama que me hizo desear estar inconsciente de nuevo.
Elinor estaba en los brazos de su padre, exhalando su vida poco a poco, pues, aunque la herida mortal ya estaba contenida y se había intentado todo cuanto el amor y la habilidad eran capaces de hacer para salvarla, la pequeña navaja en aquella mano
decidida había cumplido su tarea y este mundo ya no albergaba sufrimientos para ella.
Harry estaba de rodillas junto a Elinor, tratando de reprimir su dolor. Augustine rezaba en voz alta, y el devoto fervor de sus palabras calmaba y consolaba todos los corazones, salvo uno. A los pies de la cama, medio escondida tras los oscuros cortinajes, estaba la destrozada madre, como si el golpe la hubiese atravesado y temiera mostrarse, no fuera a ser que su presencia arruinase la paz de la despedida del alma de su hija. El doctor Shirley estaba de pie cerca de mí, sollozando como un niño, pues el amable anciano había amado y servido a la pobre chica con tanta dedicación como si hubiera sido una hija suya.
—¿No puede usted salvarla? —le susurré, mientras la entrecortada oración del sacerdote terminaba y el sonido de los llantos inundaba la habitación.
—No; por fin está en paz, gracias a Dios.
No pude sino asentir pues la bendita tranquilidad en el rostro de la chica era mayor de la que ninguna alegría de este mundo pudiera haberle traído, y, cuando miré sus ojos, todavía abiertos y hermosamente claros antes de que el velo de la muerte los cerrase para siempre, vi que estos iban de rostro en rostro, como si buscaran a alguien, y sus labios se movieron en un vano esfuerzo por hablar.
—La busca a usted… Ella ya ha preguntado por usted… Vaya querida —dijo el doctor Shirley, y yo fui.
Ella me miró con amor y gratitud cuando yo la besé en la fría frente, pero aquellos grandes y nostálgicos ojos buscaban por la habitación y, con un deseo que hizo superar la debilidad mortal del cuerpo, de su corazón surgió un dulce lamento:
—Mi madre… ¡Quiero ver a mi madre! No hubo necesidad de repetir la llamada. A la primera palabra, la madre se levantó y, sujetando a su hija en los brazos, la estrechó junto a ella hasta mucho después de que la muerte hubiese sellado las mudas oraciones de perdón que recorrieron aquellos dos corazones reunidos de nuevo, dejando que uno expiara un gran pecado con una gran pena, y que el otro sintiera, con su último latido, la belleza de la misericordia.
Incluso cuando por fin la muchacha se apagó, la señora Carruth no dejaba que nadie tocase a su pequeña, salvo a mí, y juntas la preparamos para la tumba, llorando mientras trabajábamos con delicadeza, y rezando oraciones que santificaban nuestro dolor. Estaba tan hermosa cuando terminamos que a primera hora del alba llamamos a
su padre y hermanos para que atesorasen el recuerdo de la indescriptible dulzura que acariciaba su tranquilo rostro. Tenía sus flores favoritas alrededor, y las rosas blancas del pobre Edward sobre su pecho, y, cuando los primeros rayos del sol comenzaron a bañarla con su brillo rojizo y a tocar sus labios, nosotros sonreímos y sentimos que el Año Nuevo de Elinor había comenzado felizmente en el cielo.

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