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El día había comenzado. Las calles parecían silenciosas a las seis de la mañana, y claro que sí, en un domingo mucho no podía hacerse.
Saliste de bañarte con mucha lentitud, sin querer tener que trabajar un día como aquél. Y con la humedad de Nueva York, el calor había subido considerablemente; lo que te había obligado a bañarte urgentemente para no morir en tu propio sudor.
Eso, y que te habían cortado el gas la noche anterior. Así que un estómago rugiente y el agua fría no te hacían mucha gracia un domingo a las seis de la mañana.
Pero ahora trabajabas para el gran “David Bowie”. Ni tú entendías por qué. El muchacho, de cuarenta años, simplemente necesitaba una corista para su nuevo álbum, y habías quedado adentro después de trabajar para los Rolling Stones un tiempo, y hacerte muy conocida en la industria.
Si bien eras una vocalista y corista muy conocida entre los músicos, la verdad era que tu mejor trabajo eran las novelas y artículos de periódico. Tenías algunas novelas publicadas anónimamente y las ganancias hacían que subsistieras de forma casi perfecta. Preferías que fueran los grandes artistas los que te conocieran, y no tanto el resto de la gente. Mantener tu anonimato y vida tranquila, a estar lidiando con una fama que sentías no era lo que buscabas, era tu forma de trabajar.
En fin. Suspiraste, viendo el reloj y sabiendo que el idiota de David Bowie, mejor conocido como David Robert Jones, te llamaría en media hora, como había prometido por texto la noche anterior.
Decidiste dejar esos pensamientos de lado, sin ganas de tener que ensayar e ir a grabar ese día que se supone, debías pasarlo en familia. Tu madre estaría en extremo irritante si llegabas a cruzar palabra con ella, en lo que quedaba del día. ¡Y cómo no! Si la tía Delia cocinaba una exquisita salsa italiana, con los exquisitos fideos de cada maldito fin de semana.
De solo pensar en pasta, se te había ido el hambre.
Una vez lista, arreglada y acicalada, pasaste a abrir la heladera para ver si al menos el dulce que habías comprado estaba en buen estado. Encontraste galletitas de arroz, y decidiste que antes de morir de hambre en el ensayo, preferías comer algo que te hiciera no quedarte sin aire al cantar porque la presión se te hubiere bajado.
Como se dispuso y predijo, el sonido inconfundible del teléfono fijo te distrajo de tu muy pobre desayuno. Ante el susto, corriste como se pudo al otro lado de la habitación para tomarlo, deseando que fuera algo importante; como un totalmente inesperado llamado de un pariente lejano conde o vizconde de algún lugar alejado del mundo, dejándole toda su herencia y títulos nobiliarios convirtiéndote en millonaria.
Lo que por supuesto, no pasó.
—¿Diga? —sacudiste tu frente, esperando una respuesta.
—¿Hola, Laureen? —una voz muy conocida, con acento inglés contestó del otro lado.