Vámonos de aquí

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Anna miraba por la ventada de su diminuto apartamento en el centro de Berlín. El cielo estaba gris, como de costumbre, y miles de gotas recorrían su ventana como si de una carrera entre ellas se tratase.

Llevaba meses con ansiedad. Se había cogido una excedencia de su trabajo, el cual ella pensaba que era la causa de esa ansiedad y de ese estrés, ya que ser jefa de redacción del periódico más leído de Alemania no era un trabajo tranquilo.

Pero ese día, mirando al exterior, se dio cuenta de que no era el trabajo la causa de esa ansiedad, si no que era Berlín. La ciudad la había consumido hasta tal extremo que le costaba respirar.

Observó la calle, llena de personas, que desde el apartamento de Anna, parecían hormigas yendo de un lado a otro sin descanso ninguno. Miles y miles de hormigas sin rostro bajo sus paraguas. Era inexplicable que no se chocaran las unas con las otras. Todos con prisa, todos con un destino al que tenían que llegar en un tiempo determinado: al trabajo, a recoger a los niños, a comprar, a cenar con su pareja, al gimnasio... Pero Anna estaba segura de que nadie, nadie, de los que caminaban por esas calles había salido a pasear solo por gusto, por disfrutar del aire fresco y de los encantos de la ciudad.

Aunque si miraba hacia arriba, la cosa tampoco cambiaba mucho. Ya no habían personas con prisa, pero centenares de rascacielos se alzaban alrededor del edificio, impidiéndole la vista al cielo, o a lo que había más allá.

Anna se sentía atrapada. Su respiración comenzó a ser cada vez más rápida, sus pulsaciones se dispararon y su visión se tornó borrosa.

Entonces decidió hacer uno de los ejercicios que su psicóloga le había enseñado para cuando tuviera un ataque de ansiedad. Debías cerrar los ojos e imaginarte en el lugar que desearías estar hasta que te sintieras más tranquila, y tu respiración y pulso se acompasaran.

Anna cerró los ojos e imaginó estar en su lugar favorito del mundo, la playa. Acostada en la toalla, el sol calentado cada centímetro de su piel, sus pies deslizándose entre los granos de arena ardiendo, oyendo el sonido de las olas rompiendo contra la orilla una y otra vez, las risas de algunos niños que están jugando unos metros más alejados y el graznido de las gaviotas, se sintió en el paraíso.

Pero ese paraíso duró poco cuando el sonido de un claxon la sacó de su ensueño y la hizo volver a la triste realidad. La periodista no recordaba cuando fue la última vez que durmió toda una noche seguida, sin que nada la despertara. Siempre era despertada por una bocina, el sonido de un coche de policía, las fiestas que organizaba algún vecino o los gritos de la gente que se concentraba en el bar de la esquina.

Inconscientemente se levantó del alféizar de un salto y se dijo a sí misma:

- Necesito salir de aquí.

En ese mismo instante, se oyeron unas llaves introduciéndose por la cerradura de la puerta del apartamento, y Anna salió disparada hacia la entrada para recibir a su novio.

- León.- Dijo ella antes de que el susodicho tuviera la más mínima oportunidad para hablar.

- Cielo, ¿qué ha pasado?. Estás llorando. - El rostro del joven arquitecto reflejaba preocupación.

- ¿Llorando? - Anna se miró en el espejo, y efectivamente, lágrimas corrían por su cara como las gotas de lluvia lo habían hecho por la ventana minutos antes, y no tenía ni idea cuanto tiempo llevaba así.

León cerró la puerta y abrazó a su novia.

- ¿Qué ocurre? - Insistió el chico al no haber obtenido ninguna respuesta.

- Necesito salir de aquí. No es el periódico, es Berlín lo que me está consumiendo. Y no solo a mí. Lo puedo ver en tus ojos también, aunque seas más fuerte que yo. ¿O estoy loca? ¿Estoy empezado a alucinar? - Anna se rompió, y en ese momento si que era consciente de las lágrimas.

- No. No estás loca. Pero ven, vamos a sentarnos al sofá.

Y ambos, aún abrazados, caminaron hasta la sala y se sentaron en el sofá.

- Yo también necesito salir de aquí. - Dijo León una vez su novia se había calmado.

- Menos mal.

- De hecho, mañana te iba a dar una sorpresa. Llevo semanas preparándolo y creo que nos va a venir muy bien a los dos. - Confesó el chico con una tierna sonrisa, mientras encerraba las manos de Anna con las suyas.

- ¿De que estás hablando?

- Mañana a las 10. Tú y yo. Aeropuerto.

- ¿Aeropuerto? ¿Dónde vamos? No estoy entendiendo nada. - Las cejas de Anna se habían arrugado, mostrando su falta de comprensión.

Entonces León se separó de ella, buscó en su mochila y sacó un sobre.

- Ábrelo. - Le ordenó cariñosamente.

- ¿Berlín - Estocolmo?

- ¿Te acuerdas de ese viaje a Suecia del que tanto hemos hablado?

- Sí, pero, ¿y tu trabajo?

- He cogido vacaciones.

- ¿Esto es de verdad? - Anna casi se queda sin respiración.

- Tan cierto cómo que te quiero y eres lo más bonito que me ha pasado en la vida.

Anna saltó a los brazos de su novio, dándole tantos besos como gente había visto un rato antes caminando por la calle.

- Vámonos de aquí. - Dijo él cuando pudo recuperar algo de oxígeno.

- Vámonos. - Le siguió su novia con una sonrisa en el rostro. Una sonrisa de suma felicidad que hacía meses de la qué no se veía ni rastro.

Al día siguiente partieron a Suecia, sin saber que la siguiente vez que pisaran Berlín sería para empacar sus cosas y empezar una nueva vida en un tranquilo pueblo costero del país escandinavo. Sin prisas, sin acúmulos de gente, sin rascacielos. Sólo ellos dos en una casita con vistas al mar, respirando aire fresco y, por fin, disfrutando de las pequeñas cosas de la vida.

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