Todo comenzó un helado 22 de Diciembre, cuando Anne tenía casi seis años. Ella era muy pequeña para comprender lo que estaba ocurriendo y para retener mucha memoria sobre aquellos hechos, pero había dos cosas en particular de ese día que nunca podría olvidar y con las cuales tendría pesadillas frecuentes por muchos años más: El sonido del teléfono sonando y los gritos desahuciados de su madre, Emily. Anne nunca recordaría las palabras que su madre utilizó ese día por teléfono, no recordaría la forma en que su voz, confundida en un principio, se degeneró en la más absoluta devastación al escuchar la más temible noticia, haciéndola caer de rodillas al suelo con el teléfono en la mano, tirando de él hasta desconectarlo sin darse cuenta. No recordaría, mucho menos, a su padre, James, abrazándola en medio de la penuria e intentando consolar un alma que ya estaba rota sin remedio alguno.
Solamente recordaría esos sonidos: un grito fuera de órbita y el clásico timbre del teléfono al sonar. Ese día le fue informada a la familia de Anne, los Green, que su hija mayor, Sophie Green, había muerto a sus cortos quince años de edad producto de un accidente automovilístico al salir del colegio. A partir de aquel fatídico día nada volvió a ser lo mismo para los padres de Anne, principalmente para la madre.
Solamente pasaron dos años del fallecimiento de su hermana mayor cuando sus padres decidieron que mudarse sería una buena idea. James era un experimentado desarrollador de software, con lo cual no le había sido muy dificultoso encontrar trabajo en un país extranjero. Primero buscó en algunos países de Europa, pero luego pensó que si realmente quería alejarse de su hogar tenía que ir más lejos que eso. Fue entonces cuando recibió una interesante propuesta de trabajo en Tokio, Japón, para una empresa de videojuegos. James aceptó inmediatamente y en menos de un mes ya habían llegado al nuevo hogar.
Anne no comprendía cabalmente las verdaderas razones de aquel viaje, pero sí podía sentir tristeza por abandonar la que hasta ese día había sido su casa, su hogar de toda su corta existencia. Ella suspiró mientras se aferraba a una de sus muñecas, mirando su habitación vacía y llena de cajas. Cuando su madre le gritó que era hora de irse pasó por la habitación de su hermana, que lindaba a la suya. La miró por apenas unos segundos, pero pareció la despedida más larga que había realizado en su corta vida.
—Adiós, Sophie —suspiró, asociando a su hermana con la habitación, con el lugar físico en el cual la había ido a molestar tantas veces para jugar juntas.
Anne no recordaba mucho de Sophie. De hecho, no recordaba prácticamente nada. Sin embargo, le gustaba pasar tiempo en la habitación de su hermana —cuando su madre no la veía, ya que no le permitía tocar nada—, porque se sentía más cerca de ella. Anne había asociado todo ese tiempo la existencia de su hermana con esas cuatro paredes, y al alejarse de la casa donde había residido junto a ella desde su nacimiento, sentía que la perdía para siempre. Anne pensaba que solamente podría encontrar a su hermana en esa habitación, porque ya no recordaba su voz ni su sonrisa. Apenas podía recordar sus ojos y el sonar de su risa, abrazándola. Pero ahora ya no le quedaba nada.
—¡Apresúrate, Anne! —la llamó su madre desde abajo. El traslado al aeropuerto ya había llegado. Las maletas estaban listas y todos estaban preparados. El vuelo era dentro de tres horas, pero con el tráfico y todo el barullo del aeropuerto, lo mejor era salir cuanto antes. Iba a ser un vuelo largo.
Anne bajó las escaleras lo más lento que pudo, intentando ralentizar lo inevitable lo más posible. Sus padres no miraron atrás cuando subieron al automóvil que los llevaría al aeropuerto, pero Anne sí lo hizo. Sus abuelos maternos, Arthur y Vivian, quienes quedarían viviendo en aquella casa para cuidarla, le dieron un fuerte abrazo a Anne y un osito de regalo para que no se olvidara de ellos. Aunque no se lo hubieran dado, Anne nunca hubiera podido hacerlo. Ella ahora era la única nieta de los padres de su madre. La adoraban con un fervor que no tenía límites, y ella a ellos también. Desde la muerte de su hermana, habían sido ellos quienes habían estado para acompañarla al colegio; ayudarla con sus tareas; llevarla al parque o tomar un helado. Un mes después del fallecimiento de la joven, habían decidido poner en renta su casa en las afueras de la ciudad y mudarse con su hija para acompañarla. Su padre trabajaba todo el día, y aunque intentaba estar lo más presente posible y darle todo el amor posible, a veces las horas del día simplemente no le alcanzaban. Su madre, una simple ama de casa que había dejado su carrera como arquitecta para criar a sus hijas, había atravesado una depresión tan fuerte que había necesitado meses de terapia y medicación muy fuerte para volver a ser, mínimamente, la esencia de lo que solía ser. Había sido idea de su psiquiatra, en primer lugar, que se mudara de la casa y buscara nuevos horizontes para ayudarla a superar la pérdida de su hija. De cualquier manera, Emily no volvería a ser nunca la madre amorosa y dedicada que alguna vez había sido. Cuando Sophie había muerto, algo en ella también lo había hecho. Anne apenas podía recordar los rastros de aquella madre que la había criado los primeros 6 años de su vida junto a su hermana.
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Los fragmentos de su alma
RomanceAnne, Yuki y Joss se convirtieron en los mejores amigos desde pequeños. De los tres, era Yuki quien les daba vida a los otros dos y los había ayudado a superar graves tragedias. Anne, quien amaba a Yuki como a una hermana, ocultará durante toda su v...