Cuatro

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Cuatro: Adela

A veces me detengo ante la mesa por las mañanas y contemplo por los ventanales del comedor la luz incipiente del sol. La casona yace en un silencio que para mí es perfecto; el sabor del té recién servido besa mi boca. Un suspiro floral. Aquí, en este momento, me gusta imaginar la inocencia de Inés cuando llegó... aquella primavera de muerte en la que Lourdes la acogió en su sitio; estos rincones de madera lustrosa donde habitamos, y por ende sólo la presencia de féminas es grata. Desde que ella estaba ha sido así. Por este motivo, y también porque los rosales crecen aquí con mayor exuberancia en el vergel, Inés decidió permanecer a pesar de las advertencias que Trinidad confiara en sus manos desde el lecho de muerte.

Le dijo que buscase a su padre; cualquier cosa excepto yacer con ella, la bruja, la perversa. Le narraba fábulas sobre una niña engendrada en auténtica animalidad por la loca del pueblo, en el bosque; aquella raíz turbia, nebulosa, que incluso para ella representaba un misterio. No obstante, creía con auténtica convicción que allí se hallaba el origen de esa malignidad tan bella como letal que habría de consumir a su propia hija de permanecer a su lado. Pero Inés no lo comprendía; no porque desconfiase de su abuela, tampoco porque fuese torpe o ignorante. A veces creo que se debía al hechizo irremediable del que había sido presa desde mucho tiempo atrás; atada a ella más que a otro ser en el mundo por naturaleza. Pero mi mayor apuesta se dirige a su inocencia. Inés había asistido toda su vida a un colegio católico para señoritas; era casta e ingenua, por lo que quizás las palabras de Trinidad, veladas y temerosas, representaron para ella lo mismo que una mariposa distraída en su vuelo.

Al lado de Lourdes, en su papel de hija única y heredera de tan fastuosa casona, disfrutaba del sol primaveral, comía melocotones, acudía a la comedia y se recostaba en un lecho de princesa tras beber el té perfumado que cada noche le ofrecían las manos maternas. De vez en cuando reía con las amigas actrices de Lou, quienes la peinaban y vestían cual muñequita con trajes venidos de París. Creo verla en el corredor, tan alegre, su cuerpo níveo en seda tornasol, pelirroja de ensueño.

Cuando pienso en la ruptura, me pregunto ¿era la crueldad una variable necesaria? Y asiento. Pudo ser correcta... quizás, ineludible. 


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La virgen en los rosalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora