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Sus dedos volaban por el teclado, lejos de la incertidumbre general, estaba segura de lo que estaba haciendo. Siempre había considerado aquel momento de paz ciertamente relajante, la parte en la cual tanto cuerpo y mente disociaba, observaba todo como dentro de una película mientras ella misma se sorprendía de lo que su cerebro era capaz de producir. Estaba desganada, desanimada, lo que más necesitaba en ese momento era un abrazo, pero sabía que de pedirlo (como si psicóloga lo había recomendado en una sesión) no recibiría absolutamente nada. La idea de reclamarse a sí mismo su inoperancia sistemática era tentadora ¿Cómo no era capaz de generar a su alrededor un ambiente de paz y armonía? La tentación crecía a medida que podía señalar a los culpables de su sufrimiento, pero, inevitablemente y con renuencia recordaba las palabras de su hermana «Pero boluda, va a sonar fuerte lo que te digo, pero vos manejas cómo te afecta lo que hagan los demás» casi como si le reprochara el sentirse mal ¿Se escudaba entonces en una ansiedad galopante o era capaz de hacerse responsable de su propia «culpabilidad» dentro de su pensar, sentir y actuar? Se sentía mal, y al final del día, lo único que tenía por cierto era lo que sentía. Sabía y se repetía como credo «no podés manejar la forma en la cual las otras personas viven» sonaba ridículo, pero si, parte de su problema podría resumirse en esa tontería. Realmente necesitaba un abrazo, pero nadie en su casa estaba dispuesto a dárselo o no de la manera que quisiera, de solicitarlo francamente se negarían «No quiero». Era su cuerpo, su decisión, tranquilamente pueden negarse a un abrazo, pero con una hipocresía asquerosa, viéndola destrozada le dirían «podes contar conmigo, si necesitas hablar ¿sabes?» No, no era verdad. Eso no significaba que fueran malas personas, eran eso sencillamente, personas movidas por propias concepciones. No actuaban de mala fe, pero cada paso al costado dolía, como si fuera un auto fuera de control que se dirige hacia un muro inamovible, con una fuerza que ciertamente es parable. Vivía ciega entonces, confundida diría mamá, pero obtusa. Necesitaba entonces que alguien la abrazara, que la estrujara contra su pecho un siglo (solo un poquito más) mientras que simplemente no preguntase nada. Escribir entonces sonaba absurdo, con lo hambrienta de contacto humano que estaba, un hambre que se adentraba a su pecho y desgarraba su alma con cuchillos, que la destrozaba, que la volvía «absolutamente nada». Un producto que se vendía en un estante, un reflejo vacío, una sonrisa que se borraba, un eco triste que a nadie le importaba absolutamente nada. Y aún en su zona más baja, se arrastraba a pedir ayuda, se destrozaba pero no veía amnistía en ojos ajenos, suplantada por una lástima casi enfermiza que le daba vergüenza ser como era y... mierda, se estaba desangrando, se estaba ahogando y pedía ayuda pero nadie acudiría. Y no sabía si era culpa de alguien después de todo, temía entonces encontrarse así con ese pensamiento recurrente, asqueroso, vomitivo y que ahora apestaba a verdad « ¿y si esto es lo que me espera? ¿Habrá personas que nacieron para esto? El deshacerte y recomponerte solo mientras el mundo se mueve» sinceramente creía en aquella verdad a medias. Por alguna razón temía despertarse alguna vez y darse cuenta de que seguía todo absolutamente igual, un «nadie» que moriría solo en un diminuto apartamento y que todos dirían simplemente «era una buena persona, me hubiera gustado conocerla más». Siendo el libro abierto que era, rogaba por atención, rogaba por alguien que simplemente quisiera escucharla y no ser un simple recuerdo de un «mierda, hubiera deseado poder ver las señales». Morir no era su deseo, sabía que todo se solucionaría con un abrazo que hablara por encima del ruido constante de sus pensamientos colisionando dentro de su cabeza una y otra y otra y otra vez, diciéndole lo que sabía que no era verdad, pero que al final del día sería lo único que la acompañaría a la cama. Y no sería culpa de nadie si algún día se rindiera, pero hey, nos sería la primera en decepcionarse de eso, ni la última. Y no estaba distraída, estaba siendo fuertemente ignorada, un tonto chiste que perdía el sentido cada vez que abría la boca y era silenciada con una sonrisa y una palmadita en la espalda «quieta, sentada. Buena chica». Una discusión inacabada que llenaba su boca con palabras hirientes que poco a poco se funcionaban en su paladar volviéndose un grito de dolor puro que decía simplemente «Sigo aquí». Quería hablar, quería que le dirigieran la mirada con más que una sonrisa amistosa, que la tomaran de las manos y besaran sus nudillos cansados de darse de golpes con esa agónica soledad. Y no quería llamar la atención, simplemente quería que la notaran, estar al costado realmente nunca la había molestado. Que no dieran por sentado su presencia, algún día se iría. Que no ignoraban sus palabras, que algún día se las llevaría todas. Que no simplemente soltasen lo primero que viniera a sus cabezas, que algún día realmente destruirían a alguien invencible. Y no es que al final del día consideraba que todos eran unos hijos de puta, gratuitamente, simplemente no se daban cuenta... y quizás eso era algo que daba miedo, podrías hacer que alguien perdiera la cabeza con una simple palabra. «Loca» mierda que la había llamado muchas veces de esa manera, una tontera si te lo pones a pensar por el momento, una tontería que realmente había calado dentro de su cabeza. Conocía a bastantes desequilibrados que constantemente la llamaban de esa manera, Loca, ella y todo lo que decía se convertía en una simple risa ahogada de lo que pudo haber sido una frase contundente. «Me pasa esto» diría entonces angustiada, con el nudo en la garganta latiendo el pulso en sus muñecas, pero ella, tan vacía como una tormenta. Muriendo lentamente, lejos de odiar, a la maldita deriva. Pero sus palabras serían ridiculizadas y puestas contra ella ¿Por qué no intentas echarle ganas? Mierda que lo había intentado, cada mañana cuando le apetecía simplemente acurrucarse a llorar y llorar, simplemente ponía su jodida alma fuera de la cama. Y lo sentía, la eminente mañana todas las noches la hacía pedazos. «Aquí vamos otra vez» y salir de la cama mientras todo pesaba como el demonio, ordenar la casa y sentarse frente a la computadora a atender a la facultad, sus clases virtuales, problemas triviales. Pero estaba cansada, cansada de intentarlo cada mañana sin que nada significativo cambiara, sin poder manejar su ansiedad correctamente y que cuando lo hiciera, cuando lo dijera «Yo con esto no puedo» fuese entonces la exagerada. Que había otros que la pasaban peor, ataques de pánico, angustia severa, pero que cuando ella dijera «Me da miedo salir a la calle» se rieran en su rostro. Y ahí volvía nuevamente a enfrentarse cada noche a esa agónica batalla donde sus dientes apretados lloraban y su mente reproducía los peores escenarios. Salía entonces acompañada, pero sola en su lucha, paso a paso por la calle temiendo a cada ruido, para que nadie nunca notara la batalla librada a cada paso. Era su victoria, una victoria muda, silente que nadie nunca sabría. No estaba jugando cuando decía necesitar ayuda, pero todo se reducía a verle o no sonriendo por allí. Tampoco creía que sus problemas pudieran subsanarse con un puñado de pastillas. Quería que la abrazaran, carajo, que alguien le dijera lo importante que era sin necesitar verla llorando y que por favor, quitaran esa cara de lástima. Y parecía broma, entre frase y frase, que más libre se sintiera escribiendo que hablando. Por lo menos, por aquí no juzgaban su pensar. Sea un dios, un demonio, un ángel o la criatura más deplorable de la naturaleza ¿acaso la escuchaban gritar? Por favor, necesitaba un abrazo. Que alguien le tomara la mano al caminar cuando sabía que estaba asustada, que no le dijeran «Loca» cuando el dolor le cerraba la garganta. Que no se mofaran cada vez que gritaba por ayuda. Que no dieran por sentado que estaría siempre, que cuidaría los detalles, que velaría el sueño, que simplemente cerraría la boca para darles la razón ¿Quién era después de todo? Buena alumna, buena hija y.... nada, porque nunca le habían permitido ser. «Eso es una pavada» mascullarían entre miradas burlonas «céntrate en lo verdaderamente importante» o « ¿Cómo ellos pueden y vos no?» quizás la que más dolía. No sé, ella también a veces se lo pregunta. 

DistorsionadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora