Capítulo 38: Lo que esconde su mirada

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Para la mayoría de sus conocidos, vivir en un lugar tan apartado de la ciudad resultaba ser una gran desventaja. No solo porque viviera en completa soledad y rodeado de naturaleza, para llegar a la tienda de antigüedades a tiempo debía despertar muy temprano y conducir por más de cuarenta minutos, soportando el molesto trafico matutino.

Y aunque al principio el tambien creyó que era problemático luego de 30 años se acostumbró.

Su hogar era un pequeño pedazo de cielo que le provocaba paz y tranquilidad. Un lugar alejado del bullicio, los gritos, vecinos molestos y aire contaminado.

Algo que él y su difunta esposa siempre odiaron.

—Termine de revisarlos— Afirmo una voz a sus espaldas.

Los pensamientos acumulados en su mente se dispersaron rápidamente y dándole un sorbo a su te desvió la mirada hacia su amigo.

— ¿Y... cómo se encuentran?

—Bastante bien considerando que tres semanas atrás eran simples despojos humanos— Carlos no pudo evitar reír al notar la ironía en las palabras del médico. —El fémur está completamente sano así que acabo de quitarle el último yeso a Kiefer.

—Me alegra escuchar eso— Interrumpió Carlos sirviéndole un poco de té a su amigo, quien no dudó en aceptarlo. —Desde que fueron lastimados el malhumor de Kiefer empeoro— Carlos dijo lo último en un susurro temiendo que los brujos escucharan su conversación, algo que obviamente no pasaría considerando que se la pasaban encerrados en la habitación designada para Kiefer.

En realidad, si Carlos hacia recuento del total de horas que esos dos pasan juntos equivaldría a las 24 horas del dia. Desde que Yoloth fue castigada por reprobar algunas materias, Alai decidió cuidar el mismo de Kiefer; le preparaba deliciosos alimentos que el chiquillo devoraba gustoso, inclusive le daba de comer y lo ayudaba a ducharse. Algo que Carlos agradeció profundamente.

Parecía que de todos los que lo rodeaban, Alai era el único capaz de lidiar con su temperamento.

—Es momento de irme— Anuncio Eduardo, dejando la taza vacía en la pequeña mesa del centro.

— ¿Tan pronto?

Su amigo asintió y poniéndose de pie recogió su maletín.

—Estoy por preparar el desayuno. Podrías…

—Agradezco tu oferta pero debo rechazarla— Interrumpió Eduardo observando de reojo el reloj en su muñeca. —Mi turno comienza en menos de dos hora y apenas voy a llegar a tiempo.

Carlos asintió, entendiendo completamente las palabras de su viejo amigo. Si su memoria no falla el hospital en el que trabajaba Eduardo está ubicado en el centro de la ciudad, exactamente a una hora y media de viaje.

—Gracias por ayudar a estos chicos. Confió en que…

—No voy a decir nada— Detuvo su amigo. —No porque no pueda sino porque nadie me creería. Al contrario sería llevado al pabellón psiquiátrico si dijera que atendí a seres sobrenaturales, casi inmortales, que pese a estar con los huesos deshechos y heridos por todas partes necesitaron de tres míseras semanas para recuperarse.

El mismo Eduardo sonrió ante la ironía en sus palabras, contagiando a Carlos en el acto. La realidad es que si el gran doctor Eduardo, un hombre arraigado a la ciencia, no hubiera visto con sus propios ojos la rapidez con la que esos dos hombres se recuperaron jamás lo hubiera creído.

Un hueso roto necesitaba de meses para solidificar pero esos jóvenes necesitaron de tan solo semanas para que en sus cuerpos no quedaran evidencia de heridas o fracturas.

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