Capítulo 1: Fuertes y débiles

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En este mundo, hay normas que, por mucho que se intenten trastocar, no dejarán de estar grabadas en nuestro inconsciente. Hay fuertes y hay débiles. Poco pueden hacer las hormigas contra un aguacero, nada puede hacer una oveja ante los ávidos colmillos de una raposa. Si te ha tocado, por el dedo imparcial del destino, pertenecer al bando de los enclenques, allí permanecerás hasta que te mueras, a merced del poderoso. Y si, por el contrario, naces dotado de dicho poder, enhorabuena, porque tu vida estará resuelta. Y podrás, sin consecuencias, aprovecharte de aquellos nacidos solo para ser explotados por ti.

Esta regla se cumple en todos los ámbitos de la sociedad humana. En empresas, donde los jefes hacen lo que desean con empleados encadenados a un trabajo del cual su sustento depende, mientras a cada papel o archivo, un poco de ellos se va desvaneciendo. En las grandes ciudades, en las que cuanto más altos son los rascacielos, más baja es la calidad de vida de los mendigos. Y, como en esta historia que comienza, el instituto no es más que un pequeño experimento de laboratorio de lo que luego será la naturaleza humana, sin correa y en su versión más podrida. Yesira sabía su lugar en la cadena alimentaria. Junto a sus tres amigas, recorrían los pasillos del Pinares Verdes con casi idéntica vestimenta, profiriendo risas que casi podían llamarse gargajeos, mientras miraban por encima del hombro a cualquier ser vivo que se les aproximase a menos de metro y medio. Ellas eran las fuertes. Guapas, altas, orgullosas y con egos superlativos, que no dudaban en sacar a pasear a la mínima que les dirigiera la palabra alguien que no consideraran digno, lo que equivalía a un ochenta por ciento de la masa estudiantil.

—Oye, Yesi —graznaba Claudia, una flaca de pelo rubio—. ¿Cuándo le vas a decir a Yaiza que se corte el pelo? No sé cómo no le da vergüenza ir con un estropajo encima de...

—¿Encima de qué? ¿Eh? —Le clavó sus ojos negros Yesira.

—Tía, calla —susurró Marta, de pelo castaño con mechas blancas—, que no sabes que le molesta que te metas con su hermanita del alma. Anda, Yesi, no te ralles, sabes cómo es ella, que no piensa.

—Pues piensa, joder, piensa. —Se giró, observando de reojo a Yaiza, que la miraba por encima de la pantalla de su portátil.

—Venga, relajaos ya —canturreó Martina, la pelirroja teñida, entornando los ojos—. Vamos a clase, que como me ponga una falta más el cabezón, me manda para septiembre fijo.

Contoneándose en sus vaqueros, las cuatro hicieron acto de presencia en el aula diecinueve, en la que les esperaba, apretando los labios, el profesor Berenguer, alias el cabezón, por razones que no viene al caso relatar. Tras indicarles que tomaran asiento con un halo de decepción en su tono, anunció que aquel día habría un control sorpresa. Lo de sorpresa era hipérbole, porque raro era el viernes que el cabezón no aparecía por el quicio de la puerta con un manojo de folios y sonrisa de bufé libre. Cómo no, otra vez verbos irregulares, lo que ella quería. Yesira suspiró, abriendo su cartuchera rosa fucsia, de la que extrajo un delgado bolígrafo con la tinta a punto de acabarse. A pesar de la presión de sus amigas para que usara otro, llegando incluso a comprarle entre todas uno con su nombre grabado, ella se negaba en redondo a reemplazarlo.

Lo llamaba su «boli de la suerte». Aún recordaba cuando fue con Yaiza y su madre a comprar material escolar para su entrada en el instituto. Ese boli no tenía nada de especial entonces, hasta que pasaron dos meses, tres, cuatro, un año, dos... así, hasta llegar a segundo de bachillerato, y no se acababa. La tinta siempre parecía a punto de agotarse, pero, por algún milagro de la estilografía, aquello no parecía tener fondo. En el fondo, tenía miedo de que, algún día, la tinta dejara de correr por la bolilla, porque eso significaría que algo terrible iba a ocurrir. Por supuesto, eso no lo sabían las otras tres. Mostrar vulnerabilidad era sacrilegio en su posición. Ella era de los fuertes.

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