Meses después...
El verano está tocando a nuestras puertas, y los exámenes finales me recuerdan que aún tengo mucho que estudiar para algún día ser un gran profesional. La vida en la ciudad es costosa y, a pesar de estar aquí sin inconvenientes económicos, no debo desperdiciar mi tiempo ni tampoco salirme de la vía: ser un médico cirujano y enorgullecer a mi familia. No debo perder el tiempo, al menos que durante éste yo esté perdido ante ese carisma y encanto, que es tan característico de él: Federico.
Creo que, según mi punto de vista, estamos saliendo. Es genial porque, desde que llegué a ésta ciudad, no había podido hacer una verdadera amistad y él se convirtió en algo más que eso, alguien tan cercano para mí. Estamos dispuestos a compartir nuestros tiempos, a que se unan y dancen, mientras nos vemos directo a los ojos, nos perdemos en los rincones del alma del otro. Él también vive en un departamento, pero, al otro extremo de la ciudad y con compañeros de cuarto. De vez en cuando, platicamos sobre su vida, aunque no es un tema recurrente, la mayoría de nuestras charlas se basan en historias ficticias, y no, no me refiero a libros, películas o series de televisión.
—Había una vez un pueblerino que se fue a vivir a la ciudad —cuento, sin despegar la vista de las escasas nubes y el despejado cielo azul—. Él tenía sus expectativas altas, disfrutó de salir con sus nuevos amigos y conocer todos los sitios que pudiese. Al menos así fue como transcurrieron los primeros días, porque, luego, esos amigos resultaron ser solo compañeros de clase y la ciudad se volvió aburrida. Lo único que pasaba por la cabeza del pueblerino era lo mucho que extrañaba a su familia y su adorado hogar; pero sabía que lo mejor era quedarse en la ciudad, aprovechar su beca estudiantil en la universidad, intentar ser feliz, a pesar de no serlo. —Mis ojos viajan hasta los de Fede, quien con su rostro me impide seguir mirando el cielo.
—¿En serio así te sientes? —inquiere, pareciendo preocupando y después arrugando sus labios en un puchero de tristeza.
—Así se sentía el pueblerino —sonrío—, hasta que un mañana fue a una cafetería y conoció a tan encantador ser que éste se transformó en su motivación para seguir adelante.
—¿En serio así te sientes? —repite, pero ésta vez luce anonado, embobado, al tiempo que nos miramos con detalle y nuestros rostros están demasiado cerca, lo que me hace olvidar que nos encontramos en un parque público, tirados en el césped.
Ésta es la primera vez que siento que podríamos besarnos, pero acabo equivocado.
—C'est mon meilleur ami —dice, señalándome, cuando estamos sentados en una banca comiendo helados de café y aparecen sus amigos/compañeros de piso—. A ella le he estado enseñando francés —señala a una chica rubia—, ella estudia idiomas y es muy buena para mí.
—Uhm.
—No —se percata de que fue una mala elección de palabras—, quiero decir: considero que es buena con el francés.
—Sí, no pasa nada —me pongo de pie—, entiendo. —Aprecio, detenidamente, el rostro de Fede por unos segundos—. Será mejor que regrese, tengo mucho por estudiar y, además, tareas pendientes.
Doy marcha a mi huida.
—¡Quín! ¡Joaquín! —me llama Fede, a mis espaldas, pero me resigno a voltear.
Esto no es para mí. Él lo ha dejado claro con lo de «C'est mon meilleur ami»: solo soy su mejor amigo.
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Adicto al amar
Romance«Nos volvimos como el hielo y el dulce de leche en el café para mí: indispensables». Atracción hacia la cafeína, digo, adicción... sí, quiero decir: adicción causada por amor. Más de trescientas sesenta y cinco tazas de café había bebido Joaquín Rom...