Capítulo ocho

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–Aún no lo entiendo... –digo y resoplo, recordando que debe de ser la cuarta vez que mi hermano y mi madre intentan explicarme la misma historia.

Hace ya media hora que los platos están vacíos. Mi tripa está contenta porque la comida de mamá era más que deliciosa. Con razón las patatas asadas y la carne a la plancha eran mi comida favorita si mi madre cocinaba tan bien. Sin duda, West aprendió de ella.

–¿Cuántas veces tendré que repetirlo? –replica mi hermano desesperado.

–Hasta que me entere de algo –le respondo, serena pero directa. Creo que lo ha captado.

Mi madre contempla la escena sin inmutarse. No ha hablado mucho durante la comida, de vez en cuando ha hecho alguna puntualización en la explicación de West, pero no mucho.

–Bien –se peina el pelo con las manos y dirige sus ojos haca los míos–. Te llamas Brook Tuker.

–No estoy para puñeteras bromas West –replico y frunzo el ceño. No es hora de bromear.

–Es que de eso se trata. Eso es lo que tienes que entender. Que eres Brook Tuker, que tienes dieciséis años, te ha pasado lo que nunca nadie creía que viviría ya que tenemos un sistema de gobierno tan avanzado que parece imposible que lo derribaras..., y que tienes que empezar de cero –le falta aire ya que ha pronunciado esas palabras muy rápido–. No hay más.

Me quedo en silencio analizando cada una de las palabras que han salido de su boca. Y en mi cabeza empiezan a repicar las preguntas nuevamente.

–¿En qué se basa ese sistema de gobierno tan avanzado?

­–Secretismo –apoya los codos en la mesa, se frota las manos y me mira fijamente–. Nadie sabe nada. La gente no sabe cómo funcionan las cosas ni por qué son así. Y tampoco les importa, de esta manera no tienen que preocuparse por la política. ¿Todo son ventajas, verdad? –esta última frase la pronuncia con exagerado sarcasmo.

–¿Por qué esa gente llegó al poder? ¿Por qué nadie hace nada al respecto?

–La presidenta Dryn tenía un increíble don para influenciar en la gente. Así es como acabé yo trabajando para esos inútiles –mi cuerpo se relaja al oír las palabras de mi hermano. Al menos no es uno de ellos–. La gente está avisada, ¿no ves que hay cámaras por todos lados? Tienen miedo. Pero tú estás loca y nadie te pudo impedir hacerlo –una sonrisa se escapa de sus labios, y los míos también dibujan una. Sí debo de estar loca para hacer algo así.

–Pero, si Dryn está muerta, ¿quién es el presidente ahora?

–Nadie lo sabe. Nadie excepto los que trabajamos para él, obviamente. Después de lo que hiciste no se han atrevido a mostrar la cara del nuevo líder.

Me quedo pensando en sus palabras. ¿Significa eso que tienen miedo? Deberían.

–Ya es suficiente por hoy chicos –dice mamá en un tono más serio de lo que seguramente pretendía–. Iros a descansar.

No puedo decir que esté cansada, porque no he hecho nada en todo el día, pero el exceso de información y el mal estar con todo el asunto provocan que tenga unas ganas irremediables de irme a dormir.

–Mamá, mañana voy a salir. Quiero ir sola, voy a “explorar” todo esto –le digo con la esperanza de que no me ponga pegas.

Me mira preocupada y me acaricia la frente.

–Es peligroso...

–¿Sabes que no vas a impedírselo, verdad? –el comentario de West me saca una sonrisa y Lia resopla. Me mira a los ojos y me devuelve la sonrisa.

–Ve con cuidado.

Me levanto y le doy un beso en la mejilla. Ella me lo devuelve y cojo un par de platos de la mesa y los llevo a la cocina. Los dejo en la encimera y salgo. Lo que toca ahora... me asusta. Ahora no me puedo escapar. Sé que no soy una cobarde. Es sólo mi habitación.

Entro en el salón y observo los muebles a mi alrededor. Cierro los ojos y respiro. Cuanto más tarde en hacer esto más voy a sufrir. Vacilo antes de colocar mi mano sobre el pomo de la puerta y sin pestañear, giro la muñeca.

Una enorme habitación aparece ante mis ojos. Al fondo a la derecha hay una cama bastante grande con las sábanas azules y al lado hay una estantería llena de libros. En el extremo izquierdo hay un escritorio lleno de papeles y lápices. Justo a mi izquierda hay un armario gigantesco de color blanco. Las paredes pintadas de azul claro dan un aire relajado a la habitación y yo me tranquilizo. Me doy cuenta de que no he cruzado el marco de la puerta así que doy unos cuantos pasos y casi me tropiezo con la suave alfombra negra que ocupa gran parte del espacio vacío del centro de la habitación. Giro sobre mí misma para tener una perspectiva de la habitación. Es muy bonita. Mis ojos se paran en una foto situada al lado del escritorio. Está colgada en la pared, rodeada de un marco plateado precioso. Me acerco más y puedo apreciar a los protagonistas. A la derecha está mi madre, riendo con los ojos casi cerrados. A su lado, un West de unos ocho años le está sacando la lengua a la cámara, y aún más a la izquierda, estoy yo. Mi brazo rodea el cuello de West, una sonrisa muy amplia ocupa mi rostro y me doy cuenta de que tenía los dientes muy torcidos. “Ahora están bien”, pienso para mis adentros, refiriéndome a los dientes y me río. A mi lado está un hombre ni joven ni viejo, con el pelo alborotado y una postura descuidada, sonriendo. Me fijo en sus ojos y una punzada de dolor atraviesa mi cuerpo. Mi padre.

Me digo a mí misma que la lágrima traidora que está asomando por mi ojo derecho no va a salir. Pero no sirve para nada, porque en unos segundos ya estoy sollozando. Acaricio el cuerpo de mi padre plasmado en papel con mis dedos, como si eso fuera a acercarme más a él. Es una estupidez, pero no puedo evitarlo. ¿Es posible estar sintiendo la muerte de alguien a quién no recuerdo? Me doy cuenta de que lo que más siento no es que muriera, es no recordarlo. No tener un mísero recuerdo de la infancia que disfruté con él y con mi hermano.

Oigo pasos a mi espalda y me doy cuenta de que no he cerrado la puerta. Cuando quiero reaccionar me veo con la cabeza sobre el pecho de mi hermano. Sus brazos me rodean y no puedo evitar llorar más.

–No le recuerdo, West –me cuesta mucho hablar–. No...

–Lo sé, Brook –me corta, y no me importa porque no creo que hubiera podido completar la frase que estaba a punto de soltar–. Estaremos bien. Vamos a salir de esta. Confía en mí –respira hondo y yo imito su movimiento con dificultad–. Vamos, no eres una llorona.

No puedo evitar sonreír. El lado tierno de mi hermano se hacía más visible a medida que pasaban los segundos. Llevábamos minutos pegados, y de verdad le agradecía que no se hubiera movido. Necesitaba ese abrazo. Ya ninguna lágrima se resbala por mi mejilla y mi respiración vuelve a ser acompasada. Aun así, West no me suelta. Aparto un poco mi cabeza para poder mirarlo a los ojos. Los mismos ojos que mamá. La misma mirada profunda.

–Gracias por...

–Ni se te ocurra –me interrumpe intuyendo lo que iba a decir–. Tú también lo hubieras hecho por mí.

Sonrío y él me devuelve el gesto. Me besa en la mejilla, me da las buenas noches y se va de mi habitación, cerrando la puerta al salir.

Me dirijo al armario y abro todas sus puertas. ¿Es posible que tenga tanta ropa? Mis ojos se abren como platos al ver la cantidad de piezas de ropa que tengo delante. Veo cosas que no sé ni cómo ponérmelas. Abro cajones hasta que encuentro el que contiene el pijama. Me lo pongo y me miro al espejo situado justo enfrente de la cama. Se nota que he llorado. Me paso las manos por la cara y cierro las puertas del armario que había dejado abiertas. Miro por última vez la foto de mi familia antes de acostarme.

Me meto en la cama, me cubro con las sábanas y respiro hondo. No pasa mucho tiempo antes de que me duerma profundamente.

AISLADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora