Dos

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Dos: Inés

Tumbada en la tierra, observo dos luciérnagas danzantes... arriba, sí, arriba. Respiro más tranquila, adolorida, hipnotizada por los tonos rosáceos del amanecer. Son hermosos y por ello sonrío. Por ahora soy incapaz de distinguir si estas gotas que perlan mi frente son de sudor o acaso sangre. De igual forma, siento mis cabellos adherirse a mi piel. Son idénticos a los de ella, Lourdes... mi madre. Si cierro los ojos y siento el viento primaveral en las primeras horas del día, puedo evocar su imagen difuminada.

Ella reposa ante el tocador de su alcoba siempre perfumada, adornada con flores. Sus caireles rojizos, largos y brillantes, descienden por una espalda desnuda y delgada. Viste de blanco, siempre de seda, pues combina con su collar de perlas y el eterno aroma a lavandas. La observo pintando sus labios con carmín, tan hermosa, y suspiro por ser como ella algún día; debo contar acaso ocho o nueve años. A veces, cuando se arregla, la confundo con Venus. Si se levanta, admiro sus piernas largas, los lunares que se transparentan tras las medias que cubren sus tobillos. Ella posa ante el espejo, soberbia, y cuando me descubre a su lado, sonríe apenas con frialdad.

Sé que es una diva, que está por encaminarse al teatro pues es una actriz muy famosa, respetada y admirada por mucha gente de la alta sociedad, un sitio restringido para nosotras. Toma su estola de armiño, los tacones resuenan. Abajo, ella y la abuela discuten; escucho una bofetada. Sé que Lourdes ha ocasionado otro cardenal a mi ángel, aquella que desciende con la edad. Yo nunca conocí la figura de un padre... manos grandes y calientes. No. En cambio, la violencia, las caricias, me fueron siempre otorgadas por aquellas dos mujeres que se mutilaron entre sí hasta el final. Cuando sangran, siento miedo.

Trinidad no es madre de Lourdes porque lo dicta su sangre, desde el útero. Lo es por anhelo, tal vez a causa de aquella profunda misericordia experimentada al momento de acogerla. Ella me ama, yo a ella, y agradezco sus cuidados en ausencia de la otra, la libertina, como suele llamarla. Trinidad me enseña a rezar, me presenta a la Dolorosa, aquella figura del altar rodeada por velas rojas e incienso. Desde entonces me aferro a ella y comprendo su sufrimiento. Siendo la virgen la más benévola de todas las madres, creo que soy correspondida; ella conoce mis cuitas, las siente, por eso llora, por el hilo débil, rechazado, que me une a Lourdes.

¿Cómo conformarme con el amor que esta mujer derrocha si mi auténtica madre me desdeña?

Suspiro. Sufro a causa del deseo.



 Sufro a causa del deseo

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La virgen en los rosalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora