Capítulo 3. ¿Desilusión?

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No era capaz de abrir la puerta de la habitación de su difunta madre, era algo que deseaba hacer, quería recordarla, oler su ropa, pero no estaba preparada, así que decidió hacerlo en otro momento y bajar al salón. Allí estaba Daniel hablando por teléfono. Ella caminó despacio para no interrumpirlo en dirección a la cocina, pero algo en la conversación le llamó la atención y se acerco de forma disimulada para intentar averiguar con quién estaba hablando el joven.

Lo observó desde el premarco de la puerta, era un joven alto, musculoso, de espalda ancha, brazos fornidos, piel bronceada, ojos claros... Apartó la mirada de él cuando se dio cuenta que este la estaba mirando, la había pillado dándole un buen repaso. 

—Luego te llamo, nena. Vale. No. No. Sí, mañana a las seis te recojo. Adiós, te quiero.

Carolina se quedó descolocada. No pensaba que Daniel tuviese pareja. Este al colgar se giró y se acercó a ella al verla con la mirada perdida en el suelo.

—¿Llevas mucho tiempo ahí?

—Sí, quiero decir, no.-empezó a tartamudear. —Acabo de entrar, pero no quería interrumpir tu llamada.

—Ah, bueno. Por cierto, ¿quieres venir a mi casa a comer? Aquí aún no tienes comida y tendrás que hacer una buena compra. Además hay mucho que limpiar.-sugirió con una pequeña sonrisa.

—No te preocupes, tendrás cosas que hacer. Me acercaré a la cantina a comer algo.

—No seas tonta, hoy no tengo nada que hacer y me apetece comer contigo.

—¿Tienes pareja?-fue directa al grano tras darle mil vueltas en su cabeza.

Aquello pilló por sorpresa a Daniel y a cualquiera en su situación, por lo que no pudo evitar reírse y negar con la cabeza.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Por nada.-negó ella aún pensando en aquella conversación que había oído.

—No tengo pareja, Carolina.-le aseguró aún sin poder dejar de reír.

Aunque ella no terminó de creerlo, se giro hacia la cocina en busca de su bolso y él la siguió intentando controlar su risa.

—¿Estás bien?-preguntó él a su espalda al verla tan extraña de repente.

—Sí.-le respondió no muy segura.

—Iremos a la cantina a comer.-sentenció él animado.

—Vale.-se resignó.

Dejó las maletas en su habitación. Abrió una de ellas y sacó unos vaqueros, una blusa rosa y unas zapatillas de deporte blancas. Se recogió el pelo en una coleta y se desmaquilló un poco, dejando solo un poco de rímel en sus ojos. Bajó y salió al porche donde la esperaba Daniel hambriento.

 —¡Guau! Como cambias con tan sólo dos prendas.-se sorprendió. —Así eres más tú.-sonrió.

—Estoy más cómoda.

—Más natural y más guapa. Tanta pintura os estropea la piel.

Ambos empezaron a reír.

—El pueblo te va a convertir en un abuelo.

Daniel hizo caso omiso a su comentario y se colocó frente a ella. Sorprendida por la poca distancia que los separaba, era incapaz de mirarlo a los ojos, dio un paso hacia atrás. Él se acercó rápidamente a ella y la agarró por sus piernas cargándola ágilmente en su hombro, como si de un saco de papas se tratase. Ella era delgada y más bajita que él, por tanto pesaba poco. 

Echó a correr hacia el prado con ella al hombro y no podían dejar de reír. No estaba asustada porque confiaba en él, gritaba eufórica de emoción, porque hacía mucho tiempo que no se reía así y que lo pasaba realmente bien. Al llegar a la cima de una de las montañas, la soltó con delicadeza en la hierba. Luego recuperó su aliento y se extendió a su lado.

—Echaba de menos estos momentos contigo.-le susurró.

—Yo también.-contestó ella con el cuerpo totalmente erizado.

—Nadie ha podido ocupar el vacío que dejaste en mí cuando te fuiste.

—¿Nadie?-se sorprendió de nuevo.

—No tengo ganas de hablar del tema, pero lo he pasado mal, pensaba que ya no volverías.

—Ya, bueno. He vuelto.

—¡Tengo hambre! ¡Vámonos!-dijo levantándose y echando a andar de nuevo hacia el prado.

Carolina se levantó rápidamente y corrió tras él, de un salto logró subirse a sus hombros.

—¡Oye!-exclamó riendo.

—¿Quieres que me baje?-preguntó ella sabiendo su respuesta.

—No, no pesas. Estás bien así.-dijo agarrando sus piernas que colgaban a cada lado de su cintura.

Llegaron así hasta la camioneta de Daniel, hasta entonces no la dejó bajar de su espalda.

—¿Y esta camioneta?-preguntó ella fascinada.

—Me la regaló mi padre el verano pasado. ¿Bonita, verdad?

—Sí, es preciosa.

—Pues, móntate, ¡vamos a comer, que me muero de hambre!-exclamó abriendo la puerta de esta.


Me encantaría sonreírte todos los días de mi vida. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora