A la mañana siguiente temprano, me presenté en mi nuevo puesto. El sirviente de nuevo me dijo que la señora Carruth estaba ocupada, pero añadió que la señorita Elinor me vería en cuanto yo estuviese lista. Impaciente por saber cómo había pasado la noche, me apresuré a liberarme de lo que llevaba encima, pero tuve que esperar a que subieran mis maletas y, mientras esperaba en el descansillo del segundo piso, de repente me llegó el sonido de unas voces que provenían de una habitación cercana.
La conversación era en francés, pero pude distinguir la voz de la señora Carruth que hablaba en un tono implorante a Augustine como si protestase y a Harry, aparentemente, desafiante. La voz de este último se elevaba por encima de las del resto, y pude entender algunas palabras. —No tienes derecho a pedirnos que prometamos eso, Steele.
—Tal vez no, pero sí tengo el poder de hacerlo.
Nunca había oído nada tan exasperante como esta última voz, fría y sarcástica.
Me dejó paralizada, pues era extraña; cuando me detuve en el primer escalón, oí a Harry exclamar apasionadamente:
—¿No has traído ya suficiente deshonor a esta casa como para que nos obligues a
realizar un acto de traición así? Juro que te atormentaré después de que me hayas llevado a que me pegue un tiro o me ahorque.
—No te pongas melodramático, Hal.
Una prolongada risa siguió a estas palabras, y me apresuré a subir las escaleras justo a tiempo de evitar a Harry, quien salió corriendo de la habitación y de la casa como si estuviera desesperado. Aquello me sorprendió muchísimo y me dejó preocupada.
Fui a mi cuarto y, mientras me preparaba para ver a Elinor, traté de recordar dónde había oído antes esa voz y esa risa tan peculiares. Estaba segura de que las había oído, pero dónde o cómo era algo que no alcanzaba a recordar y, después de estarle dando vueltas en vano, me di por vencida y pensé que no valía la pena malgastar tiempo en ello. Cuando pasé por la antesala, Hannah dijo, en respuesta a mi saludo:
—Encontrará usted a la señorita Elinor de un humor horrible esta mañana. Será
mejor que no intente hipnotizarla de nuevo; no le sienta bien. Temí haberle hecho daño y me apresuré a entrar. Elinor estaba de pie junto a la ventana abierta, con ambas manos sujetas a los barrotes de hierro, como si anhelara retorcerlos y escapar. Parecía enrojecida y excitada, pero había hecho todo lo posible por estar lista para mí. Tenía su delicado cabello recogido, el vestido cuidadosamente arreglado y la habitación ordenada. Estaba tan enfrascada en algún inquietante pensamiento que no me vio ni me oyó entrar, así que, sentándome en silencio, la observé y esperé. Finalmente, vi desaparecer el ceño fruncido de su frente, perder intensidad en la mirada y cómo las manos se relajaban mientras respiraba profundamente un par de veces, como si se quitara un peso de encima. De repente, se giró y me vio, soltó una exclamación de sorpresa y vino hacia mí con las manos extendidas.
—Debería de haber sabido que estaba usted aquí; usted trae la paz consigo y me
sentí calmada incluso antes de verla —dijo con una sonrisa de bienvenida.
—No pretendía que sintieras nada; Hannah me ha dicho que no te encuentras muy
bien debido al pequeño experimento de ayer —comencé diciendo, bastante
sorprendida de mi influencia sobre ella.
Pero ella me cortó y dijo, con una mirada desdeñosa y el rostro ensombrecido:
—Hannah no tiene ni idea de nada. No estoy peor; he dormido deliciosamente
toda la noche y me he levantado sintiéndome yo misma. Tenía muchas ganas de que usted llegara y viera cuánto bien me ha hecho. Me preparé para usted y estaba muy contenta hasta que sucedió algo que habría consternado aun a alguien más cuerdo que yo. Déjeme que le hable de ello.
Hablaba con excitación, y, con la esperanza de tranquilizarla, le dije mientras me dirigía al piano:
—No te molestes en contármelo ahora. Ven y canta un poco. Tengo muchas ganas de escucharte.
—¡Cantar! —gritó ella, estremeciéndose—. Usted no sabe lo que pide. ¿Podría
usted cantar cuando tiene el corazón atormentado por un pecado que alguien muy cercano a usted va a cometer? Debo hablar, tanto si quiere usted escuchar como si no; me va a dar algo si no se lo cuento a alguien; pronto, el mundo entero lo sabrá. Siéntese, no le haré daño, pero no me lo impida.
Habló con una vehemencia que la dejó sin aliento, me sentó en el sofá de un
empujón y, sujetándome con una fuerza a la que no habría resistido, aunque así lo
hubiera intentado, prosiguió con más coherencia de la que esperaba, mientras yo, que conocía el poder de una mirada sana sobre una lunática, la miraba fijamente y la escuchaba en silencio.
—Harry me lo ha contado. Él viene a verme cada mañana antes de irse. Hoy estaba muy enfadado, se lo noté, y le pregunté por qué. No sabe decirme que no,
pobre Hal, así que me lo contó. Amy va a casarse dentro de un mes y nadie lo va a
impedir. Imagínese qué perversión, con esa maldición que nos persigue a todos
nosotros.
Una pregunta llegó hasta la punta de mis labios, pero no los traspasó; aun así, mi
rostro debió de traicionarme, pues, inclinándose hacia mí, ella contestó a mi
silenciosa pregunta con un estridente susurro, tan lleno de dolor contenido y pasión que me hizo estremecer.
—Me refiero a la maldición de la locura. Todos nosotros estamos locos, o lo
estaremos; venimos de una estirpe de locos y, durante años, esta herencia se ha ido transmitiendo sin que a nadie le preocuparan los descendientes. Debería de acabar con nosotros, que somos los últimos; ninguno de nosotros debería casarse, ninguno de nosotros se ha atrevido siquiera a considerarlo, salvo Amy, y esto demuestra que ella es la más loca de todos. Alguien debe detenerla, alguien debe evitarle la agonía de ver a sus hijos convertidos en lo que yo soy o en lo que será Harry.
En ese momento, Elinor se retorció las manos y comenzó a pasearse por la
habitación con tal paroxismo de impotente desesperación y aflicción que me senté, desconcertada, preguntándome si no serían solo las divagaciones de una mente perturbada. El rostro de la señora Carruth, sus palabras y sus modales volvieron a mi cabeza, al igual que la expresión melancólica de Augustine y aquel extraño deseo que pronunció sobre su hermana mientras ella dormía; todo esto y la violencia de Harry que acababa de presenciar confirmaron mis sospechas de que aquella trágica afirmación era cierta y, de nuevo, como si la palabra «Amy» me lo evocase, volví a tener la extraña sensación de haber oído todos esos nombres antes y sentí un interés
pasajero por sus desconocidos dueños. No hubo tiempo de revivir el vago capricho, pues Elinor se detuvo abruptamente delante de mí.
—Se preguntará usted por qué no soporto oír el nombre de mi madre; le diré por
qué. Hace mucho tiempo, cuando ella era joven y hermosa, se casó con mi padre, a
pesar de que conocía la triste historia de su familia. Él era rico; ella, pobre y
orgullosa; la ambición la hizo volverse perversa, y se casó, a pesar de que la
advirtieron de que, aunque ella había escapado, sus hijos heredarían la maldición con toda seguridad, pues, cuando una generación se libra, esta cae con más fuerza sobre la siguiente. Todos mis sufrimientos se los debo a ella; no puedo amarla. Puede que no esté bien decir estas cosas, pero son ciertas y no puedo evitarlo, pues llega siempre un
momento en el que los hijos aprenden a criticar a sus padres como hombres y
mujeres, y pobre de aquellos que, con sus acciones, cambian el afecto y el respeto por el odio y el desprecio.
Aquel amargo lamento y el solemne fervor de su actitud me conmovieron e
intimidaron; no me atrevía a hablar, pensé que las palabras no servirían para
consolarla ni para controlar el desbordamiento de una pena durante tantos años reprimida que, ahora que la voluntad no era lo suficientemente fuerte para dominarla, galopaba a rienda suelta. Prosiguió con firmeza.
—Si alguna vez una mujer tuvo razones para arrepentirse, esa es mi madre, pero
no lo hará y, hasta que lo haga, Dios nos abandonará. Nada puede vencer su orgullo, ni siquiera una aflicción como la mía. Ella la esconde, me esconde, y le dice al mundo que me estoy consumiendo; ni una palabra de la locura. A estas mujeres les paga para mantener el secreto, y a usted no le habría permitido llegar hasta mí, si no hubiera estado segura de su discreción. Esa es la razón por la que no me envían fuera; nadie de aquí sabe nada de nuestra historia pasada, ya que llegamos hace solo dos años; entonces yo me encontraba bien… ¡Oh! ¡Qué feliz era!
Con las manos sujetas por detrás de la cabeza, parecía una hermosa y pálida
imagen de la desesperación. Sin lágrimas y en silencio, pero con tal expresión de
amor y anhelo en sus ojos que, con solo levantar la mirada hacia el cuadro que había sobre nosotros, bastaba para contar la historia de un amor perdido, un corazón roto.
Era el único cuadro de la habitación, la cara de un hombre, atractivo y joven, con un aire excepcionalmente fuerte y noble, que me había atraído el día anterior y había hecho que deseara hablar de él; nada, salvo el temor a otro ataque como el que había seguido a la pronunciación del nombre de la madre, me lo habría impedido. Volví a mirarlo entonces con redoblado interés ya que la chica tenía la mirada fija en él, presagiando otro capítulo en la historia de la triste familia.
—¡Cuánto lo quería! —dijo suavemente, mientras toda su cara brillaba con una
luz suave y cálida—, ¡y cuánto me quería él a mí!, demasiado para dejar que
acarrease toda mi vida con un remordimiento que llegaría demasiado tarde como para resarcirme. Entonces le creí cruel, ahora le doy gracias por ello; prefiero ser la inocente sufridora que soy a una despreciable mujer como es mi madre. Nunca más volveré a verlo, pero sé que él piensa en mí, allá en la India, y que, cuando yo muera,.un corazón noble llorará por mí.
La voz le flaqueó y le falló y, durante un instante, el fuego de sus ojos se
extinguió con las lágrimas. Pensé que era el momento de reaccionar y me levanté,
con intención de consolarla. Al instante, puso su mano sobre mi hombro y,
empujándome de nuevo hacia mi asiento, dijo, casi con fiereza:
—Aún no he terminado, debe usted oírlo todo… No, no todo, lo peor me lo
guardo para mí, me lo guardo por mi padre. ¿No es un rostro tierno, sincero y noble? Sé que usted está de acuerdo; bueno, lo amé hace un año. Yo no sabía nada de la desgracia que pesaba sobre nosotros, pues aquello se ocultó con mucho cuidado hasta que Augustine lo descubrió. Él debió de haber hablado antes y haberme salvado a tiempo, pero volvió cuando yo ya estaba prometida, luego me advirtió del destino que me esperaba. Yo no podía creerlo, mamá lo negaba, pero mi padre lo confesó. De
modo que Edward se marchó con el corazón roto, y yo me convertí en lo que soy. ¿Ve usted esta marca?
Con un rápido gesto se abrió el vestido y pude ver sobre su blanco pecho una
profunda cicatriz violeta. Me estremecí sin querer y me puse pálida pensando en lo
que estaba por venir.
—Sí, intenté matarme, pero ellos no me dejaron morir. La vieja tragedia vuelve a
empezar. Augustine se hizo sacerdote, con la esperanza de ocultar su calamidad y expiar el pecado de su padre rezando sin descanso. Harry se volvió un insensato, una vida corta y alegre, dice él, y cuando llegue su turno se evitará muchos sufrimientos, como habría hecho yo. Amy es como mamá, solo piensa en sí misma, se casará y perpetuará la maldición. Su prometido lo sabe, pero él no renunciará a su fortuna, y ninguno de nosotros se atreve a contarle el amargo secreto que los podría separar porque le hemos prometido a Steele que guardaremos el secreto hasta que acabe el año.
—¿Quién es Steele?
La pregunta salió de mis labios antes de que pudiera impedirlo, pero no fui más
lejos, pues Elinor puso su mano sobre mis labios y me susurró mientras miraba
nerviosa hacia atrás:
—¡Chssst!, no me pregunte; me temo que lo diré a pesar de mi promesa. Él es el
genio malvado de nuestra familia, tenga cuidado con él o se apoderará de usted igual que ha hecho con todos nosotros.
Tras esta enigmática contestación, se quedó de pie en silencio durante un
momento, luego continuó con más violencia que antes.
—¡Ahora pensará usted que estoy loca de atar! ¿Va a pedirme que cante, sonría y
me siente tranquilamente mientras continúan estas maldades? Dice usted que puede que me recupere, yo le digo que eso es imposible, la muerte es la única cura para un Carruth loco. Pero yo soy tan joven y tan fuerte que pasará mucho tiempo hasta que llegue, a menos que yo haga que venga…
Ella apretó las manos, hizo rechinar los dientes y miró alrededor suyo con una
expresión de desesperación, como si estuviera preparándose para algún acto frenético que la libraría de aquel futuro oscuro y espantoso que la aguardaba. Muchas mujeres se habrían echado a temblar y pedido ayuda; yo debería de haberlo hecho, si no hubiera sido porque la compasión había superado mi miedo; me olvidé de mí misma, solo podía pensar en aquella pobre chica tan desesperada, indefensa y afligida; me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos con tanta ternura como si hubiera sido mi hermana; no hablé, pero la sostuve cerca de mí y sentí que podía controlarla tan solo a base de delicadeza. Al principio, pareció no darse cuenta de mi presencia, mientras
permanecía de pie, rígida, sin hacer un solo movimiento, con la mirada perdida de
aquí para allá, con los dientes y las manos todavía apretados. De repente, la fortaleza
y excitación parecieron abandonarla, se habría caído de no ser por mis brazos. La
eché sobre el sofá, le humedecí los labios, la abaniqué y le hablé dulcemente,
afanándome a su alrededor hasta que levantó de nuevo la vista y me miró, ya bastante recompuesta, pero tan pálida y débil que me dolió en el alma verla así.
—Ya pasó —susurró, y cerró los ojos con cansancio—. No me deje hablar, no me
deje pensar, o volveré a desesperarme. Léame algo, lo que sea, cualquier cosa que pueda tranquilizarme…
Busqué entre los libros de la habitación, pero no encontré nada que me pareciera
adecuado hasta que, justo debajo de una pila de novelas aburridas y mediocres
poemas, descubrí Un cuento de Navidad, de Dickens. Era justo lo que quería y,
sentándome junto a Elinor, comencé a leérselo lo más teatralmente que pude, con la esperanza de atraer la atención de mi oyente. Durante un rato ella permaneció echada con las manos sobre sus ojos y sin aparente interés, pero, cuando llegamos a la parte de los Cratchit, vi cómo en sus labios se dibujaba una sonrisa, una suave expresión se apoderó de su rostro y el pequeño Tiny Tim[2] hizo que aparecieran lágrimas
silenciosas en aquellos tristes ojos suyos, pues la magia de aquella sencilla historia la conquistó y demostró ser la mejor medicina que podría haberle dado.
Feliz por mi éxito, seguí leyéndole durante varias horas los libros más animados que tenía a mano. Elinor apenas decía nada, pero era evidente que le gustaba, y permaneció echada escuchándome mientras la lluvia caía con fuerza y el viento melancólico se quejaba.
Cenó un poco y después le entró sueño, así que retomé mis tareas y me entretuve lo mejor que pude hasta el ocaso. Sentada en la penumbra, oí a Hannah llamarme desde la puerta y, al acercarme hasta ella, me dijo:
—A la señora Carruth le gustaría verla en su cuarto antes de salir. Yo me ocuparé
de la señorita.
Contenta de poder escapar de la sombría influencia de aquella habitación, bajé y
disfruté del lujo y la belleza que veía de camino. La señora Carruth estaba
arreglándose para la cena y, aunque a la mayoría de las personas les habría parecido una dama sonriente, bendecida con todo aquello que da la felicidad, a mí me parecía más digna de compasión que su hija, pues el orgullo había dejado su marca sobre ella y una voluntad indomable se delataba en el fuego de sus ojos y en la desafiante mueca de sus labios.
Me recibió con un aire refinado, hizo algunas preguntas, dijo esperar que me
encontrase a gusto y, luego, añadió:
—Ya que la lluvia parece que no la va a dejar pasear, tal vez desee usted
descansar y entretenerse dando un paseo por la casa. Si le apetece, le ruego que lo
haga; no molestará usted a nadie; nosotros vamos a salir. Hay otra cosa de la que deseaba hablarle; ya que, necesariamente, habrá ciertas irregularidades en sus comidas, siéntase libre de pedirlas cuando considere más oportuno. La pequeña sala para desayunos que hay junto a la biblioteca está a su disposición, y Morris se
encargará de que tenga usted todo lo que desee. Dígale a la señorita Amy que estoy
lista, Lizette. Buenas noches, señorita Snow.
Con una ligera inclinación se marchó y me dejó preguntándome dónde estaría el
señor Carruth. Me había imaginado que estaba muerto, pues no lo había visto ni oído, pero no había ningún rastro de viudedad en el vestido de la señora Carruth y, en ese momento, recordé que Elinor había hablado de él como difícilmente lo habría hecho, si la muerte hubiese dejado caer su velo entre ellos dos.
Mientras estos pensamientos pasaban por mi cabeza, caminé un poco por el
amplio salón, todavía sin iluminar, salvo por el brillo que provenía del cuarto de la
señora Carruth detrás de mí y de otro, en el extremo opuesto. La puerta de este
apartamento estaba entornada y, cuando me aproximé a ella, salió una joven que se
estaba poniendo los guantes. Era una chica rubia y esbelta, mucho menos guapa que Elinor; en su rostro no había rasgo alguno de nobleza innata, calidez o fortaleza. De un vistazo, adiviné una naturaleza fría, superficial y egoísta. Tenía los ojos azules y traviesos, una expresión débil pero caprichosa, y sus modales eran medio nerviosos, medio coquetos, sin dignidad ni elegancia. Se detuvo al verme, me observó un instante y luego asintió con la cabeza, como si me reconociera.
—La señorita Snow, ¿verdad? ¿Cómo se encuentra nuestra querida Nell esta
noche? Habría subido corriendo a dejar que me viera, de haber tenido tiempo. A ella le gusta mirar cosas hermosas, y a mí me encanta satisfacerla. Dígale que tengo
algunos regalos de boda que enseñarle. ¿Cree usted que está muy mal?
Mientras hablaba en tono despreocupado, Amy seguía a sus cosas, poniéndose los
guantes, arreglándose el vestido de volantes y sacudiendo un fino pañuelo. Sin apenas esperar mi respuesta, se dispuso a continuar y, mientras se colocaba el cuello de cachemir sobre los hombros, me dijo:
—Salúdela de mi parte, por favor, y dígale que iré mañana a contarle cómo fue la
cena de esta noche. ¿Está la muchacha tranquila y a salvo, señorita Snow?
—Creo que sí, si una tiene cuidado con evitarle los temas espinosos… —comencé
a decir, pero ella me interrumpió.
—¿No tiene miedo de estar a solas con ella?
—En absoluto.
—Pues yo sí lo tendría, querida. Nunca me atrevo a verla si no están Hannah o
Jane conmigo. Usted ya ha hecho antes este tipo de cosas, ¿verdad?
—Sí, me ocupé de una amiga durante dos años y del hijo retrasado de la señora
Hamilton durante los últimos seis meses.
—¡Debe de ser una vida espantosa! Como para encanecer de golpe, pero tiene
usted el aspecto joven y sonrosado de quien disfruta de la forma más apacible. Para mí es bastante…
Se detuvo abruptamente y se marchó sin disculparse ni despedirse.
Al darme la vuelta tras ella, vi a un caballero que avanzaba por el salón y, al pasar a su lado, vi cómo ella se recogía el vestido hacia atrás, no fuera que él lo tocara, y se inclinaba con la mayor deferencia posible para responder a su saludo.
—¿Vas a salir de nuevo, Amy? —dijo él, sin detenerse.
—Sí, Steele; ¿te molesta?
—En absoluto; baila cuanto quieras —fue su despreocupada respuesta.
Amy bajó deprisa por las escaleras con un «gracias», y el caballero siguió
caminando detrás de mí. Yo me había dado la vuelta para continuar con mi paseo y ahora el pasillo estaba demasiado oscuro para permitirme ver nada, salvo una figura alta y oscura que se deslizaba junto a mí, tan silenciosa como una sombra.
Como mujer, sentía curiosidad y, dado que estaba ociosa, me entretuve con toda
clase de fantasías raras y románticas acerca de ese «genio malvado de la familia», tal como Elinor lo había llamado. Mientras meditaba, deambulé de aquí para allá, admirando todo lo que veía hasta que me entró hambre y fui en busca de la pequeña sala de desayuno y de Morris. Abrí la puerta lentamente y entré sin molestar a dos personas, quienes, para mi sorpresa, ocupaban la habitación. A una de ellas no le presté atención, pues una simple mirada a la otra me dio la pista que estaba buscando, y recordé tan vivamente un incidente que había olvidado hacía mucho tiempo que me quedé parada y como sin habla.
Augustine estaba de pie delante del fuego, tenía la cabeza inclinada sobre la
repisa de mármol de la chimenea y el desánimo dominaba cada línea de su abatida figura. Recostado en una silla lujosa y baja, había un hombre de unos treinta años, delgado y elegante, con el rostro imberbe y oliváceo; tenía los rasgos marcados, los ojos negros brillantes, una boca desdeñosa y una frente alta y lisa con el pelo oscuro peinado hacia atrás de una forma que muy pocos rostros soportan. A pesar de ir vestido de una manera muy sencilla, había un aire de elegancia en él, de la que carecía hasta el guapo de Harry; aun así, y a pesar de tener rasgos inequívocos de ser de buena familia, nunca vi un hombre más repulsivo. Tenía una sonrisa insolente y
cruel, y el brillo malicioso de sus ojos era tan irritante como un insulto.
—Esta vida nos está matando a ambos. Noche tras noche tengo que encontrar y
traer al pobre chico a casa peor que si estuviera muerto —dijo Augustine.
—Cíñete a tus oraciones y deja que se vaya —empezó a decir el otro fríamente,
pero no prosiguió, pues habiéndome sacado el sonido de las voces de mis reflexiones, el pomo de la puerta se escapó de mi mano con un repentino «clic» y los dos hombres levantaron la mirada.
No sé qué expresión tenía Augustine, pues mis ojos seguían clavados en su
acompañante, quien sufrió un cambio repentino y radical mientras se levantaba con un aire deferente y tedioso, como si esperara que me dirigiera a él. Me recompuse y murmuré algo acerca de «las órdenes de la señora Carruth y mi té» y me disculpé por haberlos molestado.
—En absoluto, permítame que llame a Morris —dijo e hizo con una celeridad
encantadora; luego, mientras Augustine continuaba en silencio, añadió con una
sonrisa—: Creo que debo presentarme: soy Robert Steele, amigo de la familia y el
humilde servidor de usted, señorita Snow.
Me incliné y me senté, sin saber qué otra cosa hacer. No hubo tiempo de sentirme
incómoda, pues en su papel de anfitrión, Steele pidió té y, mientras lo preparaban, se repantingó contra el respaldo de la silla que estaba frente a mí y habló cómodamente, mientras sus ojos amables buscaban mi rostro; yo me sonrojé con indignación.
Entonces me dirigí a Augustine, que permanecía mirando el fuego de mala gana.
—Señor Carruth, su hermana deseaba que le dijera, si lo veía, que espera que pase
usted una hora mañana con ella.
Se giró hacia mí y su agotado rostro se volvió hermoso y lleno de sentimiento
cuando, con entusiasmo, afirmó:
—Gracias por traerme este agradable mensaje y por su interés en Elinor. Mi
madre dice que hasta ahora, ha tenido usted gran éxito con ella, yo espero
sinceramente que ella mejore bajo su benéfica influencia.
Yo había abierto la boca para contestar, cuando un sirviente asomó la cabeza
como asustado y mirando a Augustine dijo:
—Por favor, señor, ¿puede usted ayudarme con el señor Harry? No puedo hacer nada con él, está completamente fuera de sí esta vez.
—¡Silencio! Ahora voy, John.
El joven sacerdote habló con severidad, aunque sus pálidas mejillas se
encendieron y la vergüenza y el dolor hicieron temblar su voz.
El sirviente desapareció, Augustine lo siguió apresuradamente y Morris me indicó que mi cena estaba lista. Steele acercó una silla a la mesa y, cuando la cogí, en un tono suave, lo cual me era más desagradable que cuando lo hacía con sarcasmo, dijo:
—Parece usted muy sola, cenando sin nadie y, dado que el santo nos ha
abandonado, ¿aceptará usted la compañía de un pecador y que le ofrezca una taza de té, señorita Snow?
Acepté, por supuesto, mientras preparaba el té, decidí observar a ese hombre con tanta atención como había hecho él conmigo, ya que una extraña sensación de
contrariedad había surgido en mi fuero interno. Me gustaba estudiar las
personalidades, e imaginaba que tenía alguna habilidad para comprender en las
personas los rostros y la naturaleza, de las cuales son espejo. Este caso requería
coraje, paciencia y tacto, pero nada hasta entonces había conseguido intimidarme.
Mientras comía tranquilamente pan con mantequilla, observé y escuché con todos
mis sentidos alertas. Había algo en mis modales que, evidentemente, lo
desconcertaba, ya que esa vez me topé con su amable mirada sin sonrojarme, ni di signos de inquietud ante su presencia ni tampoco mostré admiración alguna por sus dotes mentales o personales, como sospecho que solía sucederle con la mayoría de las mujeres. Un observador menos agudo no habría tardado en considerarme una joven prosaica y flemática, con intención de cenar y nada más. No obstante, a pesar de mi
desagrado, me halagaban las molestias que se tomaba por convencerse de lo contrario y la decisión a la que, evidentemente, había llegado, concretamente: la de que yo era un enigma que valía la pena descifrar por las razones que él considerara válidas. Yo
creo que él sospechaba que Elinor me había contado algo sobre él, y esta idea lo
incomodaba, ya que hacía muchas preguntas y obtenía respuestas tan breves que ponían a prueba su paciencia.
—Creo que encontrará en Elinor una paciente interesante.
—Sí.
—Supongo que este no es el primer caso que ha tratado, ¿verdad?
—No.
—Como dice Amy, es usted demasiado joven y alegre para llevar una vida así.
Esto no requería respuesta, y no se la di, mientras ponía una taza de té en la mano
delgada y morena que se extendía para recibirla. Él no había tomado asiento, pero
seguía de pie en la alfombra con una actitud relajada; me miraba con frecuencia, a veces abiertamente, si bien la mayoría de ellas lo hacía de reojo, como si deseara leer mi rostro, pero ocultando sus propios rasgos delatores. Removiendo suavemente el té, me preguntó con amable interés:
—¿Cómo estaba hoy? ¿Tranquila o excitada?
—Las dos cosas —respondí, mientras aparentaba servirme mermelada.
—Agitada y habladora, supongo.
—Bastante.
—¿Cuál parecía ser la causa de su agitación?
—Su desgraciado estado mental.
Dejó la taza con un gesto de impaciencia y, con los ojos fijos en mí, preguntó:
—Me refiero a qué capricho o desilusión se apoderó de ella hoy. En resumidas
cuentas, ¿de qué habló?
Yo también dejé mi taza y, girándome un poco, lo miré directamente y le dije, con
un aire decidido que, evidentemente, lo sorprendió:
—¿Me permite preguntarle si es usted el médico de la señorita Carruth?
—No, no tengo ese honor —contestó, y una extraña sonrisa se le dibujó en el
rostro.
—Entonces debe usted permitirme que prefiera no repetir nada de lo que esta
pobre chica pueda haber dicho en mi presencia. Su desgracia la hace objeto de
compasión, no de curiosidad, y solo a su madre o a su médico puedo informar de sus palabras o actos.
Sabía que estaba enfadado, pues sus ojos negros brillaron y me soltó una rápida
mirada que habría acobardado a una mujer tímida, pero su voz era más suave que nunca, y sus modales, más respetuosos que antes.
—Tiene usted mucha razón, señorita Snow; admiro su discreción y la felicito por haber superado tan bien la pequeña prueba que me he atrevido a hacerle para mi propia satisfacción. Dado que su posición en esta familia tiene una naturaleza particular y confidencial, puedo decirle que yo ocupo un lugar aún más particular y confidencial que el suyo. Nada ocurre sin mi conocimiento, todos los asuntos me son comunicados sin reservas, dado que desde que el señor Carruth se retiró del mundo, ejerzo el papel de hermano mayor. La señora Carruth se lo dirá.
Hizo una pausa, esperaba evidentemente, que yo mostrara interés, sorpresa o curiosidad. Sentí las tres cosas, pero oculté el hecho bajo una expresión indiferente, me limité a decir:
—¿Puede alcanzarme la cesta con las pastas?
Él me la pasó y, acercando una silla a la mesa, se sentó, se sirvió un discreto
bizcocho y, mientras fingía disfrutarlo, dirigió la conversación abruptamente hacia mi persona.
—¿Los Snow de Leicestershire son acaso familiares suyos? Conocí a una familia
de lo más encantadora con ese apellido cuando estuve en el extranjero.
«Quiere saber de dónde soy», pensé, y me pareció que podría divertirme, después
de mi aburrido día, tratando de frustrarlo. Le respondí lo más reservadamente que
pude:
—Creo que hay muchos Snowdon en Leicestershire, pero ningún Snow; los Snow son de Lincolnshire.
—Así es, ahora recuerdo; es fácil que uno confunda nombres tan parecidos.
Entonces imagino que las hermosas hijas del comandante Snow serán primas o
parientes suyas.
—En absoluto; no tengo vínculo alguno con Inglaterra.
Pareció molestarse, pero no estaba dispuesto a dejar que lo desairasen y,
asumiendo una expresión de sorpresa, dijo rápidamente:
—Le ruego que me perdone, supuse que era usted inglesa e imaginé que podría
hablarle de ciertas personas por las que podríamos haber sentido mutuo interés.
—Soy inglesa, pero ya no tengo familiares allí, salvo dos ancianas tías, en
Escocia.
Y, habiéndole concedido este último dato, me levanté, me incliné con solemnidad
y salí de la habitación.
Le oí echar su silla hacia atrás y poner la mano sobre el pomo de la puerta, pero
no lo giró; yo subí corriendo para cantar algo a Elinor hasta que se durmió, tras lo
cual me fui a mi cuarto. Al fin libre, me senté a pensar, ya que los acontecimientos del día tenían un doble interés por lo que había descubierto.
Para explicar tal cosa debo relatar brevemente un incidente que había ocurrido hacía más de seis meses. En aquella época no tenía yo trabajo y me alojaba en una casa de huéspedes de segunda clase, cuya mesa no me agradaba, así que tomaba las
comidas en un apacible restaurante cercano. Un día, mientras esperaba en mi rincón a que me trajeran la cena, escuché algunas palabras en la mesa de al lado que atrajeron mi atención; o, más bien,
fue la voz que las pronunció pues era muy peculiar. Intensa y a la vez dulce, tenía un timbre metálico, como el sonido de una campana de bronce, y la risa que la seguía era tan musical como triste.
—Augustine, Elinor, Harry y Amy, ¿lo recordará usted, madame, ma mere[3]?
La voz de una mujer respondió, pero demasiado baja como para que yo pudiera
captar lo que decía, el murmullo de la conversación continuó durante varios
minutos hasta que los nítidos tonos se elevaron de nuevo.
—Puede que tengamos que esperar mucho, pero no estaremos a salvo hasta que esa vieja entrometida se marche; así que tengamos paciencia.
—Bien, mientras tanto nos divertiremos.
La mujer tenía un inconfundible acento francés, el burbujeo del corcho del
champagne siguió a su frase.
No oí nada más, pues en aquel momento el camarero se acercó a mí y sus
enérgicos movimientos con los cuchillos y tenedores los alertaron de mi proximidad.
Al poco, oí cómo se levantaban para irse y, asomándome después de que pasaran, vi a una mujer alta, de avanzada edad y bien vestida que se alejaba por el comedor
acompañada por el hombre al que ahora conocía como Robert Steele.
Los observé durante un instante, y me los imaginé como madre e hijo, ya que el
rostro de la mujer tenía rasgos de la belleza que el hombre poseía en buen grado.
Mientras seguía cenando, me entretuve pensando en quiénes podrían ser Augustine, Elinor, Harry y Amy, para qué debía esperar la pareja y quién sería la «vieja entrometida». Luego me olvidé del asunto hasta que volvieron a aparecer los nombres, pero no fue hasta que vi el rostro de Robert Steele cuando recordé dónde los había oído, al igual que aquella voz y aquella risa tan singulares. Ahora lo recordaba todo y, mientras pensaba en ello, no se me iba de la cabeza la voz de Elinor cuando había susurrado: «él es el genio malvado de esta familia».
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UN CUENTO DE ENFERMERA
Fiksi RemajaKate Snow, narradora de esta novela, es una enfermera (como lo fue la propia autora) contratada para ocuparse de Elinor, la hija pequeña de la familia Carruth, aquejada de una extraña enfermedad mental. Kate intentará desde el primer día entender po...