Sonó el móvil. No reconocí el número; sin embargo, contesté.
—¿Hola? —dije, y se formó un silencio—. Hola, ¿me escucha? —Volví a insistir.
Quedé en silencio y no escuché nada por largos segundos. Colgué. A veces la línea telefónica falla. Me dirigí a la cocina por un vaso de jugo y lo bebí de sólo dos tragos. Rellené el vaso y me fui a tumbar a un sofá antiguo que tengo junto a la única ventana en la planta baja de mi casa. Desbloqueé el móvil y abrí la aplicación de YouTube. Busqué un canal que me gustaba mucho: «Narraciones de una mente extraviada». Era un buen canal y siempre estaba al tanto de él, porque el contenido era escaso y se actualizaba muy pocas veces. Nunca sabía lo que el administrador del canal subiría ni cuándo lo subiría. Siempre creí que esa era la esencia del autor: el misterio. Y debido a las historias que contaba, era normal figurarlo como un hombre solitario en alguna expedición paranormal o lidiando con alucinaciones macabras. En fin, estaba escuchando «El vendedor de calabazas» cuando otra llamada telefónica interrumpió el audio.
—¿Ibagh? —Se escuchó en el auricular.
—Sí, soy yo, ¿qué pasa?
—Soy Yureiny. Éste es mi teléfono, guárdalo.
—¡Hola, Yureiny! ¿Cómo estás?
—Muy bien. He preparado algo de cenar, ¿vienes?
—¿Ahorita?
—Sí. Toma un taxi, avísame cuando hayas llegado.
—Ok, te veo en un rato. —Colgué.
Tomé una chaqueta gorda y muy calentita del perchero de la puerta principal y salí de la casa expulsando vapor por la boca. La temperatura había disminuido en aquellos últimos días del año, ¡y pobre de aquel que anduviera con ropas ligeras!
Subí al primer taxi que pasó. Caí de golpe sobre el asiento trasero y, una vez dentro, comencé a frotarme las manos.
—¿A dónde vamos, señor? —preguntó el conductor.
—Siga derecho durante unos dos kilómetros, y gire a la izquierda en la farmacia. A partir de allí le guío yo. ¿Le apetece un cigarrillo?
—Bueno.
Saqué de la chaqueta una caja de cigarrillos sabor chocolate que me regaló Yureiny, extraje dos y le di uno a mi compañero. Se lo encendí con uno de esos encendedores metálicos de gasolina y encendí el mío también.
—Gracias —dijo con seriedad, y tras una pausa continuó—. ¿Una fiesta? ¿Va de fiesta?
—No, voy a casa de una chica. Le aseguro que es mil veces mejor que una fiesta.
Le causó gracia y asintió con la cabeza. Era un hombre joven, de unos 35 años quizás. Se llamaba Rodrigo. Su cabello era negro, largo y apelmazado, le escurría por los hombros. Su piel era morena y su cara algo redonda. Parecía que sonreía siempre. En el estéreo sonaba pumped up kicks de Foster the people. Él cantaba partecitas casi en un susurro, y luego fumaba sin quitar la vista del camino.
—Me gusta esa canción —comentó.
—A mí también, pero es rara. —Sonreí—. Me imagino la escena y tiemblo.
—Locuras clásicas de niños gringos, ¿no?
—Sí, es una melodía muy amistosa como para que tenga una letra así de psicópata.
Repetimos la canción y nos carcajeamos. Poco después llegamos a casa de Yureiny y nos aparcamos enfrente. Bajé del carro y, sin cerrar la puerta, saqué mi cartera de la bolsa trasera de mi pantalón y le pagué.
—Rodrigo, un gustazo conocerte. —Le extendí la mano y las chocamos—. Hasta luego.
—Igualmente, Ibagh. Hasta pronto. —Puso en marcha el carro y arrancó—. ¡Y suerte con esa chica! —gritó mientras se alejaba.
Llamé a Yureiny y, antes de que saliera, registré su número. El portón de madera se abrió en medio de un crujido agradable. Yureiny asomó la mitad de su rostro, y luego, con señas, me invitó a pasar. Una vez dentro, nos abrazamos y nos dimos un minúsculo beso. Era otoño y helaba como invierno. Ciertos días eran más fríos que otros. Debía tratarse de algún desequilibrio climático por todos los daños que le causamos a nuestro planeta día con día sin saber lo que nos depara. Otros días hacía calor en pleno invierno. Era un desmadre realmente triste.
Toda la casa olía muy rico. Estaba impregnada con el aroma de la comida que había preparado Yureiny. Mi estómago comenzó a gruñir y sentí un escozor que casi me dobla. Estaba hambriento.
—¿Cenamos? —Le apuré—. Tengo un hambre infernal.
—Claro, guapo. Ven, siéntate.
Me sirvió un plato enorme de macarrones con queso y un trozo de pollo que, al verle la pinta, eché agua por la boca. Comí la primera mitad de los macarrones desenfrenadamente. Ella me observaba asombrada, con sus ojos fijos y la boca media abierta.
—¡Tranquilo! —exclamó, mostrando preocupación—. Te vas a ahogar.
La ignoré y seguí comiendo de prisa. Después de acabar con los macarrones me detuve un momento. Ya no sentía el malestar en mi estómago, así que me tranquilicé un poco. Me disculpé con ella por mi comportamiento animal y le guiñé un ojo.
—Perdón, tenía mucha hambre. —Agarré un poco de aire y tragué saliva. Hasta entonces ella había permanecido de pie junto a mí, observándome con incredulidad.
—Ya lo noté. Temía que me comieras a mí también.
—Tú serás mi postre. —Le di una nalgada y acaricié su pierna con deseo.
Me arrojó su guante de cocina en la cara. Estaba ruborizada. Agarró mi plato y lo llenó nuevamente.
—Toma, come con calma. Ya veremos qué puedes hacer conmigo luego.
Se dirigió a la alacena y sacó un plato más pequeño que el mío. Se sirvió una ridícula porción de macarrones y un trocito de pollo. Se sentó junto a mí, cenamos en silencio.
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YUREINY
Teen FictionLa vida de Ibagh (un joven soltero cuya esperanza en la sociedad es baja) se ve alterada de manera radical con la llegada de Yureiny: una chica tierna que ha conocido en una tienda de discos y que desencadenará en él sentimientos inesperados. Consej...