CAPITULO 4

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Alex se volvió para observar a su flamante esposa, dormida en ese momento.
Había apoy ado la cabeza en la puerta de la limusina. Se había arrancado el
tocado de encaje, que y acía arrugado a sus pies. Los rizos negros caían
alborotados, ocultándole los hombros. Olvidada, la copa de champán descansaba
en el portavasos, y a sin burbujas. En el dedo anular llevaba un diamante de dos
quilates que relucía bajo los últimos rayos del sol de la tarde. Había separado los
labios, voluptuosos y rojos, para respirar… y cada vez que lo hacía, se escuchaba
un delicado ronquido.
Lucia Sandoval era su mujer.
Alex cogió su copa de champán y brindó en silencio por el éxito obtenido. Por
fin era el dueño absoluto de Dreamscape Enterprises. Estaba a punto de
aprovechar la oportunidad del siglo y no necesitaba el permiso de nadie. Todo
había salido a pedir de boca.
Bebió un buen sorbo de Dom Pérignon y se preguntó por qué se sentía tan
mal. Su mente insistía en rememorar el momento en el que el sacerdote los había
proclamado marido y mujer. El momento en el que esos ojos de color zafiro lo
habían mirado rebosantes de pánico y terror mientras él se inclinaba para darle
el tradicional beso. El momento en el que esos labios, entonces pálidos y
temblorosos, le habían devuelto el beso. Sin pasión. Ese momento.
Se recordó que Lucia solo quería el dinero. Su habilidad para fingir que era
inocente resultaba peligrosa. Alex se burló de sus pensamientos y brindó de nuevo
antes de apurar el champán.
El conductor de la limusina bajó un poco el cristal tintado.
—Señor, y a hemos llegado.
—Gracias. Aparca en la parte delantera.
Mientras la limusina enfilaba la estrecha avenida de entrada, Alex despertó a
la novia con delicadeza. Lucia se removió, resopló y volvió a quedarse dormida.
Alex contuvo una sonrisa y estuvo a punto de susurrar su nombre. Pero se detuvo.
Para retomar con facilidad su viejo papel de torturador. Se inclinó hacia delante
y gritó su nombre.
Lucia se enderezó el asiento de golpe. Abrió mucho los ojos mientras se
apartaba el pelo de las orejas y contemplaba el vestido blanco de encaje que
llevaba como si fuera Alicia en el País de las Maravillas al aparecer en la
madriguera del conejo.
—¡Ay, Dios mío! Lo hemos hecho.
Alex le entregó los zapatos y el tocado.
—Todavía no, pero estamos de luna de miel. Si estás de humor, será un placer
complacerte.
Ella lo miró echando chispas por los ojos.
—Lo único que has hecho es aparecer el día de la boda. Si hubieras tenido
que organizar hasta el último detalle en tan solo siete días, estoy segura de que
ahora mismo estarías derrotado.
—Te dije que podía casarnos un juez de paz.
Lucia resopló.
—Típico de un hombre. No movéis un dedo para ayudar y, cuando se os
recrimina, os hacéis los inocentes.
—Roncas.
Ella lo miró boquiabierta.
—¡Yo no ronco!
—Sí que lo haces.
—No. Alguien me lo habría dicho.
—Estoy seguro de que tus amantes no querían que los echaras a patadas de tu
cama. Estás muy gruñona.
—No.
—Sí que lo estás.
La puerta de la limusina se abrió y el conductor le ofreció el brazo para
ayudarla a bajar. Tras sacarle la lengua a Alex, Lucia bajó del vehículo con la
misma altivez con que lo habría hecho la reina Isabel. Alex contuvo otra
carcajada y la siguió. Lucia se detuvo en la acera y él la observó mientras
contemplaba las líneas curvas de la mansión, que recordaban a una villa típica de
la Toscana. La arenisca y la terracota le otorgaban una discreta elegancia,
mientras que los altos muros y las grandes ventanas proyectaban un aura
histórica. La avenida de entrada estaba flanqueada por un prado verde que se
extendía hasta los pies de la mansión y que la rodeaba por completo. Las
jardineras de las ventanas estaban cuajadas de geranios en flor, a fin de
completar la apariencia de la vieja Italia. La planta de arriba contaba con una
amplia terraza con barandilla de hierro forjado, donde se habían dispuesto mesas,
sillas y un jacuzzi semioculto entre frondosas plantas. Lucia abrió la boca como
si fuera a comentar algo, pero la cerró de nuevo.
—¿Qué te parece? —le preguntó él.
Ella ladeó la cabeza.
—Es impresionante —dijo—. La casa más bonita que he visto en la vida.
Su evidente entusiasmo lo complació muchísimo.
—Gracias. La he diseñado y o.
—Parece antigua.
—Eso pretendía. Te prometo que tiene agua corriente y todo.
Lucia meneó la cabeza y lo siguió al interior. El suelo era de mármol brillante
y los techos, altos como los de una catedral, aumentaban la elegancia y la
sensación de amplitud. En el centro del vestíbulo estaba la enorme escalinata de
caracol, alrededor de la cual se disponían las distintas estancias, todas muy
amplias y luminosas. Tras darle una propina al conductor, Alex cerró la puerta.
—Vamos, te lo enseñaré todo. Amenos que antes quieras cambiarte de ropa.
Lucia se agarró la vaporosa falda y se levantó la cola. Por debajo asomaron
los pies, cubiertos tan solo con las medias.
—Tú delante.
Alex la guio en un recorrido completo. La cocina estaba muy bien equipada,
y contaba con una encimera de acero inoxidable y cromo, si bien mantenía esa
sensación acogedora que habría enorgullecido a cualquier abuela italiana. La isla
central era de madera y estaba cargada de cestas con frutas, de ristras de ajos y
de hierbas aromáticas maceradas en botes de cristal llenos de aceite de oliva, de
pasta deshidratada y de tomates maduros. La mesa era de roble macizo y
contaba con unas sillas recias y cómodas. Una selección de botellas de vino
descansaba en un botellero de hierro forjado. Una cristalera daba paso al
solárium, decorado con muebles de mimbre, estanterías y jarrones rebosantes de
margaritas. Los cuadros no eran coloridos, al contrario, las paredes estaban
adornadas con fotografías en blanco y negro de distintos edificios de todo el
mundo. Alex disfrutó mucho de las expresiones de Lucia a medida que iba
descubriendo su hogar. La llevó escaleras arriba hacia los dormitorios.
—Mi habitación está al fondo del pasillo. Tengo un despacho privado, pero tú
puedes usar el ordenador de la biblioteca. Pediré cualquier cosa que necesites. —
Abrió una de las puertas—. Tu habitación tiene baño privado. Como no conozco
tus gustos, puedes redecorarla si te apetece.
Alex la observó contemplar la decoración en tonos neutros y suaves, la
enorme cama con dosel y los muebles a juego.
—Está muy bien, gracias —replicó ella.
La miró un instante mientras la tensión palpitaba entre ellos.
—Sabes que debemos quedarnos encerrados aquí durante al menos dos días,
¿verdad? Hemos recurrido al trabajo como excusa para no irnos de luna de miel,
pero no puedo aparecer en la oficina hasta el lunes o la gente empezará a
especular.
Ella asintió con la cabeza.
—Usaré el ordenador de la biblioteca para mantenerme al día. Además,
Maggie me ha dicho que va a echarme una mano.
Alex se volvió.
—Ponte cómoda antes de bajar a la cocina. Prepararé algo para cenar.
—¿Sabes cocinar?
—No me gusta que haya desconocidos en la cocina. Bastante tuve cuando era
pequeño. Así que, sí, he aprendido a cocinar.
—¿Se te da bien?
Alex resopló.
—Soy el mejor.
Y con eso, cerró la puerta al salir.
¡Qué tío más arrogante!
Lucia se volvió para contemplar su nuevo dormitorio. Sabía que a Alex le
gustaba vivir entre lujos, pero la visita guiada la había dejado con la sensación
que debió de tener Audrey Hepburn en la película My Fair Lady: incurablemente
vulgar por más que su tutor se empeñara en pulirla.
Al cuerno con todo. Necesitaba que su vida fuera lo más normal posible,
estuviera casada o no. Alex no era su marido de verdad y no tenía la intención de
dejarse arrastrar por una falsa sensación doméstica que acabara pasándole
factura al final del año acordado. Seguramente ni siquiera lo viera a menudo.
Suponía que él también trabajaba hasta tarde y que, aparte de las fiestas
ocasionales a las que tendrían que asistir juntos, llevarían vidas separadas.
Más segura tras la charla mental consigo misma, se quitó el vestido y se pasó
una hora disfrutando de la lujosa bañera de hidromasaje que había en su cuarto
de baño. Miró de pasada el camisón transparente de color negro que sus
hermanas habían guardado en su bolsa de viaje y después lo metió en un cajón.
Acto seguido, se puso unos leggins y una sudadera corta de franela, se recogió el
pelo y bajó a la cocina. Mientras escuchaba el chisporroteo de la comida, se
sentó en una de las sillas talladas. Levantó los pies, los apoyó en el borde y se
abrazó las rodillas, dispuesta a contemplar a su flamante marido.
Alex no se había cambiado de ropa, aunque sí se había quitado la chaqueta del
esmoquin y se había remangado la impecable camisa blanca. Además, se había
desabrochado los botones de ónice, de modo que parte de su pecho quedaba a la
vista, revelando el vello negro que salpicaba sus tonificados músculos. Lucia tuvo
que hacer un gran esfuerzo para no mirarle el culo. Porque tenía un culo de
infarto. No poder verlo desnudo iba a ser una pena. A esas alturas no contaba que
lo hubiera visto desnudo de adolescente cuando Maggie le bajó el bañador.
Además, si no recordaba mal, en aquel entonces estaba concentrada en la parte
delantera de su persona.
—¿Me ayudas?
Lucia se clavó las uñas de una mano en la palma a fin de volver a la realidad.
—Claro. ¿Qué vamos a comer?
—Fettuccini alfredo con gambas, pan de ajo y una ensalada.
Lucia soltó un gemido.
—¡Ay, eres cruel!
—¿No te gusta el menú?
—Me gusta demasiado. Pero me conformaré solo con la ensalada.
Alex le dirigió una mirada de disgusto por encima del hombro.
—Estoy cansado de las mujeres que piden una ensalada y después se
comportan como si se merecieran una medalla. Una buena comida es un regalo.
Lucia apretó aún más los dedos contra la palma.
—En fin, gracias por compartir conmigo la arrogante visión que tienes de las
mujeres. Para que lo sepas, soy capaz de apreciar la buena comida mejor que
tú. ¿No te has fijado en los entremeses que he elegido para la boda? ¿No has visto
los que me he comido? Joder, es típico de un hombre pedirle a una mujer un
menú calórico y rico en grasas, y después ofenderse si no se lo come. ¡Y para
colmo se sorprende cuando la ve desnuda en el dormitorio y le pregunta que de
dónde han salido esos cinco kilos de más!
—Una mujer con curvas no tiene nada de malo.
Lucia se levantó de un salto de la silla y fue en busca de los ingredientes para
la ensalada.
—Eso lo he oído antes. Vamos a ponerte a prueba, ¿te apetece? ¿Cuánto pesa
Gabriella? Alex no contestó.
Lucia resopló al tiempo que arrojaba un pimiento rojo a la mesa, que aterrizó
junto a la lechuga romana.
—¡Anda! ¿Te ha comido la lengua el gato? ¿Pesa cuarenta y cinco kilos, o eso
se considera estar gorda hoy en día?
Cuando habló, el tono de Alex Rivera no era tan arrogante.
—Es modelo. Tiene que controlar el peso.
—¿Y pide ensaladas cuando come en algún restaurante?
Alex guardó silencio de nuevo.
Un pepino rodó por la encimera y se detuvo en el borde.
—Ah, supongo que eso es un sí. Pero estoy segura de que tú admiras mucho
su disciplina mientras la desnudas.
Alex cambió el peso del cuerpo sobre los pies, pero sin apartar la mirada de
las gambas que estaba preparando en la sartén.
—Gabriella es un mal ejemplo.
La verdad, parecía incómodo.
—Pues no lo entiendo. Maggie dice que sueles salir con modelos. Me parece
que te gustan las mujeres flacas y que aceptas que solo coman ensaladas. —
Lavó las verduras, cogió un cuchillo y comenzó a trocearlas—. Sin embargo, en
el caso de alguien con quien no piensas acostarte, supongo que no te importa lo
gorda que se ponga mientras te acompañe durante las comidas.
—Resulta que detesto salir a cenar con mis parejas. Sé que tienen que
cuidarse por su trabajo, pero disfruto mucho más con una mujer a la que le guste la buena comida y a la que no le dé miedo comer. Tú no estás gorda. Nunca lo
has estado, así que no sé a qué viene esta obsesión.
—Me llamaste gorda en una ocasión.
—No lo hice.
—Sí lo hiciste. Cuando tenía catorce años, me dijiste que estaba engordando
donde no debía hacerlo.
—Joder, me refería a tus pechos. Era un adolescente insoportable que solo
quería torturarte. Siempre has sido muy guapa.
En la cocina se hizo un repentino silencio.
Lucia levantó la vista de las verduras con la boca abierta. Durante todos los
años que se había relacionado con Alejandro Rivera, este la había atormentado,
torturado e insultado.
Jamás le había dicho que fuera guapa.
Alex batió la nata y dijo a la ligera:
—Sabes a lo que me refiero. Eres guapa, pero desde el punto de vista
fraternal. Os vi, a Maggie y a ti, dejar de ser niñas y convertiros en mujeres.
Ninguna de las dos es fea. Ni gorda. Creo que te juzgas con demasiada dureza.
Lucia comprendió lo que le decía. Alex no la veía como a una mujer guapa,
sino más bien como a una irritante hermana pequeña que había acabado siendo
atractiva. La diferencia era enorme, y tuvo que esforzarse para no sentirse
dolida.
—Bueno, pues y o voy a comerme esta ensalada y no quiero escuchar ni un
comentario más sobre las mujeres.
—Vale. ¿Te importa abrir una botella de vino? Hay una enfriándose en el
frigorífico.
Lucia descorchó una cara botella de chardonnay y observó a Alex mientras
él lo probaba. Percibió el olor amaderado y afrutado del vino. Se debatió durante
unos instantes, pero claudicó. Una copa. Después de todo, se la merecía.
Se sirvió una copa y bebió un sorbo. El líquido se deslizó por su garganta. Era
un poco seco, pero suave al gusto. Tuvo que contener un gemido de placer. Se
lamió los labios mientras cerraba los ojos y dejaba que el sabor del vino la
inundara.
Alex estaba a punto de decir algo, pero se quedó mudo. Verla beberse el vino y
disfrutar de su sabor lo dejó paralizado. La sangre comenzó a latirle en las venas
y se empalmó al instante. Lucia se lamía los labios con tanta delicadeza que
deseó verla lamer otra cosa que no fuera vino. Se preguntó si también gemía de
esa forma tan ronca cuando tenía a un hombre enterrado entre los muslos,
enterrado en su húmedo cuerpo. Se preguntó si dicho cuerpo sería tan ardiente
como sus labios y si se cerraría en torno a él como si fuera un puño de seda,
exigiéndole que se lo diera todo y obligándole a darle eso y mucho más. Los
pantalones que llevaba revelaban todas sus curvas, desde el trasero hasta el
delicioso contorno de sus piernas. Se le había subido la sudadera, dejando a la
vista un trozo de piel desnuda. Era evidente que se había quitado el sujetador, y a
que no lo veía como un hombre que la deseaba, sino más bien como a un
hermano mayor sin deseos masculinos.
Deseó mandarla al cuerno por su capacidad para complicar las cosas. Tras
dejar el cuenco con la pasta sobre la mesa, se dispuso a colocar los cubiertos.
—Deja de beberte el vino así. No estás en una película porno.
Lucia soltó un grito ahogado.
—¡Oy e, no la pagues conmigo, so gruñón! Yo no tengo la culpa de que tu
empresa sea más importante para ti que un matrimonio de verdad.
—Sí, pero si no recuerdo mal, tú estabas muy dispuesta a aprovechar la
oportunidad. Tú y y o estamos empatados en esto.
Lucia cogió el cuenco de la pasta y se sirvió un plato.
—¿Quién eres tú para criticarme? Siempre te lo han dado todo. Te regalaron
un Mitsubishi Eclipse cuando cumpliste los dieciséis años. A mí me regalaron un
Chevette.
El recuerdo hizo que Alex se tensara.
—Tú tenías una familia. Yo tenía una mierda.
Lucia guardó silencio, durante el cual cogió un trozo de pan de ajo caliente
cubierto por mozzarella derretida.
—Tenías a Maggie.
—Lo sé.
—¿Qué pasó entre vosotros? Antes estabais muy unidos.
Alex se encogió de hombros.
—Cambió al llegar al instituto. Dejó de hablarme de repente. Ya no me
dejaba entrar en su dormitorio para hablar con ella y al final acabó alejándose
de mí por completo. Así que y o me concentré en mi vida. En aquella época tú
también perdiste el contacto con ella, ¿no?
—Sí. Siempre he pensado que le pasó algo, pero jamás habla del tema. De
todas formas, mi familia pasó una mala racha durante un tiempo, así que no
fuiste el único.
—Pero ahora sois como Los Walton.
Lucia se echó a reír antes de llevarse el tenedor a la boca.
—Mi padre tiene que compensarnos por muchas cosas, pero creo que hemos
logrado completar bien el ciclo.
—¿Qué ciclo?
—El del karma. Cuando alguien la fastidia y te hace mucho daño. Nuestro
primer instinto es devolvérsela o negarnos a perdonar.
—Me parece razonable.
—Ah, pero de esa manera, el ciclo de dolor y de vejaciones continúa.
Cuando mi padre volvió, decidí que solo tenía un padre y que debía aceptar lo
que él estuviera dispuesto a ofrecerme. Al final, dejó el alcohol e intentó
compensarnos por el pasado. Alex resopló.
—Se largó cuando erais pequeños y abandonó a su familia para darle a la
botella. Abandonó a las gemelas. Y ¿después volvió pidiendo perdón? ¿Por qué
volvisteis a aceptarlo en vuestras vidas?
Lucia pinchó una gamba con el tenedor, pero la dejó a medio camino de sus
labios.
—Tomé una decisión —contestó ella—. Jamás olvidaré lo que pasó, pero si
mi madre aprendió a perdonarlo, ¿cómo iba a negarme y o a hacerlo? Las
familias permanecen juntas, pase lo que pase.
Semejante facilidad para perdonar dejó a Alex asombrado y aturdido. Se
sirvió más vino.
—Es mejor marcharse con la cabeza alta y el orgullo intacto. Es mejor dejar
que ellos sufran por todo el daño que han causado.
Lucia pareció analizar sus palabras.
—Estuve a punto de hacerlo. Pero me di cuenta de que, además de ser mi
padre, es un ser humano que cometió un error. Si hubiera elegido mi orgullo, me
habría quedado sin padre. Cuando tomé la decisión, rompí el ciclo. Mi padre
acabó rehabilitado y reconstruimos nuestra relación. ¿Has pensado alguna vez en
ponerte en contacto con tu padre?
Las emociones lo abrumaron de repente. Alex luchó contra su antigua
amargura y consiguió encogerse de hombros.
—Jed Rivera no existe para mí. Esa fue la decisión que yo tomé.
Se preparó para recibir su lástima, pero Lucia  se limitó a demostrarle una
compasión que lo alivió. ¿Cuántas veces había ansiado una paliza o un castigo por
parte de su padre en vez de su negligencia? En cierto modo, el desapego le había
provocado una profunda herida que a esas alturas era incurable.
—¿Y tu madre?
Alex clavó la mirada en el plato.
—Está liada con otro actor. Le gustan los hombres que se dedican al mundo
del espectáculo. Así se siente importante.
—¿La ves a menudo?
—El hecho de tener un hijo adulto le recuerda su verdadera edad. Así que le
gusta hacer como que no existo.
—Lo siento.
Unas palabras sencillas, pero sinceras y procedentes del corazón. Alex alzó la
mirada del plato. Por un segundo el aire entre ellos se cargó de energía, fruto de
la comprensión y del deseo, si bien la sensación no tardó en desvanecerse como si jamás se hubiera producido. Alex esbozó una media sonrisa con la que
pretendía ridiculizar la confesión que acababa de hacer.
—Pobre niño rico. Pero tienes razón en una cosa. El Mitsubishi era la caña.
Lucia se echó a reír y cambió el tema de conversación.
—Háblame del acuerdo en el que estás trabajando. Debe de ser algo muy
gordo para aceptar un año de celibato.
Alex no mordió el anzuelo, pero sí le lanzó una mirada de advertencia.
—Quiero que Dreamscape participe en una licitación para construir la nueva
zona del río.
Lucia enarcó una ceja.
—He oído que quieren construir un spa y unos cuantos restaurantes. Todo el
mundo está hablando de ese asunto, y eso que antes la gente no quería ni
acercarse al río por la inseguridad de la zona.
Alex se inclinó hacia delante, ansioso por hablar del tema.
—Pero ahora está cambiando. Han aumentado la seguridad y los pocos bares
y tiendas que ya funcionan van muy bien. Eso hará que la zona resulte atractiva
tanto para los residentes como para los turistas. ¿Te imaginas todo aquello con
senderos iluminados cerca de la orilla y con zonas de recreo? ¿Qué te parece un
spa al aire libre donde puedes contemplar las montañas mientras te hacen un
masaje? Ese es el futuro.
—También he oído que solo les interesan que participen en la licitación los
grandes estudios de Manhattan.
Alex  se puso tenso como si el tema fuera realmente una necesidad física.
Tenía su sueño al alcance de la mano y no permitiría que nada se interpusiera en
su camino. Pronunció las siguientes palabras como si fueran un mantra:
—Voy a conseguir el contrato.
Lucia parpadeó y después asintió despacio con la cabeza, como si la
convicción de Alex  la hubiera persuadido.
—¿Dreamscape tiene capacidad para afrontar ese tipo de proy ecto?
Alex bebió un sorbo de vino.
—El consejo de administración cree que es demasiado ambicioso, pero voy a
demostrarles que se equivocan. Si lo consigo, Dreamscape subirá a lo más alto.
—¿Lo importante es el dinero?
Él negó con la cabeza.
—El dinero me da igual. Quiero dejar huella y sé cómo conseguirlo. Mi
proy ecto no es demasiado urbano, no quiero que compita con las montañas, al
contrario. Quiero una estructura que se rinda a la naturaleza y que se integre en
ella, no que compita con ella.
—Me da la impresión de que llevas mucho tiempo reflexionando al respecto.
Alex mojó el último trozo de pan en la salsa y se lo llevó a la boca.
—Sabía que la ciudad no tardaría mucho en tomar la decisión y quería estar preparado. Llevo años pensando en distintos diseños para la zona del río. Estoy
listo.
—¿Cómo vas a conseguirlo?
Alex clavó de nuevo la vista en el plato. Era curioso que Lucia supiera cuándo
mentía. Una habilidad que tenía desde pequeña.
—Ya cuento con el apoy o de uno de los miembros implicados en el proyecto.
Richard Drysell es el encargado de la construcción del spa y compartimos la
misma visión. Celebra una cena el próximo sábado a la que asistirán los otros dos
miembros a los que necesito convencer. Así que espero causar buena impresión.
—No añadió de qué manera pensaba que Lucia colaborara. Porque su flamante
esposa jugaría un papel importante para sellar el acuerdo, aunque prefería
explicárselo la noche de la cena. Cuando levantó la mirada, vio que ella había
apurado el plato. El cuenco de ensalada seguía en el centro, aunque ninguno lo
había tocado. De la pasta, del pan y del vino no quedaba ni rastro. Lucia parecía
a punto de explotar—. La ensalada tiene una pinta estupenda —le dijo—. ¿No vas
a comértela?
Ella esbozó una sonrisa forzada y cogió el tenedor para pinchar unas hojas de
lechuga.
—Claro. Me encantan las ensaladas.
Alex sonrió.
—¿Vas a comer postre?
Ella soltó un gemido.
—Qué gracioso.
No tardaron mucho en recogerlo todo y en meter los platos en el lavavajillas,
tras lo cual Lucia se acostó en el sofá de color arena del salón. Alex supuso que
buscaba la postura perfecta para hacer la digestión de forma rápida.
—¿Vas a trabajar esta noche? —oy ó que le preguntaba.
—No, es tarde. ¿Y tú? —quiso saber él.
—Qué va, estoy cansada. —Se produjo un breve silencio—. Bueno, ¿qué
quieres hacer?
Alex  vio que se le había subido la sudadera. La piel morena y tersa de su
abdomen hizo trizas su concentración. Se le ocurrieron un par de ideas sobre lo
que podían hacer. Algo que implicaba subirle lentamente la sudadera para
lamerle despacio los pezones hasta que estuvieran bien duros bajo su lengua. El
resto consistía en bajarle los leggins y comprobar en cuánto tiempo era capaz de
ponerla a doscientos. Puesto que era imposible, se encogió de hombros.
—No lo sé. ¿Vemos la tele? ¿Alguna película?
Ella negó con la cabeza.
—Póquer.
—¿Cómo dices?
Los ojos de Lucia se iluminaron.
—Póquer. Tengo una baraja de cartas en la maleta.
—¿Llevas tu propia baraja encima?
—Nunca se sabe cuándo vas a necesitarla.
—¿Qué apostamos?
Lucia se levantó de un brinco del sofá y se encaminó hacia la escalera.
—Dinero, por supuesto. Amenos que seas un cobarde.
—Vale. Pero usaremos mis cartas.
Lucia se detuvo en mitad de la escalera y lo miró.
—Vale. Genial.
Alex usó el mando a distancia y los acordes de Madame Butterfly resonaron
en el salón. Rellenó las copas y se acomodó frente a la mesa auxiliar. Lucia se
sentó a su lado, con las piernas cruzadas. La observó barajar las cartas con
destreza, con la rapidez de una experta. De repente, se la imaginó ataviada con
un vestido de gran escote mientras repartía las cartas en un saloon del oeste,
sentada en el regazo de un vaquero. Desterró la imagen y se concentró en las
cartas.
—Habla el que reparte. Jugamos a five card stud. Se apuesta primero.
Alex  frunció el ceño.
—¿Qué apostamos? —quiso saber.
—Ya te he dicho que dinero.
—¿Le digo al may ordomo que abra la caja fuerte? ¿O nos apostamos las
joy as de la familia?
—Qué gracioso. ¿No tienes dinero suelto por ahí?
Alex esbozó una sonrisa.
—Lo siento. Solo llevo billetes de cien.
—Ah…
Lucia pareció tan desilusionada que Alex acabó riéndose.
—¿Qué te parece si nos apostamos algo más interesante?
—No pienso jugar al strip póquer.
—Me refería a favores.
La vio morderse el labio inferior. El gesto le provocó una oleada de placer.
—¿Qué tipo de favores? —le preguntó ella.
—El primero que gane tres manos seguidas consigue un favor del otro. Se
puede usar en cualquier momento, como si fuera un vale de compra.
Lucia lo miró con genuino interés.
—¿Se podrá utilizar para cualquier cosa? ¿No hay restricciones?
—No hay restricciones.
El desafío la conquistó como a cualquier jugador que hubiera olfateado una
buena apuesta. Alex presintió su victoria antes incluso de que Lucia accediera.
Cuando asintió con la cabeza, estuvo a punto de relamerse los labios, porque de
esa manera por fin lograría hacerse con el control de ese matrimonio durante los próximos meses.
Lucia repartía. Al ver sus cartas, Alex estuvo a punto de echarse a reír, y a
que suponía cuál sería el resultado, pero se negó a ser clemente. Lucia desechó
una carta y cogió otra.
Alex mostró las suyas.
—Full.
—Pareja de jotas. Te toca.
Alex  le reconoció el mérito. Lucia no cedía y mantenía sus emociones bajo
llave. Supuso que fue su padre quien la enseñó a jugar y, de no ser por su
maestría con las cartas, Lucia le habría resultado un rival difícil de vencer. En
esa mano Lucia le mostró una pareja de ases, pero se rindió a su trío de cuatros.
—Una mano más —anunció Alex.
—Sé contar. Me toca repartir. —Sus dedos volaron sobre las cartas—. ¿Dónde
aprendiste a jugar al póquer?
Alex observaba sus cartas con expresión neutra.
—Tenía un colega que organizaba una partida semanal. Era una buena excusa
para beber y eso.
—Pues te pega más el ajedrez.
Alex desechó una carta y cogió otra.
—También se me da bien.
Lucia soltó un resoplido muy poco femenino.
—Enséñamelas.
Ella le mostró su escalera con expresión triunfal.
Alex casi sintió lástima. Casi.
—Buena mano —comentó con una sonrisa engreída—. Pero no lo bastante.
—Le mostró un póquer de ases, tras lo cual estiró las piernas al frente y apoyó la
espalda en el sofá—. Eso sí, lo has intentado.
Lucia contempló sus cartas, boquiabierta.
—La probabilidad de conseguir un póquer de ases jugando al five card stud
es… ¡Madre mía, has hecho trampas!
Alex meneó la cabeza al tiempo que chasqueaba la lengua.
—Vamos, Al, suponía que serías mejor competidora. ¿Sigues siendo una mala
perdedora? En cuanto a mi favor…
Alex se preguntó si le estaría saliendo humo de verdad por las orejas.
—Nadie es capaz de conseguir un póquer de ases a menos que dé un
cambiazo con las cartas. ¡No me mientas, porque y o había pensado en hacer eso
mismo!
—No me acuses de algo que no puedes demostrar.
—Has hecho trampas —insistió, con un deje asombrado y espantado a la vez
—. Me has mentido en la noche de bodas.
Alex resopló.
—Si no quieres pagar la deuda, dilo. Típico de una mujer… no sabéis perder.
Lucia se retorció, furiosa.
—Eres un tramposo, Alejandro Rivera.
—Demuéstralo.
—Lo haré.
Y con esas palabras se lanzó a sus brazos, por encima de la mesa auxiliar.
Alex se quedó sin aire en los pulmones al sentir el impacto de su cuerpo y
acabó tumbado sobre la alfombra, mientras ella introducía una mano en las
mangas de su camisa en busca de las cartas que sospechaba que había escondido.
Alex gruñó, asaltado por el roce de ese cuerpo tan femenino sobre el suy o, si
bien lo único que quería Lucia era encontrar la evidencia de que había hecho
trampas. Intentó quitársela de encima, pero en ese momento ella comenzó a
rebuscar en el bolsillo de la camisa, arrancándole una carcajada. Al escucharse,
cayó en la cuenta de que esa mujer lo había hecho reír durante la pasada
semana más de lo que se había reído desde que era pequeño. Al sentir sus dedos
en los bolsillos del pantalón, pensó que, si seguía buscando, acabaría encontrando
algo. La carcajada se convirtió en un retortijón en las entrañas y de repente giró
sobre el suelo llevándola consigo y la inmovilizó con su cuerpo, atrapándole las
manos junto a la cabeza.
Durante la refriega, Lucia había perdido el pasador del pelo. Sus rizos
azabaches le ocultaban parte de la cara. Esos ojos verdes lo contemplaban,
furiosos, entre el pelo, destilando un desdén engreído que solo ella era capaz de
sentir después de haberlo arrojado al suelo en primer lugar para reducirlo. Sus
pechos, libres y a que no llevaba sujetador, subían y bajaban, tensando la
sudadera. Tenían las piernas entrelazadas y ella había separado un poco los
muslos.
Alex descubrió que estaba en un buen lío.
—Sé que tenías las cartas escondidas. Admítelo y y a está, para que podamos
olvidar lo que ha pasado.
—Estás loca, ¿lo sabes? —murmuró él—. ¿Es que no sopesas las
consecuencias de tus actos? —La vio hacer un mohín con el labio inferior y soltar
el aire con fuerza. Los mechones        cayeron por fin hacia un lado, despejándole los ojos
—. No he hecho trampas. —El mohín siguió en su sitio. Alex soltó un taco y le
aferró las muñecas con más fuerza al tiempo que la ponía verde por obligarlo a
desearla y por no ser consciente del efecto que tenía sobre él—. Lucia, ya no
somos críos. La próxima vez que tires a un hombre al suelo, prepárate para lo
que suceda después.
—¿Te crees Clint Eastwood o qué? ¿Ahora vas a decirme algo así como:
« Anda, alégrame el día» ?
El calor que sentía en la entrepierna se le subió la cabeza, ofuscándolo hasta
que solo fue capaz de pensar en la cálida humedad de su boca y en la suavidad del cuerpo que tenía debajo. Ansiaba estar desnudo con ella entre las sábanas
revueltas; sin embargo, Lucia lo trataba como si fuera un irritante hermano
mayor. Pero eso no era lo peor. Lucia era su mujer. La idea lo atormentaba.
Algún instinto atávico y troglodita se apoderó de él, instándolo a hacerla suy a.
Por ley, ya le pertenecía.
Y esa noche era su noche de bodas.
Lucia lo retaba a convertir su ira en deseo, a sentir sus labios húmedos y
trémulos bajo los suy os, mientras se rendía a la pasión. La lógica que lo había
llevado a redactar una lista, a trazar un plan y a declarar que sería un matrimonio
de conveniencia acabó arrojada por la borda.
Decidió hacer suya a su mujer.
Lucia sintió que el hombre que tenía encima estaba totalmente tenso. Hasta ese
momento se encontraba tan pendiente de la discusión que mantenían que se le
había olvidado que lo había inmovilizado contra el suelo. Abrió la boca para soltar
una bordería sobre la sumisión, pero se detuvo. Y lo miró a los ojos. En ese
momento contuvo el aliento.
« ¡Ay, Dios!» , pensó.
El deseo sexual fluía entre ellos cual tornado que ganaba velocidad y fuerza a
cada segundo que pasaba. Esos ojos verdes la miraban con un brillo ardiente.
Con una expresión a caballo entre el deseo y la ira. Se percató de que Alex  estaba
apoyado entre sus muslos y de que sus labios se encontraban a escasos
centímetros de los suyos, si bien tenía el torso elevado para aprisionarle las
manos. La situación había perdido el tinte de broma fraternal. Tampoco parecía
típica de dos amigos ni de dos socios. Lo que quedaba era el deseo entre un
hombre y una mujer, y Lucia se sintió arrastrada al torbellino por las
necesidades de su cuerpo.
—¿Alex? —dijo con voz ronca, titubeante.
Sintió los pezones endurecidos, tensando la tela de la sudadera. Los ojos
Verdes de Alex recorrieron su cara, sus pechos y la parte de su abdomen que
quedaba expuesta. La tensión entre ellos resultaba casi insoportable. Lo vio
inclinar la cabeza. El roce de su aliento le acarició los labios mientras decía:
—Esto no significa nada.
Su cuerpo contradijo dichas palabras en cuanto se apoderó de sus labios con
un ansia feroz. Al instante y sin delicadeza, le introdujo la lengua en la boca,
dispuesto a explorar su interior. Lucia sintió que se le nublaba la razón, atrapada
entre el escozor que le había provocado el comentario y el placer que la recorría
en oleadas. Le aferró las manos con fuerza y se dejó llevar, arrastrada por el
deseo y el vino. Levantó las caderas para acogerlo entre los muslos y frotó los
pechos contra su torso. Había perdido el control en apenas unos segundos. El
vacío desolador de los últimos años fue sustituido por el sabor, las caricias y el
olor de Alex.
Le devolvió el beso con pasión, introduciéndole también la lengua en la boca,
y soltó un gemido ronco. Alex  le soltó las manos para acariciarle el abdomen y
ascender en busca de sus pechos. Sintió que los pezones se le endurecían aún más
cuando le levantó la sudadera. El fuego que ardía en esos ojos verdes  mientras
contemplaba sus pechos estuvo a punto de abrasarla. Tras acariciarle un pezón
con un pulgar, arrancándole un grito, lo vio inclinar la cabeza. Era el momento de
la verdad. Si la besaba de nuevo, se rendiría. Su cuerpo lo deseaba y no
encontraba objeción alguna para detener lo que estaba sucediendo.
Alguien llamó al timbre.
El sonido reverberó por las paredes. Alex se incorporó y se separó de ella al
instante, como si fuera un político pillado con las manos en la masa, murmurando
algunas palabrotas que Lucia ni siquiera sabía que existían.
—¿Estás bien? —le preguntó Alex.
Lucia parpadeó al presenciar el recatado comportamiento de un hombre que
poco antes había estado a punto de arrancarle la ropa. Lo observó abrocharse
despacio la camisa mientras esperaba a que ella le respondiera. Salvo por el bulto
que se apreciaba en la parte delantera de sus pantalones negros, parecía no estar
afectado en absoluto por lo sucedido. Tal como ocurrió después de que la besara
en casa de sus padres.
La pesada comida le revolvió el estómago, y se vio obligada a luchar contra
las náuseas. Respiró hondo, tal como le habían enseñado a hacer en las clases de
yoga, y se sentó al tiempo que se bajaba la sudadera.
—Claro. Abre la puerta.
Alex la observó un instante, como si estuviera decidiendo si se fiaba o no de su
fachada, tras lo cual asintió con la cabeza y salió de la estancia.
Lucia se llevó los dedos a los labios y trató de recuperar la compostura.
Había cometido un error garrafal. Obviamente, su reciente celibato había hecho
estragos en sus hormonas, listas para revolucionarse en cuanto un hombre la
tocara. El último comentario de Alex pasó por su cabeza a modo de mordaz
colofón.
« Esto no significa nada.»
Escuchó que alguien hablaba en el pasillo. Acto seguido, una morena muy
alta y con unas piernas larguísimas entró en el salón con total confianza, como si
conociera bien la casa. Lucia observó en ese momento a una de las mujeres más
guapas que había visto en la vida… y que a todas luces era la ex de Alex.
Sus interminables piernas, que ascendían desde los altísimos zapatos negros de
plataforma, estaban enfundadas en unos pantalones de seda. Llevaba un cinturón
plateado en torno a sus delgadas caderas y un top metálico ceñido a sus diminutos
pechos y con escote de pico que dejaba al descubierto la parte superior de sus
hombros. Una larga melena negra perfectamente ondulada le caía por la
espalda. Ni un solo rizo encrespado a la vista. Sus ojos eran de un asombroso
verde esmeralda y estaban rodeados por espesas pestañas negras. Tenía los labios
voluptuosos y los pómulos afilados, lo que le confería una elegancia serena. Tras
echar un vistazo por el salón, sus ojos se clavaron en Lucia.
En ese momento supo que iba a vomitar.
La diosa se volvió hacia Alex  con expresión arrepentida. Hasta su voz tenía un
deje erótico cuando dijo:
—Es que tenía que conocerla.
Lucia comprendió con espanto que Gabriella no solo se acostaba con Alex,
sino que también sentía algo por él. La miró de mujer a mujer, y la expresión
dolida que rondaba sus ojos le reprochó que le hubiera robado a su hombre. En
parte, Lucia contemplaba la escena como si estuviera viéndola desde fuera, y le
resultó graciosa. Era como ver un episodio de un reality show de televisión. Al
menos no se trataba de Jersey Shore, pensó aliviada. Al ver que sus pensamientos
tomaban un camino desquiciado, se aferró como pudo a la poca cordura que le
quedaba.
Se puso en pie y miró fijamente a la escuálida diosa que la observaba desde
la ventaja que le otorgaba la diferencia de altura. Tras esforzarse por recuperar
la compostura, fingió mentalmente que llevaba ropa de verdad y no un atuendo
más apropiado para un gimnasio.
—Lo entiendo —replicó con formalidad.
—Gabby, ¿cómo has conseguido burlar las medidas de seguridad?
Las ondas inmaculadas se deslizaron sobre un hombro cuando Gabriella
extendió un brazo para entregarle algo a Alex.
—Todavía tengo la llave y el código de acceso. Después de que me dijeras
que ibas a casarte… bueno, las cosas se pusieron bastante intensas.
Esas palabras aguijonearon la sensible piel de Lucia. Al cuerno con todo. Se
negaba a que Alex continuara manteniendo una relación en la sombra cuando
habían firmado un contrato. Por tanto, necesitaba fingir que era una esposa
posesiva. Tragó saliva con fuerza y se obligó a regalarle una sonrisa serena a su
adversaria.
—Gabriella, siento mucho que nuestra decisión te hay a hecho daño. La
verdad es que todo ha sucedido muy rápido. —Tras esas palabras, soltó una
carcajada y se interpuso entre Alex y la modelo—. Nos conocemos desde hace
años y cuando nos encontramos de nuevo, fue como un vendaval. —Fingió mirar
con adoración a su flamante marido, aunque le picaban los dedos por el deseo de
estamparle un puñetazo. Alex le rodeó la cintura con los brazos y ella sintió su
calor corporal a través de los leggins—. Debo pedirte que te marches. Es nuestra
noche de bodas.
Gabriella los observó con expresión calculadora.
—Es raro que no hay áis ido a algún sitio más… romántico.
Alex salvó a Lucia en esa ocasión.
—El trabajo me reclama, así que hemos pospuesto el viaje.
Gabriella dijo con voz cortante:
—Vale. Me voy. Necesitaba ver con mis propios ojos por quién me has
dejado. —Su expresión dejó bien claro que no comprendía la decisión de Alex—.
Estaré un tiempo fuera de la ciudad. Me he comprometido a ayudar en un
proy ecto de reconstrucción en Haití.
« ¡Madre del amor hermoso!» , pensó Lucia. ¡Participaba en causas
humanitarias! Esa mujer era físicamente perfecta, tenía dinero y ayudaba a los
demás. Sintió que se le caía el alma a los pies.
Gabriella se volvió y reparó en la baraja de cartas.
—Mmm… siempre me ha encantado jugar a las cartas. Pero no lo veo muy
apropiado para una noche de bodas.
No les dejó opción de replicar. Con la elegancia de una cobra, salió por la
puerta sin echar la vista atrás.
Lucia se alejó de Alex en cuanto escuchó el clic de la puerta de entrada. En
la estancia reinaba un silencio tenso, si bien su cabeza era un hervidero de
pensamientos.
—Lo siento, Lucia. No la creía capaz de aparecer de repente en mi casa.
La pregunta surgió del fondo de su alma. Aunque se juró que no le
preguntaría, la breve y sangrienta batalla acabó antes de empezar siquiera. De
modo que le soltó:
—¿Por qué te has casado conmigo y no con ella?
Comparada con Gabriella, ella salía perdiendo en todas las facetas. La novia
de Alex era guapa, elegante y escuálida. Su forma de hablar denotaba que era
inteligente, colaboraba con causas humanitarias y se había comportado con
mucha clase para ser una mujer despechada. Además, era obvio que quería a
Alex . ¿Por qué le había hecho daño de esa forma?
Alex se alejó de ella.
—Eso da igual —le respondió con frialdad.
—Necesito saberlo.
Lucia sintió un gélido escalofrío por la espalda al ver su expresión decidida.
Alex acababa de alzar sus defensas y de repente ella se encontró con un hombre
carente de emociones y de sentimientos.
—Porque quería más de lo que y o podía darle. Quería sentar la cabeza y
formar una familia.
Lucia retrocedió un paso.
—Y ¿qué tiene eso de malo?
—Se lo dejé muy claro desde el principio. No mantengo relaciones
permanentes. Nunca he querido tener hijos y jamás seré el tipo de hombre que sienta la cabeza para formar una familia. Me lo prometí hace muchos años. —
Hizo una pausa—. Por eso me casé contigo.
Lucia sintió que todo le daba vueltas cuando por fin comprendió el alcance de
esas palabras. Su marido podía experimentar arrebatos de pasión. Sus caricias
podían ser ardientes y sus labios, abrasadores, pero su corazón era de piedra.
Jamás permitiría que una mujer lo conquistara. Estaba demasiado herido como
para arriesgarse. De alguna forma, sus padres lo habían convencido de que el
amor no existía. Aunque vislumbrara un débil rayo de esperanza, Alex no creía
en los finales felices. Él solo veía a los niños como víctimas, y una vida de
sufrimiento.
¿Cómo podría una mujer luchar contra semejante convicción con la
esperanza de ganar? La necesidad de Alex de contraer un matrimonio de
conveniencia le resultó perfectamente razonable.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
Lucia decidió acabar la noche haciendo un mutis espectacular. Alejandro Rivera
podría romperle el corazón. De nuevo. Necesitaba mantener una actitud fría y
práctica para salvaguardar su orgullo. Y debía mantener las distancias en todo
momento. Logró componer una expresión serena y ocultó el dolor en lo más
hondo de sí misma, hasta que se convirtió en una pequeña bola albergada en su
estómago.
—Deja de preguntarme si estoy bien. Por supuesto que estoy bien. Pero ni se
te ocurra pensar que puedes ir a echarle un polvo rápido a tu ex. Tenemos un
trato.
La expresión de Alex se volvió tensa.
—Te di mi palabra, ¿recuerdas?
—También haces trampas al póquer.
El recuerdo de la desastrosa partida de póquer hizo que la consumiera la
humillación. Alex cambió el peso del cuerpo de un pie a otro mientras se pasaba
las manos por el pelo. Lucia supo que estaba a punto de soltarle el sermón.
—Sobre lo que ha pasado…
En ese momento lo interrumpió con una carcajada digna de un premio de la
Academia.
—¡Madre mía! No me dirás que vamos a tener una conversación sobre eso,
¿verdad? —Puso los ojos en blanco—. Alex, escúchame, debo confesar una cosa.
Sí, el nuestro es un matrimonio de conveniencia, pero resulta que hasta hace poco
iba vestida de novia y es nuestra noche de bodas y… —Levantó las manos en
señal de rendición—. Me dejé llevar por todo ese rollo. Y como tú estabas
disponible… En fin.
—¿Disponible?
—Bueno, quiero decir que estabas a mano. No ha significado nada, así que
vamos a correr un tupido velo, ¿te parece?
Alex  la observó con los ojos entrecerrados, deteniéndose en cada uno de sus
rasgos faciales. El tictac del reloj era lo único que se escuchaba mientras ella
esperaba. Atisbó una emoción extraña en esos ojos verdes y juraría que acabó
mirándola con arrepentimiento.
Debió de tratarse de un efecto extraño de la luz.
Al cabo de un momento, Alex asintió con la cabeza.
—Le echaremos la culpa al vino, a la luna llena o a lo que sea.
Lucia se volvió.
—Me voy a la cama. Es tarde.
—Vale. Buenas noches.
—Buenas noches.
Lucia subió la escalinata y, una vez en su dormitorio, se metió bajo las
sábanas sin lavarse los dientes ni la cara, y sin ponerse el pijama. Se subió el
edredón hasta la barbilla, enterró la cara en la almohada y se rindió al sueño, un
lugar donde no tenía que pensar ni sentir, un lugar donde nadie le hacía daño.
Alex mantuvo la vista clavada en la escalinata. El vacío palpitaba en su interior y
no sabía por qué. Se sirvió el resto del vino en la copa, ajustó el volumen de la
música y se acomodó en el sofá. La música lo envolvió y lo relajó.
El error que había estado a punto de cometer lo torturaba. De no ser por la
aparición de Gabby, Lucia estaría en su cama. Y adiós al matrimonio sin
complicaciones.
« Imbécil» , se dijo.
¿Desde cuándo permitía que el deseo por una mujer trastocara sus planes? Ni
siquiera cuando rondaba a Gabriella antes de que su relación se volviera más
íntima le preocupaba el resultado. Su objetivo era claro y necesario. Sin
embargo, eso no había bastado para detenerlo después de saborear a Lucia Sandoval. Una mujer que destruía su mente, lo hacía reír y lo tentaba con las
delicias de su cuerpo sin la menor manipulación. Era distinta de todas las mujeres
que había conocido a lo largo de su vida y quería seguir manteniéndola en la
categoría de amiga. Era la mejor amiga de su hermana. Quería reírse al
recordar su pasado en común y vivir en armonía durante el año estipulado antes
de decirle adiós con cordialidad.
Y durante la primera noche había estado a punto de arrancarle la sudadera.
Apuró el vino y apagó la música. Ya lo solucionaría. Lucia había admitido
que solo quería un cuerpo dispuesto en la cama. Era obvio que no se sentía
atraída por él. Posiblemente había bebido demasiado vino y había acabado
atrapada en la fantasía de la boda. Tal como había admitido. Solo quería el
dinero, pero echaba de menos el sexo.
Su testaruda mente insistía en decirle que Lucia no podía reaccionar de esa
forma tan apasionada con todos los hombres que la tocaban. Sin embargo,
decidió hacer caso omiso de las señales de advertencia, abandonó el sofá y subió
para acostarse en su propia cama.

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⏰ Última actualización: Jul 07, 2021 ⏰

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