A la mañana siguiente, los niños humanos me despertaron. Estaban especialmente entusiastas conmigo. Me pusieron la comida nada mas despertarme, me la comí mientras ellos se comían la suya, se pusieron otra ropa y se acercaron a mi con dos cachivaches, uno que pusieron alrededor de mi cuello y que no me gustaba nada porque me apretaba un poco y una cuerda que ataron a lo que me habían puesto en el cuello. Me encantaba perseguir esa cuerda, pero a ellos parecía que no les gustaba que yo quisiese morderla, asique me saban golpes en el morro para que parase. Cuando me di cuenta de que esa cuerda servía para que tirasen de mi, el cuento cambió, ya no me gustaba. A partir de ahí intentaba morder la cuerda para que me la quitasen, pero no hubo manera de que entendiesen que no quería que tirasen de mi con una cuerda, y lo único que conseguí fue llevarme más golpes en el morro.
Pasado el momento inicial de sentirme atado y quererme quitar la cuerda del cuello, vi como los niños abrían la puerta de la casa y tiraban de mi para que saliese con ellos. Yo no quería salir, me daba mucho miedo, porque no sabía que me podía encontrar. Con lo que me costó al principio salir de la cocina y ahora querían que saliese de la casa así, como si nada, tan tranquilo. Tuvieron que tirar mucho de mi, y yo tuve que ir porque me hacían daño en el cuello y me daban en el culo si no obedecía.
Cuando se me fue pasando el miedo, me fui fijando en las maravillas que me rodeaban. Había árboles, plantas, un lago... Y más perros. Esto me colmó de alegría y me hizo darme cuenta de que, si ellos estaban ahí tan felices, tranquilos y contentos, ¿por qué tenía que estar yo nervioso? Ver a otros perros me relajó al instante. Incluso me olvidé del dolor que la cuerda y el collar me producían en la garganta y empecé a tirar hacia ellos. Yo era pequeño aún, pesaría unos diez o quince kilillos, lo normal para un labrador de dos meses, pero aun así tenía ya mucha mas fuerza que los niños, que no tuvieron forma de evitar que fuese a relacionarme y hacer amigos.
La calle era un mundo nuevo: miles de olores, colores, sonidos, sabores y sensaciones nuevas se me aparecian a cada minuto. Muchos amigos y lugares por conocer. Muchos rincones que olisquear. Y yo atado con una cuerda. Quería rebelarme, soltarme, pero algo en mi interior me decía que me regañarían y me pegarían si lo hacía, asique no me quedó más remedio que contenerme.
Seguimos con el paseo y llegamos a un sitio plagado de niños humanos. Mario fue corriendo hacia ellos y Paula se quedó atando la correa que me impedía echar a correr, libre, a un árbol. Tras varios intentos, consiguió atar la cuerda al árbol y se unió a Mario, dejándome solo. Durante lo que me pareció una eternidad, Paula y Mario estuvieron corriendo y jugando con los otros niños humanos, sin acordarse de mi. Cuando por fin se aburrieron, vinieron hacia mi, soltaron la correa del árbol y echaron a andar en la misma dirección por la que habíamos venido, de vuelta a casa. Cuando quedaba poco para llegar, nos cruzamos con un perro. Era un macho adulto, un husky con muy mala leche. Se acercó a mi, y cuando le quedaba poquito para estar a mi lado, me gruñó, me ladró cosas poco bonitas y empezó a tirar de su dueño, que a duras penas podía sujetarle, hacia mi, con la clara intención de atacarme y hacerme daño. Yo me asusté mucho, pero Paula y Mario aún más. Aproveché que noté que el agarre de Paula a la correa se aflojaba, porque estaba menos tensa (aunque parezca que no, los perros notamos esas cosas) para pegar un tirón y echar a correr. Corrí todo lo que pude para alejarme de el husky, mientras escuchaba a mi espalda a mis dueños gritando mi nombre y corriendo hacia mi, sin llegar nunca a alcanzarme, pues eran muy lentos en comparación conmigo. En mi desesperada huida me despisté mucho. No sabía donde estaba, y eso que apenas había corrido, asique me paré en seco y agucé el oído para intentar escuchar a los niños e ir hacia donde estuviesen, siempre y cuando ese husky estuviese bien lejos. Pero lo que escuché fue un sonido muy diferente a sus voces: era un chirrido agudísimo y bastante desagradable. Cuando me giré hacia la dirección del ruido para ver que lo provocaba, vi un armatoste de metal demasiado cerca de mi, parado, con una humana dentro que parecía nerviosa, como si yo la asustase. Con el tiempo he aprendido que ese día estuve cerca de morir atropellado, pero con tres meses de edad (y más siendo la primera vez que pisaba la calle) no era consciente del peligro.
Por fin escuché las voces de mis niños. Fui corriendo hacia ellos, a la vez que escuchaba como el armatoste metálico se alejaba. Ellos me regañaron, me pegaron y me castigaron. El trayecto hasta casa tuve que ir pegado a sus piernas sin pararme ni un segundo. Mario estaba nervioso y lloraba. Yo quería alegrarle, pero Paula me daba con la cuerda cada vez que me separaba de ella, por poco que fuera. Al fin y al cabo, estaba castigado por huir de esa manera.
Cuando llegamos a casa, me pusieron la comida, me hicieron tumbarme en la cama y me encerraron en la cocina, continuando con el castigo.
ESTÁS LEYENDO
No me dejes solo
Ficción GeneralHistoria sobre un perro adorable al que sus dueños abandonan. A partir de ahí, tiene que buscarse la vida solo... Y buscarse la vida solo nunca es fácil.