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22 de mayo de 1893

Niall preparó el diafragma con un ungüento francés. Había obtenido las dos cosas al día siguiente del regreso de su esposo, en la tienda de un boticario muy discreto, cerca de Piccadilly Circus. El ungüento prometía reducir enormemente la de la eyaculación masculina y el diafragma bloquearía lo que no se pudiera debilitar.

Con el diafragma en su sitio, se puso el camisón azul que había sacado del fondo del arcón. «Très spécial», le dijo la parisina que se lo vendió, y le guiñó un ojo.

La seda olía a los saquitos de lavanda seca que habían puesto dentro del envoltorio. Lo había comprado siglos atrás, antes de renunciar a Harry. Ya no recordaba por qué no se había deshecho de él.

El camisón no lo hacía sentir seductor, sino tristemente ridículo. Pero tenía que hacer algún esfuerzo, tenía que hacer algo. Se puso un salto de cama y salió del vestidor, rezando para que cualquier acopio de valor que lograra hacer fuera suficiente para ayudarla a sobrellevar la humillación de la noche.

Creso estaba allí, dormido en su cesta, junto a la cama. Se inclinó y le acarició la cabeza, pasándole los dedos por el suave pelaje. La puerta que comunicaba su habitación con la de Harry se abrió y Harry entró.

Salvo por los zapatos, iba completamente vestido, como si acabara de llegar de pasar la noche en la ciudad. El corazón le dio un salto en el pecho. Supuso que era porque lo veía tan hermoso como un ángel vengador. Porque había sido su primer amor. Y, añadió su voz cínica, porque no podía tenerlo para si mismo.

Se enderezó lentamente, ajustándose el cinturón del salto de cama al hacerlo.

—Milord Styles ¿qué te trae a mi guarida de vicios?

—He cenado con tu madre. —Dejó un libro en su tocador—. Me ha dado este libro para ti.

Niall apenas miró el libro.

—Seguramente eso puede esperar hasta mañana.

Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba, recordándole la manera en que solía sonreírle en aquellos días antediluvianos. Le gastaba bromas por sonreír demasiado, por no tener los labios delgados y el semblante glacial, pese a todo su aristocrático linaje.

—Supongo que puede esperar —dijo—, pero como de todos modos me dirigía aquí...

Dadas todas sus protestas de aversión y antipatía, él apenas podía creerse lo que oía.

—Pensaba que no soportabas acostarte conmigo.

—Me pregunté quién era yo para ser un obstáculo en tu futura y esplendorosa felicidad.

Debería sentirse aliviado. Debería estar dando saltos y volteretas de alegría, él, que lo había estado empujando desde el primer día. Sin embargo, de repente, lo asaltó una mezcla de pesar y pánico. No podía aceptarlo. No podía soportar que él lo tocara esa noche. Tuvo que esforzarse por no retroceder y poner una distancia mayor entre los dos.

—Me sorprende que no te hayan salido forúnculos solo de pensarlo.

—Tengo un cubo para vomitar preparado en mi habitación —replicó él—. Me disculparás si me voy corriendo después. Bien, ¿vamos a ello?

Acuerdos Privados [narry] adaptadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora