Siete

70 20 5
                                    

Siete: Adela

Porque soy una mujer mala, disfruto evocando todas las rupturas de mi amada Inés, en manos de Lourdes. Supongo que es mi naturaleza, y negarla como lo hace mamá me orillaría a una mutilación idéntica a la suya. Las intenciones tras el peine dorado que entonces escarmenaba sus cabellos al anochecer, siempre fueron poseedoras de una benevolencia malinterpretada, como aquella en la serpiente que tentó a Eva. Una vez probado el fruto, la sabiduría fue puesta a disposición del humano. ¿Es eso un crimen? ¿Quién lo dicta? ¿Dios? Por eso soy mala, porque cuestiono, a pesar de mi sensata inocencia.

Lourdes también lo era. La verdadera ponzoña, siempre la poseyó Trinidad. En mi posición de princesa malcriada, juzgo que el único pecado de la bella fue dejar al péndulo hacer de las suyas durante años, retrasando lo inevitable.

¿O era la tragedia su vía única? ¿Me encuentro ante una especie de hamartía?

Sé que su último intento por reivindicar a Inés fue sanguinario. Quiero decir, apuntar al centro de sus deseos y reflejo de su virtud, no pudo ser más que cruel y doloroso. Una daga directa al corazón. Desconozco el motivo por el que Calisto permaneció en la casona; un pretexto, un artificio seguramente fabricado por Lourdes, justo como aquellas infusiones preparadas con las hierbas del jardín. Como fuese, Inés resistió por cuatro noches la imperiosa necesidad de acudir a la alcoba de huéspedes, como un aullido, el demonio del deseo entre sus muslos de mármol tibio. Incluso si se aferraba a la virtud, niña curiosa, a la quinta noche se levantó hipnotizada por el ulular de los búhos en el viento.

Anduvo descalza, fiel a su terrible costumbre, temerosa de las luces rojas en la puerta de la madre. Aquellas que ya había visto. Allí, la serpiente mordió la piel de su tierno talón, de nueva cuenta, iniciando con ello la gangrena. Envenenada, miró el aquelarre por segunda ocasión; ellas alrededor, teatrales; Lourdes al centro, en abrazo de amante con el muchacho. Ella la miraba, sonriente. A pesar de todo, era la misma sonrisa maternal que amarra una bufanda al cuello de su hija en una mañana de invierno. Tendió su mano de uñas largas y escarlatas, tan amable, luminosa. "Ven", le decía, "escucha el llamado de la noche", sin comprender que aquello ya era imposible para Inés. Su corazón en llamas, devoto a la Virgen, ardió y ardió, ya no en el incendio que purifica y renueva; sino en aquel que destruye y consume.

Como una bestia, la noche hirió a Inés en su tormenta. Desde entonces, cayó muerta, mutilada, al tiempo que nunca estuvo más viva. Aquel cadáver era su inocencia. Un listón rojo sobre la duela, olvidado.

 Un listón rojo sobre la duela, olvidado

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


La virgen en los rosalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora