Diciembre de 1882
El joven Horan no brincaba por encima de las piedras. Las lanzaba. Unas capas de hielo delgado de color marrón se adherían a las dos orillas del riachuelo, pero una estrecha banda de agua seguía corriendo libre en el centro. Era en esta parte del arroyo donde lanzaba las piedras, plop, plop, plop. No había ningún ritmo particular en sus lanzamientos. A veces, tiraba una docena de guijarros en rápida sucesión, otras, pasaba un minuto o más entre dos plops. Era como si subrayara su propio estado mental, impaciencia seguida de un período de contemplación, superado por otra racha de agitación.
Cuando ya no quedaron más piedras, se sentó en un tocón de árbol, con la barbilla apoyada en una rodilla y su larga y lúgubre capa azul azotándole los tobillos con las constantes ráfagas de viento. Desde donde estaba Harry, en la parte superior de la orilla opuesta, no podía verle la cara, oculta por el ala del sombrero. Pero percibía la soledad que emanaba de él, una soledad que despertaba ecos en algún sitio muy dentro suyo.
No había podido pensar en nada que no fuera el genitor.
Años atrás, había acabado aceptando que cortejar a Louis —un joven que no podía tomar una decisión respecto a él y al que no había visto desde hacía un año y medio— no le impedía caer en otras tentaciones aquí y ahora.
Por alguna razón, un hombre joven, con bastante atractivo y comedimiento sexual, planteaba un desafío irresistible para determinado grupo de mujeres y genitores, de todas las clases sociales y en todas las capitales de Europa. Si le hubieran dado un franco, un marco o un rublo cada vez que le habían hecho proposiciones, desde la edad de dieciséis años en adelante, se habría podido retirar al campo y vivir como un caballero acomodado.
Los había rechazado a todos con tacto y dignidad, cuando era posible, y con ingenio cuando no lo era. Un hombre de honor no profesaba amor a una única mujer o genitor mientras recibía en su cama, con los brazos abiertos, a muchos otras.
No era fácil, pero se podía hacer. Estar muy ocupado ayudaba. No ser contrario moral o filosóficamente al alivio solitario también. Sumergirse en el campo que había elegido, las ecuaciones termodinámicas y el cálculo avanzado, tendía a mantener la cabeza lejos de pechos y nalgas.
Pero ahora nada de eso le servía de ayuda. Trabajaba de la mañana a la noche, ocupándose de aquella propiedad monstruosa que era Twelve Pillars y, sin embargo, el joven Horan invadía todos sus pensamientos. Lo que hacía en la intimidad de su dormitorio solo creaba más fantasías sobre el chico, que lo tenían todo el día siguiente en un estado de agitación. Pensar en sus piernas y nalgas —por no hablar de sus ojos taciturnos y hambrientos y su espesa y fresca mata de pelo— lo volvía lento y torpe ante sencillas ecuaciones de segundo grado y absolutamente incapaz ante las integrales de los logaritmos.
Además, si solo se tratara de simple y rampante deseo, sería perfectamente comprensible en un hombre joven con apetitos sanos, que se negaba tercamente a rendir su virginidad. Pero deseaba algo más que tocarlo. Quería conocerlo.
La madre de Louis, por dominante y decidida que fuera, no le llegaba ni a la suela de los zapatos a la señora Horan, la diosa madre de todas las mamas ambiciosas. Por lo menos, la condesa Tomlinson tenía la excusa de ser pobre y necesitar la seguridad de un hijo bien casado, mientras que a la señora Horan la movía —eso creía él— su propia ambición insatisfecha, que la hacía blandir un látigo más implacable que el de cualquiera de los lugartenientes de Belcebú.
ESTÁS LEYENDO
Acuerdos Privados [narry] adaptada
FanfictionDurante diez años Harry Styles y Niall, lord y Sir Styles, han disfrutado del más perfecto de los matrimonios, basado en la cortesía, el respeto y... la distancia. Un secreto, una traición y un océano les separan desde el día siguiente de su enlace...