No tenía ni idea de qué me había despertado. Lo único que sabía es que mi corazón latía a mil por hora, tenía la respiración agitada y sudaba a mares. No recordaba que podría haber soñado para dejarme así, se lo achaqué a que apenas llevaba seis días en un lugar extraño y extrañaba mi hogar. Solo sabía que quería y a la vez no quería volver a dormir.
Los párpados se me cerraban de cansancio, pero cualquiera que hubiera sido la razón de mi despertar seguía ahí. Intranquilizándome.
Mrs Jingles que desde mi llegada dormía en la vieja alfombra frente a mi cama se había despertado conmigo y lamía sus pequeñas patas sin apartar la mirada de mi. Reacomodé la almohada, me tapé bien con la sábana y me giré de costado cerrando los ojos. Preparada para dormir.
Pero el sueño no venía. Se escubillía de mis manos como el agua. Volví a girarme esta vez boca arriba mirando el techo. Este traqueteaba por el frío clima de la madrugada. Encendí la pantalla de mi celular. Eran las 2 y 30 de la madrugada. Las tres rayitas que usualmente marcaban la señal habían sido cambiadas por una cruz permanente. Rezongué, apagué el teléfono y me acomodé nuevamente.
Mis oídos captaron un leve sonido. El crujir de las escaleras. La tía Petronilla debía estar despierta como siempre para su limpieza. Quizás si iba a verla podría prepararme un té o darme un vaso de leche, algo que me calmara lo suficiente para ir a dormir.
Me bajé de la cama agradeciendo a mamá por haber añadido las pantuflas de conejo a la maleta, estas eran sumamente calentitas y me dirigí a la puerta. Mrs Jingles solo se quedó ahí acostada mirándome. Bajé lentamente las escaleras tratando de no hacer ruido. Al llegar al salón pude escuchar el sonido de la llave de agua de la cocina abierta y el de los platos cuando se lavaban. Caminé en esa dirección.
— Tía Petronilla. — grité en un susurro. La llave fue cerrada, cerrada con rapidez y el sonido de los platos cesó. Me acerqué con premura y no pude creer lo que vi.
Vacía. La cocina estaba completamente vacía. Un grupo de platos, cubiertos y vasos limpios se agrupaban en la encimera, pero había otros, que todavía sucios, se mantenían en el lavavajillas.
La tía Petronilla no estaba por allí. Busqué por todas las habitaciones del primer piso: el cuarto de baño para invitados, el comedor, el salón... Pero todo se encontraba increíblemente tranquilo y silencioso. Ni rastro de quién podría haber estado en la cocina limpiando los platos.
Eso sonaba tan mal de solo pensarlo. Tan inverosímil. Las ventanas y las puertas también se hallaban cerradas. Lo próximo era ver si la tía Nilla se encontraba donde debía: en su cuarto. Si no era así quizás todo tenía explicación. Podría haber estado lavando los platos y salir afuera un momento. ¿Con la puerta cerrada por dentro? No, eso sería imposible. Quizás empezó a lavar los platos antes de dormir y no pudo continuar por el cansancio y yo solo escuché esos ruidos porque todavía estaba algo adormilada por el sueño. También imposible, ella y yo nos habíamos acostado a la misma hora después de haber jugado nuestra undécima partida de póker.
Volví al salón para encontrarme a Mrs Jingles relamiéndose mirando el cuenco con leche que todas las noches mi tía colocaba frente a la chimenea. Me agaché y lo cogí.
— Vamos Mrs Jingles. Tomátela. — dije, pero cuando me acerqué a colocar el cuenco frente a la gata esta siseó enseñando sus muy afilados dientes y se escondió bajo el sofá.
— ¿No lo quieres? — le pregunté a la gata que volvió a sisear. Su mirada llena de miedo fija en un punto a mi derecha.
Me volteé buscando lo que miraba, pero no vi nada, solo una vieja lámpara.
— Está bien. Ya entendí que no lo quieres. — recoloqué el cuenco en el suelo. — Subamos Mrs Jingles. Ya es hora de estar acostadas.
Un poco temblorosa la gata salió de su escondite y me siguió trotando detrás de mí en dirección a la escalera. Cuando llegué al segundo piso miré la puerta semiabierta de la tía Nilla y caminé hacia ella en puntilla de pies. Me asomé por la pequeña apertura.
Allí estaba mi anciana tía, durmiendo profundamente, un suave ronquido escapaba de su boca. Mientras volvía a mi habitación había mil preguntas y posibilidades corriendo por mi mente.
Podría haber imaginado lo que oí, después de todo acababa de despertar y todavía era posible que no lo hubiera hecho del todo, pensé cuando se me escapó un bostezo. Me acosté en la cama y me tapé con la sábana. Lo que de ninguna manera podría haber imaginado eran las vasijas limpias que se encontraban en la encimera. Quizás era verdad que la casa estaba encantada. Bueno... Ya habría más tiempo para pensar en ello.
Mañana por ejemplo. Lo único que se me ocurría era preguntarle a la tía Petronilla y eso podía esperar un poco más.
Cerré los ojos y me dormí enseguida.
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Eden Dering y el niño cambiado
FantasyEden Dering tiene catorce años, dos hermanos menores a los que de vez en cuando quisiera matar, una alergia fingida al orden y una tía abuela excéntrica a la que no veía desde que tenía 2 años y con la cual pasaría sus vacaciones en un pueblo perdid...