Agente Valkorov

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Talya

Ahí estaba yo, siendo casi asfixiada por el estúpido compañero de piso que me habia chocado el día anterior en esa estúpida calle de esta estúpida ciudad.

Desde que la solicitud de La Hermandad de las Ocho Lunas me había llegado y yo había aceptado unirme a esta todo había cambiado. Dejé Rusia, donde había nacido y me había criado, para viajar a un continente totalmente distinto, y había acabado aquí, entre cuatro altas y agobiantes paredes, que casi se estrechaban entre si por el tamaño del piso, piso que tenía que compartir con mi alto, estúpido y raro compañero de trabajo, Kai Dagger.
Kai era un chico joven y atractivo, su pelo negro, ligeramente rizado y alborotado le daba un aspecto desenfadado; sus ojos azules y profundos le daban una expresión misteriosa y seria; era bastante alto, tanto que para que mi cabeza llegara a su hombro como lo estaba haciendo ahora mismo mientras me estrechaba entre sus fuertes y robustos brazos tenía que estar a unos diez centímetros sobre el suelo; en cuanto a su forma de vestir, había pensado que el chico era bastante aburrido, con sus prendas claras, típicas de un empollón listillo de instituto, pero después de haber descubierto su armario cuando fui a despertarle esta mañana me había dado cuenta de que la mayoría de su ropa era negra, así que según mi razonamiento debía de utilizar las prendas claras y lindas para trabajar. No le conocía lo suficiente, pero su personalidad era cansina, no es que el chico fuera mala persona, sino que no congeniabamos. Él era agradable y servicial, aunque a veces algo cortante; yo por otro lado podria decir que soy algo bipolar y fácil de molestar, no confío en él y el hecho de que se comporte bien conmigo me saca de mis casillas, no me conoce, es...simplemente raro.

-K-Kai...sueltame, me asfixias estúpido-. Dije casi sin aire mientras intentaba soltarme de su agarre, el chico me sujetaba con demasiada fuerza, ni siquiera había hecho nada para que me abrazara, y ahí estaba, como si fuera una amiga que no veía hace años.
Por fin me soltó y me miró avergonzado mientras escondía sus manos cruzando los brazos sobre su pecho.

-Perdona, solo estoy feliz, por fin voy a encontrar lo que necesito-. Y después de eso sonrió como un niño pequeño, yo rodé mis ojos, ese chico era demasiado para mí, y no en el buen sentido precisamente.

-Está bien, pero tienes cosas que hacer, vete ya o llegarás tarde-. Dije esperando perderlo de mi vista por fin.

Él miró el reloj negro en su muñeca y puso una expresión de apuro y nerviosismo. Gritó unas palabras que no logré entender del todo y salió corriendo de la casa al bonito lugar en el que trabajaba, la biblioteca.

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Salí de casa mirando la foto en mi móvil, la foto de la carta que había leído esa mañana, que me decía exactamente a donde tenía que ir, a quien tenía que asesinar y cómo debía hacerlo.

Desde que era joven fui entrenada para matar a sangre fría, todo lo que hiciera falta por dinero,  y al final se había vuelto parte de mi día a día, de manera que casi no me afectaba a estas alturas, además, saber que quien iba a matar hoy no era más que un criminal encubierto hacía que la presión nerviosa y culpable en mi pecho se disipara por completo.
Odiaba a los criminales. No soy una hipócrita, sabía que yo también era una en cierto modo, y me odiaba a mi misma por ello, pero realmente era para lo único que me habían entrenado, y para lo único que creía que era útil.

Entre tantos pensamientos tan diferentes llegué a mi destino del día: un edificio bastante alto, como todos los de la ciudad. Estaba completamente lleno de ventanas enormes, y tenía unas puertas, también de cristal, que daban a una recepción amplia y casi vacía, a excepción de un par de personas sentadas en sillas dispuestas frente a una pantalla que mostraba distintos números para tomar turno, supuse.

Lo que susurra el viento heladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora