capitulo 17

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DARA

La curiosidad siempre fue más fuerte, se apropió de mí desde que era una niña.

Tenía siete años cuando nos topamos con una mujer sin casa, pidiendo dinero a una orilla de la calle, junto a sus dos niños, uno de ellos era un bebé. Recuerdo que abrí los ojos grandes, repletos de dudas y entonces, cuestioné a mamá: <<¿por qué Dios permite que sufran así?>>

Se enfureció. A pesar de creer fervientemente en que las mujeres no pueden enojarse. Siempre nos dijo que tenemos que contener la furia, que es de mal educación y poco femenino intervenir en discusiones.

Ese día le costó seguir sus propias palabras. Largó una catarata de explicaciones, dijo que esa mujer probablemente había cometido muchos pecados y que, por esa razón, acabó en la calle. Después, se acercó a la mujer, que abrió las manos creyendo que recibiría dinero. En su lugar, mi madre murmuró: <<El dinero no solucionará nada. Dios y la iglesia te esperan con las puertas abiertas>>. Le entregó una tarjeta y nos fuimos.

Más tarde, de adolescente, la curiosidad me llevó a ver películas a escondidas, esas de amor romántico que papá y mamá nos prohibían porque los personajes, en algún punto, tenían sexo. A los dieciocho me permitieron tener mi primer celular: pasé madrugadas enteras navegando en internet y al terminar, borraba el historial. Necesitaba saber cosas que mamá omitía. Descubrí cosas acerca de la sexualidad y el cuerpo, curioseé sobre otros estilos de vida, chicas de mi edad que cumplían sueños, viajaban, se permitían enamorarse y luego sufrían porque les rompían el corazón. El mundo que no conocía me pareció fascinante.

Ya con veinte años y a punto de casarme, la curiosidad me lleva a evadir un almuerzo familiar para subir emocionada al cuarto.

El cosquilleo que me produce saber que él está ahí es tan intenso que se vuelve intolerante, pero tan dulce que se convierte en adictivo. Una especie de adrenalina de la que quiero más, aun siendo consciente de los riesgos que corro.

—Ahora vuelvo —murmuro y me levanto, evitando la mirada de mis progenitores y también la de Tobías.

Subo a paso rápido las escaleras y abro la puerta de la habitación.

Kellen está recostado en la cama, con una bolsa de tamaño mediano entre las manos. Clava sus ojos en mí y sonríe, relajado.

—Al fin, Bambi. Te estabas tardando demasiado —pronuncia, despegándose del colchón.

—¿Todavía estás aquí? —indago.

Se supone que su trabajo acabó veinte minutos atrás.

—No. Soy producto de tu imaginación —se burla, divertido.

Tuvo la picardía de engañarnos a todos. Fingió retirarse, pero en realidad se escabulló en mi habitación como lo haría el intruso perfecto.

ImpurosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora