Pròlogo

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Trece años antes…
—¡Preparados o no, allá voy!
Lucia se quitó las manos de los ojos y se dio media vuelta. En el bosque
reinaba un silencio sobrenatural, pero percibía que sus amigas estaban cerca. Sin
dudar, echó a correr, haciendo que la vegetación y las ramitas crujieran bajo sus
zapatillas mientras zigzagueaba entre los enormes pinos. Aguzó el oído al
escuchar una risilla.
Se dirigió hacia el sonido, pero el eco la despistó y solo consiguió sorprender a
una ardilla que estaba ocupada con una nuez enorme. La fresca sombra la
instaba a adentrarse en la arboleda. Un rápido vistazo al escondite habitual de
Maggie le reveló que solo había hojas. Lucia ralentizó el paso y estaba a punto de
girarse cuando oyó una voz.
—Un poco may orcita para jugar al escondite, ¿no?
Lucia se volvió y fulminó con la mirada al hermano mayor de su mejor
amiga.
—Es divertido. —Resopló con desdén. Habían estado muy unidos, hasta que
él se despertó un día y decidió de repente que no merecía la pena perder el
tiempo con ella. Ya nunca le hablaba ni se colaba en su casa para coger galletas
de chocolate ni le contaba chistes malos. Parecía que solo le llamaban la atención
las chicas mayores, tontas y con tetas. Claro que, ¿a quién le importaba? Se
negaba a seguirlo de un lado para otro como un perrito faldero—. Además, tú no
lo entenderías. Nunca quieres jugar con nosotras. ¿Qué haces aquí fuera?
Él se levantó del suelo y se acercó a ella. Alejandro rivera tenía dieciséis años y era
un incordio de lo peor. Se reía de todo lo que ella hacía y parecía que tenía
derecho a jugar a ser Dios porque era dos años mayor.
Tenía unas piernas largas y fuertes. El pelo se le caia sobre las orejas y por
encima de la frente, con una intrigante mezcla de tonos que iban desde el castaño
claro . Como los cereales que ella desayunaba, pensó Lucia. Una
combinación de arroz, trigo y maíz. Su cara era delgada, de rasgos definidos, con
un carnoso labio inferior que siempre la había intrigado. Esos ojos de color
Verde claro tenían un brillo inteligente y con un asomo de melancolía. Lucia
conocía esa tristeza. Era lo único que tenían en común.
Alejandro Rivera era un niño rico que se aislaba en su mundo y que parecía no tener
amigos. Lucia siempre se había preguntado cómo su hermana, Maggie, era tan extrovertida.
—Deberías tener cuidado en el bosque, mocosa. Podrías perderte.
—Me conozco el camino mejor que tú.
Él se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto.
—Seguramente. Deberías haber sido un chico.
Le hirvió la sangre al escucharlo. Apretó los puños a los costados y meneó la
cabeza, haciendo que su coleta se agitara.
—Y tú deberías haber sido una chica. Todo el mundo sabe que no te gusta
mancharte las manos, niño bonito.
Un golpe bajo. Que pareció tener efecto, porque se enfadó.
—Deberías aprender a comportarte como una chica de verdad.
—¿Cómo?
—Deberías maquillarte. Arreglarte. Besar a algún chico.
Jamás había malgastado su valioso dinero en brillo de labios. Ya era bastante
difícil comprar algo nuevo, ni que decir maquillaje o perfume. Lucia fingió una
arcada.
—Puaj.
—Seguro que no has besado a nadie.
Detectó el deje burlón de su voz. Casi todas sus amigas, que tenían catorce
años, y a habían experimentado sus primeros besos, incluida Maggie, pero en su
caso la idea siempre le había revuelto el estómago. Aunque antes muerta que
admitirlo delante de Alex
—Pues sí.
—¿A quién?
—No es asunto tuyo. Me largo.
—¿A que no te atreves?
Dejó un pie suspendido en el aire, sin acabar de dar el paso. El graznido de un
pájaro resonó en las alturas, y Lucia tuvo la sensación de que había llegado a un
punto de inflexión. Levantó la barbilla.
—¿A qué?
—Demuéstrame que sabes besar.
El estómago le dio un vuelco, se le aceleró el corazón y empezaron a sudarle
las manos. Puso cara de asco.
—¿Besándote a ti?
—Lo sabía.
—¿Crees que me gustaría besarte? ¡Te odio!
—Vale, olvida lo que he dicho. Solo quería comprobar si eras una chica de
verdad. Ahora sé que no lo eres.
Sus palabras le escocieron. Todas las dudas y las incertidumbres que la
consumían salieron a la superficie para confirmar que era distinta. ¿Por qué no
era como Maggie? ¿Por qué prefería pintar, leer y jugar con los animales antes que fijarse en los chicos? A lo mejor Alex tenía razón y era defectuosa. A lo
mejor…
Él hizo ademán de marcharse.
—¡Espera!
Alex  se quedó de espaldas a ella un momento, como si estuviera considerando
su súplica. Se dio la vuelta muy despacio.
—¿Qué?
Lucia se obligó a acortar la distancia que los separaba y a plantarse delante
de él. Le temblaban las piernas. Sentía algo muy raro en el cuerpo. Como si
estuviera a punto de vomitar.
—Sé besar. Y te… te lo voy a demostrar.
—Vale. Venga.
Alex ladeó la cadera, adoptando una pose arrogante, como si hiciera eso todos
los días y y a se estuviera aburriendo.
Lucia recordó lo que había visto en las películas y se inclinó hacia delante.
« No voy a meter la pata. Relaja los labios. Inspira hondo. Ladea la cabeza
para que no nos demos en la nariz. Dios, ¿y si lo golpeo en la barbilla y le hago
sangrar? No, no pienses en eso. Besar es muy sencillo.»  Nada del otro mundo…
Sintió el roce ligero y tibio de su aliento en los labios. Echó la cabeza hacia
atrás y se detuvo. Acto seguido, los labios de Alex rozaron los suyos.
Aunque fue una simple caricia, experimentó un sinfín de emociones. El
contacto de sus dedos sobre los hombros. La dulce presión de su boca. El olor del
bosque mezclado con las tentadoras notas de su suave colonia.
En esos breves segundos él le dio un regalo extraordinario. Le dio alas a su
corazón mientras una extraña felicidad le corría por las venas. Su primer beso de
verdad. ¿Cuántas veces había temido la experiencia, dejándose llevar por el
pánico de que odiaría a los chicos y los besos, y de que no sería normal? En ese
momento ya sabía que era una adulta y jamás volvería a cuestionar esa parte de
sí misma.
Alex se apartó muy despacio mientras ella abría los ojos. Sus miradas se
encontraron. Lucia sintió que las emociones la asaltaban como olas agitadas,
como si estuviera a punto de descender por la pendiente de una enorme montaña
rusa y la consumieran el miedo y la expectación. Contuvo el aliento, a la espera.
Alex tenía una expresión muy rara. La miraba como si no la hubiera visto en
la vida. Por un glorioso instante, atisbó algo en las profundidades de sus ojos
Verde un ramalazo de vulnerabilidad que él nunca compartía. Sus labios
esbozaron una sonrisilla.
Lucia le devolvió la sonrisa. Se sentía a salvo. Sabía que él y a no se reiría ni
pasaría de ella. Las cosas habían cambiado. Lo que llevaba tanto tiempo negando
brotó de sus labios de repente, sin pensar y sin tener en cuenta las consecuencias.
—Te quiero. Algún día me casaré contigo.
No dudó de su respuesta en ningún momento, segura de su amistad y del
beso. Confiaba en él de forma innata, sin reservas. Lucia esperó que su sonrisa se
ensanchara, esperó que le diera la razón, esperó que su relación por fin cambiara
después de ese beso tan perfecto.
Sin embargo, tuvo la impresión de que algo velaba la cara de Alex y el chico
al que había besado desapareció.
Entonces él soltó una carcajada.
Lucia parpadeó, y a que no comprendía su reacción, pero cuando volvió a
mirarlo a los ojos, el hielo se apoderó de su pecho.
—¿Casarnos? Menuda idea, Al. Cuando me case, será con una mujer de
verdad. No con una cría.
Meneó la cabeza con expresión socarrona y desdeñosa, como si la mera idea
pudiera hacerlo reír durante días. Como si pudiera hacer reír a sus amigos. Y a
sus novias de verdad.
Lucia se quedó plantada en el bosque, incapaz de hacer otra cosa que no
fuera mirarlo con cara espantada, incapaz de soltar una réplica ingeniosa por
primera vez en la vida.
Las carcajadas de Alex acabaron con una risilla.
—Pero tienes potencial. Con un poco de práctica, lo mismo consigues besar
bien y todo. Nos vemos, mocosa.
Y se marchó.
Lucia escuchó unas risillas. Horrorizada, se volvió y vio a una de sus amigas
escondida entre los arbustos. Todo el mundo se enteraría.
En ese preciso momento, a punto de convertirse en mujer, tomó su primera
decisión adulta: jamás permitiría que Alex o que cualquier otro chico la
humillaran de nuevo. El único amor que merecía la pena era el de su familia y
amigas. Los chicos no eran de fiar, y ella era lo bastante lista como para no
necesitar más lecciones.
Se dio media vuelta y salió corriendo del bosque, olvidado ya el juego del
escondite, mientras se preguntaba qué era el dolor que le invadía el pecho.
Por supuesto, todavía era demasiado joven para saber la respuesta.
La comprendió años más tarde.
Le habían roto el corazòn.

Matrimonio por ContratoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora