Capítulo 1

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I

Si tuviese que atribuirle a algo en concreto, lo que me está sucediendo en la cabeza desde hace algunas semanas, probablemente elegiría como culpable a la maldita cuarentena. Tanto tiempo libre me obligan a pensar en estupideces. O quizás mi mujer tiene razón. Me está agarrando el viejazo. En mi cabeza aparecen cada vez más canas, y mi cuerpo ya no reacciona con la agilidad de antes.

No es que siempre haya sido un deportista, ni mucho menos. Pero no suelo extralimitarme con la comida, ni tampoco con el alcohol. No fumo, y sólo tomo refrescos muy de vez en cuando. Sin embargo, como dicen, los años no vienen solos. Cuando tengo que realizar alguna tarea pesada en casa, mi cuerpo se agota enseguida. Hasta hace unos meses mi barriga había aumentado, casi sin que me diera cuenta, hasta el punto en que mis camisas y remeras comenzaban a sentirse incómodas. A esto último pude revertirlo, ya que salía a trotar dos o tres veces por semana. Pero los otros signos de vejez se mantienen ahí, implacables.

Durante un tiempo pude calmar a mis demonios internos. Incluso por momentos me convencía de que no existían. Esas criaturas perversas que te susurran al oído, y te instan a actuar por instinto, antes que con la cabeza, parecían haber desaparecido.

Pero ahora me doy cuenta de que había pecado de optimista.

Mi nombre es Ezequiel, tengo cuarenta y dos años, y decidí contar esta historia, a pesar de que, por el momento, la mayor parte de ella sólo sucede en mi imaginación. Iré largando algunas páginas cada semana, relatándoles los avances de esta trama incierta. Quizá publicar esta historia sirva de catarsis, y me impida hacer alguna idiotez que tire por la borda ocho años de matrimonio.

Toda historia tiene un comienzo, y digamos que la de esta en particular fue el viernes a la noche. Yo ya estaba en la cama, a punto de dormir. Mi mujer estaba en el hospital, trabajando. Como es médica, la cuarentena no corre para ella. Yo, en cambio, al ser un electricista cuentapropista, vi mi trabajo reducido a la nada debido a la cuarentena. Me dio sed, así que bajé a tomar un vaso de agua.

En el living estaba Lelu, desparramada sobre el sofá, sacándose una selfie.

Luciana, o como le decimos nosotros, Lelu, es la hija de Carmen, mi mujer. Es decir, es mi hijastra —Ya se dan cuenta de por dónde viene la cosa, ¿cierto?

Si yo estaba sufriendo un deterioro físico irreparable, Lelu había experimentado un cambio drástico en su fisionomía, pero en sentido inverso al mío.

Desde que me Junté con Carmen, a los tiernos diez años de Lelu, y hasta hace poco más de medio año, ella era una linda y regordeta niña. Su piel blanca, expresivos ojos marrones, y pelo castaño larguísimo y brilloso, la hacían resaltar por sobre las demás chicas de su edad. Sin embargo, su sobrepeso le impedía sentirse segura de sí misma, y le había costado el rechazo y el acoso por parte de muchos de sus compañeros.

Pero en su último año de escuela empezó su metamorfosis, casi imperceptible si se la observaba día a día. Su prominente panza, de a poco, se fue achatando. Sus tiernos cachetes, que tanto me gustaban pellizcar cuando aún era una niña, se fueron desinflando. Sus pechos, antes opacados por tanta grasa que le sobraba, ahora eran imponentes. Sus piernas se tornearon. Sus nalgas habían conservado algo de su gordura. Eran grandes y redondas, pero ahora contaban con una firmeza rayana a la perfección.

—¿No podés dormir? —Me preguntó, cambiando de perfil para sacarse otra foto.

Su cambio físico vino acompañado de una seguridad y una vanidad antes inexistentes. Si bien aún conservaba algo del pudor de la chica poco agraciada que solía ser, de a poquito se iba desinhibiendo. Ahora su guardarropa estaba lleno de prendas diminutas y ajustadas.

La vi crecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora