Tres

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Tres: Inés

La vi partir un viernes luminoso, sin saber que con los años la luz del mediodía en primavera se tornaría tan triste, casi marchita, desde entonces. Aquellas horas amargas fueron pronto una agonía de días, semanas, meses... viví inmersa en una espera persistente, junto a la ventana, tan sólo contemplando los rosales del jardín. Fue durante cada descender del sol que, de alguna forma, asumí la culpa. Sí. Llegué a creer con auténtico fervor que su abandono, el carecer de su gracia, recaía todo en mi pequeña, frágil espalda. Es decir, a comparación de ella, que había sido tan hermosa y soberbia desde temprana edad... mi belleza permanecía raquítica, y el poco carisma, oscuro. Yo no cantaba, ni danzaba, ni era capaz de seducir como ella, la maravillosa Lourdes... no. Yo era tan temerosa como un polluelo ante el viento. 

Por ese entonces, me tiré por vez primera en el cálido abrazo del rosal; fue en medio de un sueño, una quimera en la ebriedad de mi melancolía. Lo hice bajo el encanto de Selene, lunática al fin, sólo porque creía necesario experimentar un dolor semejante al de Jesús. Quizás así expiase mis culpas y regresara; tal vez así la virgen se compadeciera y me cubriera con su manto. La abuela no lo sabía, o quizás fingiese ignorarlo. Pero en las noches de mayor anhelo, cuando más la necesitaba a mi lado, recurría al ritual de la mutilación entre espinas; descalza, en camisón, oculta como quien acude con su amante a un encuentro clandestino. Me sumía en una naturaleza hiriente, tan bella y desbocada. A veces abría la boca y lamía las flores, las ensalivaba, víctima de un amor aberrante.

Sólo a los doce años... cesó. 

Una tarde, ella apareció en el portal. Traía un piano, un vestido rojo, y me extendía los brazos en una luz cegadora. Incluso si dolía, si era incapaz de comprender sus motivos, el corazón actor... yo era tan feliz. La música, sus caricias pasajeras, el aroma frutal, los regalos, su espectáculo construyeron un Edén inconstante, de fin de semana o cada veinte días, que siempre llegaba aunque demorase. Y era mío, sí, muy mío. 

La vida al lado de la abuela, con las visitas esporádicas de Lourdes, era soportable.

Hasta que ocurrió. La muerte de Trinidad.


 La muerte de Trinidad

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La virgen en los rosalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora