Capítulo 4

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Lanzaba golpes con la piedra y mi puño a diestra y siniestra, la cosa sobre mí bien podía pesar lo mismo que un oso, y oler peor que uno.

Mis gritos no cesaban pese a que la garganta me ardía como si me hubiese tragado una docena de navajas de afeitar oxidadas.

No conseguía mover mi cuerpo debajo del suyo, Santo Dios, no conseguía hacer funcionar a mis pulmones debajo de los suyos. 

Pronto, se encargó de hacer prisioneras mis manos por encima de mi cabeza, y entonces, no hubo más nada qué hacer.

El pelinegro me observaba con una expresión sádica mientras estaba a horcadas sobre mí, permanecí inmóvil entonces, intimidada y con lágrimas permitiéndome a penas ver. Tenía más miedo del que recordaba haber tenido en toda mi vida.

Me sentí de pronto como una niña de cinco años, sola y delante de un león hambriento. Sola, principalmente. Indefensa, otra variable importante, que tal como iban las cosas, pasaría a ser una constante determinante de mi final.

Se relamió los labios, y yo enmudecí, creyendo detectar una especie de morboso placer en su expresión. —¿Me recuerdas de esta tarde, Alessandra? -Su aliento oliendo a miseria.

Esto no había sido un ataque esporádico, nos vigilaban, de alguna manera sabían a dónde iríamos y contaban con ello. Pero, Santo Dios, ¿por qué?

—Siempre encontramos a tu gente, ¿sabes? Por más que intenten escapar, siempre estamos un paso por delante.

Se aproximó a mí de repente, olfateando mi cuello con afán. Mi piel quemando donde tocaba su nariz, incluso juré haber sentido sus colmillos sobre mi cuello antes de que se apartase. —Tú… -Se sacudió ligeramente, gimiendo. —Tú hueles definitivamente muy bien… -Tomó un mechón de cabello y jaló con fuerza. Grité. —No sabes cuánto tiempo estuve fantaseando con tu sabor.

Le encontré estudiando las lágrimas que me corrían por las mejillas, hasta que finalmente, llegadas a mi garganta, su mirada se detuvo allí con ellas, y supe exactamente qué sucedería.

Tragué, y antes de que siquiera pudiera pestañear, sus colmillos estaban clavados en mi cuello.

El mundo se convirtió en un frenesí furioso de dolor. Podía percibir claramente cómo la sangre era succionada lejos de mis venas, y cómo cada vez me sentía más débil y enferma.

Sofocada, y casi sin respirar, liberé mis manos e intenté alejar su cara con ellas, pero conseguía el mismo efecto que intentar mover una piedra con el aliento.

Los vellos de la cara del hombre me raspaban la piel, y la violencia con la que succionaba me confirmaba que aquello era salvaje.

Casi no me quedaban fuerzas, pero estaba negada a rendirme. No podía pensar en un escenario más patético para desfallecer, en las fauces de una bestia, confundida y seca. No deseaba ser encontrada muerta de tal manera, y mucho menos deseaba ver cómo mi vista se poblaba de puntos negros y ser incapaz de hacer algo.

No obstante, como un ángel de la guarda, una pequeña sombra se cernió sobre él, consiguiendo clavarle algo en la espalda y provocando que se apartase de mí con un chillido.

Inmediatamente, el rostro de mi madre ocupó mi visión. —¡Alessandra! ¡Ale! -Apartó el cabello fuera de mi rostro, su expresión se agravó al verme. —¡Tenemos que irnos de aquí! -Me ayudó a ponerme en pie, me apoyé con ella incapaz de detener los giros de mi cabeza. Me sentía débil y mareada, casi como si la ausencia de sangre me hubiese drogado. —Venga, ayúdame, mi cielo, tenemos que huir antes de que él vuelva.

Sin embargo, mamá ni bien había terminado la frase cuando una figura alta se posó bruscamente a nuestro lado, y ella, sin saber cómo ni por qué, se interpuso en su camino hacia mí.

RAY - Entre dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora