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«La tragedia es una herramienta que aporta sabiduría a los vivos, no una guía para vivir.» –Robert Kennedy.

»Rebecca Walsh«

Tenia ocho cuando leí un libro de la adolescencia. En ese entonces, yo estaba demasiado enfrascada en mi burbuja de privilegios como para saber que implicaba la adolescencia. El libro decía que trataba de crecer, desarrollarse; la adolescencia de las niñas, cuando pasaban a ser mayores, era cuando tenían su primera menstruación. Mi yo pequeña deseo ser grande.

Pero era mentira. El libro no explicaba que para las mujeres era distinto. Nosotras no crecemos cuando menstruamos, no dejamos de ser niñas cuando llega la pubertad y desde luego, nuestra ingenuidad de la niñez e infancia se van. Dejamos de ser niñas cuando un hombre mira el corto de nuestra falda, o cuando tú madre, tía, hermana, te dice que no juegues a correr con vestido en el parque, porque hay gente que te puede ver.

La adolescencia, la salida de la niñez, empieza cuando entendemos ese ver. Crecemos cuando tocan, comentan, miran, bromean. Cuando entendemos que nuestro cuerpo es algo más que sólo nuestro, que de algún modo triste, desagradable y crudo, nuestro cuerpo nunca será realmente nuestro. Porque siempre va a haber un él mirando, queriendo poseerlo. Y ya está implantado en la sociedad, que cuando las niñas crecemos, él tiene derecho a hacer lo que quiera; a hacernos crecer.

Así es la adolescencia de las mujeres. La menstruacion solo es el crecer de nuestro cuerpo, pero nuestra mente se desarrolla desde pequeñas, siendo vigila, viviendo traumas y no siendo dueñas de nuestro propio cuerpo.

Tenía ocho cuando leí la adolescencia en las mujeres y tenía nueve cuando entendí la verdadera adolescencia de las mujeres. Ambas dejan la infancia de distinta forma pero una destroza más.

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A veces envidiaba a mi mamá como si fuese una desconocida que la veía en la calle siendo deslumbrante, hermosa y ella: Tamara Dexter. Yo ansiaba tener la forma de ella para sonreír, para ir corriendo a la playa si tenía ganas y para organizar un desfile en una semana. Mi mamá no era mi ejemplo a seguir pero era quien yo quería ser por el simple hecho de que quería tener la facilidad de ser tan feliz sin intentarlo. La podías destrozar y aún así te iba a sonreír y buscar la forma de ser positiva.

Cuando cumplí trece me regaló un vestido hecho por ella. Era hermoso, de color azul, con brillos y telas cruzadas en todos lados; mi yo de niña a veces tenía un estilo de vestir extravagante y mi mamá estaba feliz de hacer cada prenda que mi cabeza se le ocurra, eran buenas y funcionaban. Pero yo estaba cruzando un mal momento, uno de los peores de mi vida, así que no usé el vestido nunca, lo dejé formando polvo, brillando por ser usado. No me sentía lo suficientemente especial, buena y yo como para usar ese vestido.

Ese vestido seguía en mi armario, junto con mis botas favoritas de niña. Me recordaban constantemente que mi yo de trece años, la que hubiese usado ese vestido, no existía más. De alguna forma, verlo me recordaba mi fracaso, el momento en el que descendí hasta el pozo en el que me encontraba, y me recordaba que, si volvía a mis trece años, mi vida se arruinaría de nuevo.

Yo sabía que mi mamá siempre quiso que vuelva, su pequeña hijita que amaba la moda.

En cuestiones generales, mamá era una de esas mujeres que te detenías a ver dos veces en la calle. Con sus cuarenta y tres años, cuatro hijos y una empresa famosa, mi mamá lucia tan perfecta como en sus treinta. Y la envidiaba, completamente.

El chico que lloró en las estrellas. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora