Urus

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Víctor permaneció de pie con la mano en alto despidiendo esa caja de zapatos, ese carguero tan repleto de sorpresas que fue, y podría ser, un lugar de trabajo muy interesante. Incluso en sus pensamientos, era una persona muy correcta. Él no decía nunca una palabra malsonante; Sam habría dicho que sería un sitio cojonudo donde apretar tuercas y ganar prendas de seda a polvos. De nuevo, la odiosa comparación de dos fluidos de diferente densidad contenidos en un recipiente le vino a la memoria. «Agua y aceite, pedante», le increpó Sam con sequedad.

Los intentos de su okupa por hacerse con su anfitrión eran cada vez más numerosos y menos sutiles. Ese molesto ente aprovechaba cada fluctuación en las emociones de Víctor, para intentar asaltar ese «templo» que, para el ingeniero, era su cuerpo.

Víctor, después de quedarse un momento mirando cómo la Fuego se perdía en la negra inmensidad del espacio, tomó conciencia de dónde estaba, y la aguda punzada de Sam queriendo hacerse paso entre los cortafuegos neuronales.

«¿Qué harías con mi cuerpo, con mi vida? ¿Qué plan tienes si consigues saltar las protecciones?» —pensó mientras se frotaba el puente de la nariz.

«De momento, nadie te vería hacer esa gilipollez de acomodarte unas gafas que ni tienes, ni necesitas. Y después puede que me dedicase a viajar, conocer nuevas culturas, hacer felices a tantas mujeres y hombres como pueda. Todo lo que no haces tú, a vivir me dedicaría».

«Tienes más años que muchas civilizaciones conocidas por la humanidad, lo de "conocer otras culturas" es un eufemismo para decir que quieres tirarte todo lo que se mueva, sea hembra o macho. Estos puertos espaciales son lo peor que existe».

Víctor se giró de derecha a izquierda para tener una panorámica de dónde estaba. En su cabeza, no dejaba de comparar aquel lugar con el centro comercial con más roña de todo el universo. Nada que no hubiera visto en Tusk, un montón de bares, música alta, lupanares, suciedad y gente de muchos sitios y razas de aquí para allá en diferentes grados de embriaguez.

«Has tenido la tentación de volver a hacer esa chorrada de tocarte la nariz, lo has controlado. Te iba a decir que estoy orgullosa de ti, pero no es verdad. Vamos a buscar un sitio donde alojarnos, te has dejado los riñones para poner a punto la Fuego, estás cansado y dolorido. Conozco un local en este puerto donde podrían hacerte un masaje que te dejaría relajado por tres días».

«No volveré a entrar en uno de esos sitios que parecen honrados para que una masajista con dos cabezas y seis manos me toque por muchos sitios a la vez».

«¿Te dejó bien la espalda? ¿Te quitó toda la tensión de haber estado en la Cola de Cometa?»

«Ese no es el tema —dijo Víctor con puños y dientes apretados—. ¡Te juro por Ozzy que cada vez me caes peor!»

«Qué va, chaval. Me quieres y ahora mismo te estás acordando de esa masajista. Anda, vamos a llamar a tu madre. Intenta no fijarte en ningún escaparate, no quiero que te encapriches de otra alma en pena y suframos por ello».

Todos los años de experiencia que tenía Sam en su existencia eran algo a tener muy en cuenta. Si él le decía a Víctor: «No toques ahí», él no tocaba; si le decía: «Ten cuidado con...», él tenía cuidado con eso, con lo que fuera. Fue curioso como la voz de la conciencia, esa que regía su buen juicio, fue actualizada por otra 2.0, con mayor experiencia y menor moralidad, o por lo menos con una moralidad bastante laxa.

Víctor usó su implante para pedir un transporte, uno que pudiese volar por encima de ese repugnante centro comercial y lo llevase a un hotel, uno limpio y con buena conexión a la Holoesfera. En pleno vuelo, ingresó una propina extra para que el conductor se diera prisa. Tenía una curiosidad irrefrenable por saber qué quería preguntar aquel ente a su madre. También estaba el asunto de querer descubrir detalles sobre los Sion, esa raza que «nadie» conocía.

EL ESPACIO ENTRE TUS OJOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora