VIII

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Cariño, por favor, no llores más,
porque ninguna despedida dura para siempre.
A través del tiempo, más allá de las épocas,
yo te voy a proteger.
Sólo espérame un poco más.

—Futari no Kimochi

Los pasos resonaban sobre la nieve

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Los pasos resonaban sobre la nieve.

El crujido que se producía cada vez que pisaba el suelo repiqueteaba a través de sus oídos, perforándolos. Los copos de nieve caían a su alrededor, de forma perezosa y constante. Ninguno de ellos llegó a tocarlo. La figura de rojo avanzaba sin prisa, sujetando un paraguas de idéntico color, con un único destino en mente.

Podía ver la construcción sobre la cima, así como los árboles desnudos que la rodeaban. Todo el lugar tenía un aura de desolación y abandono.

Se encontraba a pocos metros de distancia cuando se detuvo de pronto. Una banda de seda blanca emergió de entre la nieve, como si de una serpiente furiosa se tratara, listo para atacarlo. No sucedió. Logró detenerse a unos centímetros de impactarse contra su rostro.

Por un instante ninguno se movió, evaluándose en silencio. Entonces, de la misma forma que un pequeño animalillo reconoce por fin a su dueño perdido, la banda de seda giró en el aire antes de regresar frente a él y enroscarse sobre su brazo. Estaba temblando.

—Ruoye —dijo Hua Cheng a modo de saludo, cerrando la sombrilla y desapareciéndola de la vista. Ruoye se alzó y frotó su mejilla en una especie de gesto cariñoso —. ¿Dónde está?

En el momento, Ruoye flotó hasta el lugar de donde salió. El montículo de nieve que lo cubría estaba ahora desparramado por todas partes, permitiéndole ver lo que se encontraba en el fondo.

Hua Cheng cayó de rodillas de inmediato.

Estiró una mano temblorosa y, con cuidado, extrajo las blancas túnicas desgastadas del suelo. Un anillo cristalino que colgaba de una cadena de plata resbaló por el movimiento, aterrizando junto a él.

A Hua Cheng no le importó en absoluto.

—Su Alteza... musitó, las palabras susurradas fueron arrastradas por el viento —. Este San Lang llegó demasiado tarde de nuevo, le ruego perdone mi incompetencia.

El murmullo del viento fue su única respuesta.

Hua Cheng apretó con fuerza las túnicas entre sus manos, antes de alisarlas otra vez. Dobló con cuidado el conjunto de ropa, de esa forma notó que estaban deshilachadas y gastadas, también tenían varias manchas de tierra o lodo. Se preguntó durante cuánto tiempo permanecieron aquí, a merced de la intemperie. Por desgracia, Ruoye no podía responder su interrogante.

Tomó el anillo abandonado con brusquedad, colgándolo en su cuello y se levantó. La nieve logró empapar su propia túnica, pero ni siquiera lo notó. Tampoco le importaba. Con las túnicas de Xie Lian colgando de su brazo se encaminó el resto de distancia que le faltaba para llegar hasta la casita de madera.

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