Era una noche fría y densa. La tormenta de nieve se encargaba de ocultar las luces de la carreta y los fuertes vientos silbaban al chocar con la lata del tejado de la desolada pequeña casa de Mery. El helado viento entraba por las hendijas de las paredes de tabla que crujían ante el húmedo ambiente. Una de las épocas más difíciles del año, cuyas semanas pasaban tan lento la agonía. Las personas solían ocultarse tras su confort con la expresión de dolor pintada en su cara, como si eso hiciera que su egoísmo pudiera justificarse. Era como si las noches susurraran "sálvese quien pueda" y el frío que se respiraba, congelara desde adentro hacia afuera, empezando con el amor y bondad. Nadie se atrevió a acoger a Mery y a su hija ese invierno sin importar que la casa estuviera cayéndose a pedazos.
Tapada hasta el cuello con toda la ropa que podía ponerse, se apuraba en hacer una sopa con esos paquetes instantáneos que no logran levantar a alguien que reposa enfermo en cama, como lo estaba su hija en ese momento. Pero no podía darle otra cosa... porque no había.
La pequeña, de unos 6 años, yacía inconsciente con una gruesa cobija encima. Su piel estaba pálida por el frío, sus labios morados y resecos no paraban de temblar y de vez en cuando lograba emitir algún sonido inentendible a causa de su descontrolada respiración. El invierno era más fuerte año tras año y los recursos no solo eran limitados, sino escasos.
Esa noche, alguien golpeó la puerta desde afuera; dos toques lentos y perezosos que no le dieron a Mery tranquilidad en absoluto. Un leve dolor en el pecho empezó a molestarla, como cuando se sabe que van a dar una mala noticia. Con las manos temblando de frío... o ¿nerviosismo?, abrió la puerta.
Detrás de la puerta aparece una mujer alta, delgada -más de lo normal-, su huesudo cuerpo estaba cubierto por una capa negra. Su rostro se ocultaba bajo las sombras, pero no hacía falta que Mery lo viera para saber de quién se trataba, las facciones de su visitante estaban grabadas a lo largo de su memoria y pintadas en cada una de sus pesadillas. La guadaña que llevaba en la mano izquierda y la oscuridad detrás de aquella silueta emanaban un aire escalofriante.
—M. —Saludó Mery después de haber respirado lo suficiente como para poder hablar. —Adelante, pasa.
El Ángel de la muerte entró a la casa. Su andar era lento, pero de pasos largos que resonaban fuertemente en la madera, ahogando todo sonido audible dentro de la casa. Como de costumbre, se sentó en la pequeña mesa redonda que estaba en medio de la sala, puso su guadaña acostada en sus piernas y se acomodó. Mery se sentó frente a ella y solo durante unos segundos pudo sostener su mirada tan vacía. Bajó la cabeza y jugó nerviosamente son sus manos mientras trataba de controlar el fuerte mareo, hasta que la olla tras de sí empezó a elevarse por el vapor.
Mery se levantó, apagó el fuego y aprovechó para respirar. Las visitas de La Muerte eran totalmente impredecibles. Trataba de observar algún comportamiento que diera pista de su intención, pero ella era diferente a los mortales. Sus deseos nunca estaban explícitos en su andar o actuar, siquiera su voz cambiaba de tono a las diferentes emociones que podía experimentar alguien con vida, aunque si era sincera, nunca terminaba de entender si la mujer que estaba sentada en su sala podía sentir... o si acaso estaba viva.
Aunque el corazón quisiera ensordecerla con los fuertes golpes que le daban en el pecho, trataba de respirar reguladamente. Sentía la frente y manos sudorosas.
Desde que tenía 16 años, La muerte la visitaba, a veces con intención de charlar y otras simplemente para estar presente. Ella se había llevado a su madre a los 18 mientras tomaban café en el local que estaba en el centro del pueblo. Le había parecido increíble como una capa negra rodeada de un aire frío y aterrador no había llamado la atención de la gente que comía en ese mismo lugar, como si esa fuera la escena más común del mundo. El recuerdo era tan claro que podía jurar que todo aquello había pasado esa misma tarde; la intimidante figura se había acercado a su mamá para susurrarle algo en el odio; quién sabe cuáles eran las palabras que había pronunciado como para que su madre se levantara inmediatamente con una mirada vacía y se fuera dejándola sola en el local. El día después de ese, todos lloraban su muerte, aunque ninguno sabía cómo sucedió, excepto Mery.
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Relatos bajo la luna de sangre
AcakRelatos cortos para una tarde silenciosa Portada ilustrada por @Unic_Majo