Capítulo 6: El examen

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Un camino tortuoso se extendía ante los ojos de la mujer. Sus pies descalzos estaban en tensión, como anticipando la tortura a la que iban a ser sometidos. Su espalda, soportando un peso sin forma. En cualquier otra circunstancia, darse la vuelta habría sido una opción. En esta, no. El camino debía ser recorrido. Sus, pies, desgarrados. Su espalda, quebrada como un junco de charca.

Su corazón, sin embargo, se mantenía firme. Mientras su cuerpo suplicaba piedad, su corazón respondía con palabras amables. Es lo correcto. Es lo que debe hacerse.

La planta de su pie derecho se despegó del suelo como un hijo de su madre. Llorando, pidiendo auxilio, lo que fuera. Cuando volvió a entrar en contacto con este, ya no era un llano de tierra. Era un manto de cristales. Una lágrima se escapó de sus ojos. Se mordió el labio hasta que un hilo de sangre cayó por su barbilla.

Su corazón, sin embargo, no lloraba, no sangraba. De la misma forma que antes, el pie izquierdo siguió a su gemelo. Mismo delirio, mismo dolor. Misma lágrima, más sangre. Siguió caminando.

Cuando por fin logró alcanzar el final, se desplomó en lo alto del monte. El silencio era sólo acariciado por la brisa de la madrugada. Hubiera querido plantarse ahí. Hundir su cara en la hierba, dejar de pensar, olvidarlo todo al fin. Pero su corazón le repetía, una y otra vez. Es lo correcto. Es lo que debe hacerse.

Por eso, volvió a levantarse. Se limpió las lágrimas y, con sus enrojecidos ojos, desafió al alba. Un alba rosada que, al principio, solo se malentendía con la luz de las estrellas. Pero que, cuando la mujer quiso darse cuenta, ya consumía el firmamento entero. Un rosa depredador, que lo devoraba todo a su paso.

Un crisantemo de ámbar abrió sus pétalos. Una serpiente, enroscada en su tallo, descendió en espiral. Sus pupilas se encontraron, sangre y ponzoña. Violeta y oro. El olor era a madera, a hierro, a óxido quemado. Rosa, colmillos de plata. El cuerpo muere, pero no. El corazón no flaquea. El corazón se levanta. No. No tienes que hacer esto, gritan los pies. Basta, grita la espalda. Muere, grita el rosa.

Es lo que debe hacerse, susurra el corazón. La serpiente... le tendió su mano.


Yesira se despertó de un sobresalto. Esto le hizo sentarse, pero pronto tuvo que volver a acostarse. Sintió una horrible punzada por todo el brazo derecho. Su costado estaba empapado de sudor. Arañando el colchón, abrió mucho los ojos. No podía ver nada. Con todo el aire de sus pulmones, gritó el nombre de su hermana. De pronto, se abrió una puerta al fondo de la habitación. Una sombra se recortaba en el rectángulo, inmóvil.

De pronto, se abalanzó sobre ella. Antes de poder defenderse, escuchó un llanto que le sacó de su trance. No tardó en reconocer los hipidos de su madre, apretándola contra su pecho.

—Ma... Mamá... —logró decir, revolviéndose un poco—. Cuidado, el brazo...

Lo siguiente que sintió fue un latigazo en la mejilla. Hacía ya años que no recibía un tortazo de su madre, así que había olvidado la maestría con la que los dispensaba. Confusa, la miró al fin a la cara. Profundas ojeras surcaban sus párpados, de aspecto dolorido. La visión tan desmejorada de su siempre estoica madre le arrancó cualquier intención de quejarse.

—Cómo se te ocurre hacernos esto... ¿Tú sabes lo preocupadas que estábamos?

Yesira sacudió la cabeza, en un esfuerzo por espabilarse.

—¿Qué ha... pasado...? —se atrevió a preguntar, con voz temblorosa.

—¿Qué qué ha pasado? —gritó, dando un manotazo al colchón—. ¡Te parecerá bonito!

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