Al llegar a la cantina, en la puerta estaba Sebastián, un hombre mayor que se pasaba desde las doce de la mañana hasta las siete de la tarde en la puerta de la cantina bebiendo y fumando sin parar, no era un hombre malo, todo lo contrario, trataba genial a todo el mundo, pero desde que su mujer murió no tenía otra cosa qué hacer que desahogar sus penas en alcohol.
—Buenos días, Sebastián.-lo saludó Daniel como de costumbre.
—Buenos días, hijo. ¿Qué tal tu madre?-le devolvió el saludo el hombre con mucho respeto.
—Bien, está bien.
Sebastián se negaba a ponerse gafas, pero estaba claro que las necesitaba porque no veía nada, pero sabía reconocer a las personas al lejos. Era como un don especial, quizás fuese por el olor.
—¿Vienes con Carolina?-le preguntó intentando forzar su vista para poder verla.
—¿Cómo me has reconocido después de tanto tiempo?-se sorprendió ella.
—¡Hija, santo Dios! Menos mal que has vuelto, no podía morirme sin abrazarte por última vez. Siempre has sido la alegría del pueblo.-dijo abrazándola con cariño.
—No seas exagerado, Sebastián. Con lo fea que es.-bromeó Daniel haciendo burlas a su espalda.
—¿Fea? Creo que el que va a tener que ponerse gafas eres tú, jovencito.
Los tres estallaron en carcajadas y estuvieron un buen rato hablando sobre el pueblo y la gente que lo habitaba, hasta que decidieron entrar a la cantina para comer y Sebastián se quedó allí de nuevo sentado, pero esta vez mucho más alegre que de costumbre. Le había hecho mucha ilusión verla de nuevo de verdad, además a Sebastián se le veía más contento.
La cantina tenía quince mesas en total, en una de ellas siempre estaba Francisca, una mujer con algo de sobrepeso comiendo potajes de habichuelas cada medio día. En otras había familias que iban de visita al pueblo. Paulo y Narcisa, un matrimonio mayor que siempre iban allí a comer y pasar el día con los vecinos del pueblo. En otra de las mesas, estaba Remedios, la anciana más mayor del pueblo con noventa y siete años, todo el mundo la ayudaba, la respetaba y los domingos por la noche todos se reunían en la plaza del pueblo para escuchar sus historias, anécdotas y refranes que ella contaba y recordaba con cariño.
Saludaron a todos los vecinos y todos la recordaban con cariño. Carolina se sentía de nuevo en casa, al ver que nadie la había olvidado y que todos la recibían de las mejores maneras. Se sentaron a comer en una de las mesas al fondo con una gran sonrisa en sus rostros.
—¿Carolina?-se sorprendió Juana, la camarera.
—¡Juana!-se levantó para darle dos besos en las mejillas.
—¿Dónde has estado metida?
—En Sallen.
—¿Y tu hermana?
—Allí se ha tenido que quedar, hasta que no le den las vacaciones.-respondió un poco apenada.
—¡Qué ganas tengo de teneros otra vez por aquí! Y que vengáis aquí a comeros los potajes de la tata Juana y esos pucheros que tanto os gustan.
—Vendremos, vendremos.-sonrió.
—Muy bien, eso espero. ¿Y qué queréis de comer?-preguntó sacando su libreta del bolsillo del delantal para apuntar el pedido.
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Me encantaría sonreírte todos los días de mi vida.
Roman d'amourCarolina a un mes de cumplir la mayoría de edad, cansada de la ciudad en la que llevaba cinco años viviendo desde que su madre murió, decide viajar a sus añoradas montañas en las que se había criado junto a su madre y su hermana Verónica. Al volver...