Capítulo dos

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Sigue siendo verdad. Me he despertado dentro del armario. Se me ha dormido un brazo dada a la incómoda posición. Decido levantarme y salir de aquí. Estoy asustada, pero no puedo quedarme aquí para siempre. Confío en mi supuesta inteligencia más elevada que el resto de gente para salir de esta. Abro la puerta del armario y observo la habitación. No tiene ventanas. De repente, me giro y veo una cámara. El corazón me late a mil por hora. Me están vigilando. Intento mantener la calma y me dirijo a la puerta. La abro y chirría. No recuerdo que hiciese lo mismo cuando la abrió mi hermano. No hago caso y continúo. No sé cuánto tiempo he estado durmiendo, pero aún me duele el brazo. Lo intento mover pero siento pinchazos en el hombro. Me rindo y me concentro en encontrar la salida del edificio. No hay nadie. Camino por pasillos y abro puertas, pero sólo veo habitaciones vacías. Mi desesperación es tan grande que empiezo a correr. Creo que me voy a volver loca, hasta que encuentro las escaleras. Por un segundo dudo si debo bajar o subir, pero mi instinto rápidamente me indica que hacia abajo es la mejor dirección a la que puedo ir. Bajo los peldaños de dos en dos, y en varias ocasiones estoy a punto de resbalarme, pero continúo a este ritmo porque deseo con todas mis fuerzas salir de aquí. Por un momento pienso qué voy a hacer cuando salga. A dónde voy a ir. ¿Tengo algún sitio a dónde ir? ¿O solo me marcho por el impulso de ver qué está pasando a mi alrededor? Mi cabeza va a estallar. Puede que sea por mi capacidad de pensar tan rápido o de absorber tanta información. Creo que no lo sabré nunca. Ya he tenido esta sensación antes pero esta vez es diferente. Intento dejar la mente en blanco mientras continúo mi camino. Me pregunto a cuantos pisos de altura me encontraba. Sigo bajando.

Estoy cansada pero no me voy a rendir. Cuando, calculo, he bajado siete pisos, abro una puerta negra de metal que parece pesada, esperando que sea la buena. No hay escaleras para bajar más, y si esta no es la puerta que se supone que debo abrir, no tengo fuerzas para subir otra vez. Vacilo un momento antes de decidirme a girar el pomo y veo como me tiembla la mano. Respiro hondo y giro la muñeca. Mis ojos no pueden absorber toda la luz que desprende la habitación, ya que se habían acostumbrado a la oscuridad. Recordando que he bajado siete pisos de escaleras a una velocidad de vértigo y con solo una linterna y una luz de emergencia en cada piso, me mareo. Las piernas me fallan, pero no me voy a caer. Me agarro a la puerta, que he dejado abierta y recuerdo que aún no he avanzado hacia el interior de la habitación. Me decido a hacerlo y cierro la puerta detrás de mí. Parpadeo muchas veces y me pongo las manos delante de los ojos. Unos segundos más tarde, cuando mi vista se recupera, puedo ver una habitación pintada de blanco y con las paredes iluminadas. Hay tres puertas además de la negra por la que acabo de entrar. Las tres son idénticas y están casi de lado. Me preocupa pensar que debo escoger una. No debo equivocarme. Me siento con la espalda apoyada en la pared. Tengo que pensar. Puede que esté exagerando y que las tres puertas vayan a parar al mismo sitio. No quiero preocuparme demasiado, pero quiero estar segura.

De repente, me doy cuenta que la del medio es ligeramente más grande que las otras dos. Me levanto y me acerco. No lo pienso dos veces y la abro. Más luz. Pensaba que era imposible que algo desprendiera más claridad que aquella habitación, pero me equivoqué. Ahora percibo aún más luz que antes. Sólo hay una diferencia: esta proviene del sol. Estoy fuera. En la calle. 

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