Hum. Así que ya tocaba. El calor comenzaba a acumularse en la habitación, activando su metabolismo. Estiró los brazos, jugueteando con sus uñas como si de agujas de costurera se tratasen. El sudor recorría su torso desnudo, cayendo como rocío de su larga cabellera hasta perderse en sus caderas. Arrastrándose, se acercó a la puerta. Oía voces al otro lado, voces de adultos y niños. Algunos charlaban, otros se quejaban del viaje tan aburrido que habían hecho. Algunos incluso hacían fotos. A la joven no le gustaban ni un pelo las fotos. Los flashes dañaban sus ojos acostumbrados a la oscuridad, y el ruido que producían le sacaba de sus casillas.
Ya se había acostumbrado a despertares así. No en vano llevaba casi ochocientos años escuchando voces sin cara, idiomas cambiar y civilizaciones prosperar sobre la mazmorra en la que, hacía siglos, encontró su última morada.
Se preguntaba qué aspecto tendría el octavo. Podría ser rubio y con la tez de porcelana, con su vestimenta de noble emperifollado. Como el tercero. O quizá moreno, cubierto de barro y moratones, pero con ojillos bravos. Como el quinto. O tal vez podría ser una octava. De esas no veía desde la sexta.
Ella los recordaba a todos. Cada cara, cada voz, cada grito. Cada silencio. Los silencios cada vez se hacían más extraños. Al principio, esa transición del ruido infernal a la fría calma, separados por la fina frontera de un crujido sordo, era para ella el sumun del placer. Jamás sintió su húmeda piel mayor excitación como la que los primeros crujidos le proporcionaron.
Con la sexta, sin embargo, algo cambió. La sexta no gritó. Tan solo se la quedó mirando, como convertida en piedra. El crujido no dividía nada. Solo había silencio, antes y después. Un silencio que se alojaba en su interior, que ni el rítmico palpitar de sus entrañas era capaz de acallar. Era un silencio diferente, desprovisto de cualquier tonalidad, carente de propósito. No avecinaba cambio alguno, no esperaba chispa que lo rompiera. Desde hacía dos siglos, la celda, el musgo, los barrotes, las voces de afuera, ella misma, todo apestaba a ese silencio. Apático, monótono, interminable. Asquerosamente infinito.
De pronto, oyó algo.
«El rey estaba solo. Habían pasado ya tres horas desde el ocaso, y sus súbditos habían abandonado el pequeño reino de Cazorla, por orden expresa suya, para buscar refugio en territorio aliado. Solo él quedó, vagando sin rumbo por los desnudos muros de su castillo, antaño adornados por fastuosos tapices, que parecían estar a punto de quebrarse a cada eco de sus pasos. Desahuciado, recorría cada habitación, cerrando las alacenas y ventanas, no sin antes otear el horizonte, mientras la brisa acariciaba su barba. Consolándole. La brisa de su tierra, que ya no lo era.
Un siervo de recio porte fue a su encuentro, ofreciendo sus respetos, pero apremiándole a que partieran de inmediato. Sin embargo, el monarca negó en silencio. Algo lo ataba a aquellas paredes sin vida, más allá de la nostalgia y el apego. Algo a lo que sabía que, por mucho que quisiera engañarse a sí mismo, no volvería a ver en su vida. La amargura arrancó de sus ojos dos lágrimas traicioneras, que no ocultó ante su fiel servidor, que asintió en silencio. Pocos minutos después, el rey de Cazorla abandonaba su castillo.
De él, poco más se supo. Un soldado enemigo se vanagloriaba, con los primeros rayos del alba, de haber atravesado su cuello con parisina flecha, provocando su muerte inmediata. Poco antes de expirar, rodeado de sus más fieles, pronunció una última palabra. Su último pensamiento, para la luz de su alma: el nombre de su hija.
Mientras los vencedores celebraban la victoria en casa del vencido, al calor de la lumbre se acurrucaba una chiquilla, encerrada bajo tierra en una sucia y musgosa mazmorra. No entendía por qué su padre la había dejado allí, por qué no se la llevó con él. Tenía víveres para sobrevivir una temporada, y luego, ¿qué? ¿Morirse de hambre? ¿Salir, para encontrar una muerte segura a manos de esos infieles? Tras deliberarlo, decidió esperar. Una ayuda, el regreso de su padre, o de uno de sus aliados. Pero esa ayuda nunca llegó. Las semanas pasaron. El subterráneo parecía engullirla, según los candiles se iban agotando, y la viscosidad se iba haciendo habitual por sus piernas amoratadas. El día que la comida se terminó, tras tres meses y trece días de encierro, acabó por aceptarlo.
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La Facultad
ФэнтезиYesira es de los fuertes. Todos en el instituto la respetan, mientras ella los mira por encima del hombro. Despreciando a todo aquel que no considere digno de su presencia, disfruta de su estatus social junto a su grupo de amigas. O eso parece. En e...