OTRA PARTE

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Kishmish remontó el vuelo y se alejó aleteando. Jungkook lo observó, mientras deseaba poder seguirlo, y se preguntó cuál sería la magnitud del deseo necesario para dotarlo con la capacidad de volar.

Uno mucho más poderoso de lo que jamás podría conseguir.

Yoongi no se mostraba mezquino con los scuppies. Le permitía rellenar su collar tantas veces como quisiera con cuentas guardadas en tazas de té desconchadas, y los recados que realizaba para él se los pagaba con shings de bronce. Un shing equivalía a un deseo mayor, y podía conseguir más que un scuppy—buen ejemplo de ello fueron las cejas de oruga de Svetla, así como eliminar el tatuaje de Jungkook y conseguir su pelo azulado—; sin embargo, nunca había caído en sus manos un deseo que pudiera realizar verdadera magia. Nunca lo conseguiría, a menos que se lo ganara, y sabía demasiado bien cómo obtenían los humanos esos deseos. Principalmente, cazando, asaltando tumbas y asesinando.

Ah, y había otra manera más: una curiosa forma de automutilación que requería unas tenazas y un profundo convencimiento.

No era como en los libros de cuentos. No había brujas disfrazadas de ancianas merodeando por los cruces de caminos y esperando recompensar a los viajeros que compartieran su comida. Los genios no salían de las lámparas, y no existían peces parlanchines que concedieran deseos a cambio de salvar su vida. Solo había un lugar en el mundo donde los seres humanos podían conseguir sus deseos: la tienda de Yoongi, y él solo aceptaba un tipo de moneda. No había que pagar oro, resolver acertijos o mostrar bondad, ni ninguna otra tontería de los cuentos dehadas, y no, tampoco se trataba de entregar el alma. Era más extraño que todo eso.

Y cobraba su precio en dientes.

Jungkook cruzó el puente de Carlos y tomó el tranvía en dirección norte, hacia el barrio judío, un gueto medieval que posteriormente se había llenado de hermosos bloques de apartamentos de estilo art nouveau. Su destino era una puerta de servicio situada en la parte trasera de uno de aquellos edificios. Aquella sencilla puerta metálica no parecía especial, y de hecho no lo era. Si se abría desde fuera, daba acceso a una lavandería mohosa. Pero Jungkook no la abrió. Golpeó con los nudillos y esperó, porque cuando la puerta se abría desde dentro, tenía la capacidad de conducir a un lugar bastante distinto.

La puerta se movió y apareció Issa, con el mismo aspecto que mostraba en los cuadernos de bocetos de Jungkook, como una diosa serpiente en un templo antiguo.

Su cuerpo enroscado permanecía oculto en las sombras de un pequeño vestíbulo.

—Bendiciones, querido.

—Bendiciones —respondió Jungkook con cariño, y la besó en la mejilla—. ¿Ha regresado Kishmish?

—Así es —afirmó Issa—, y parecía un témpano de hielo sobre mi hombro.Vamos, entra. En tu ciudad hace demasiado frío.

La guardiana del umbral invitó a Jungkook a entrar, cerró la puerta tras el y ambos se quedaron solos en un espacio del tamaño de un armario. El acceso exterior del vestíbulo debía quedar sellado antes de abrir el interior, del mismo modo que las puertas de seguridad de los aviarios, que evitan que los pájaros se escapen. Solo que, en este caso, no se trataba de aves.

—¿Qué tal el día, cariño?

Issa llevaba media docena de serpientes repartidas por el cuerpo: en los brazos, deslizándose por su cabello y una en torno a su delgada cintura, como el cinturón de una bailarina de danza del vientre. Todo el que quería entrar debía acceder a colocarse una de aquellas serpientes alrededor del cuello antes de que la puerta interior se abriera. Como es de suponer, todos excepto Jungkook. El era el único ser humano que accedía a la tienda sin un collar de serpiente. Era de confianza.
Después de todo, había crecido en aquel lugar.

ɦɨʝօ ɖɛ ɦʊʍօ ʏ ɦʊɛֆօ - Jikook/kookmin-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora