Prólogo
¿Has tomado cinco minutos de tu vida para reflexionar sobre aquel cuento que tanto amabas? ¿Aún recuerdas lo emocionado que te ponías con la sola mención del título? ¿O las mariposas que revoloteaban en tu vientre al llegar a la parte que tanto te fascinaba? ¿Y las lágrimas que derramaste al suponer que el protagonista no lograría cumplir su tan anhelado objetivo? ¿Podrías hablar abiertamente de tu obsesión por esa historia: de las veces que obligaste a tus padres a repetirla, de la emoción que sentiste al recibir algún presente que estuviese relacionado con ésta o de las muchas ocasiones en las que debiste defenderla de aquellos que la llamaban «aburrida»? ¿Puedes hablar del amor que sentías por sus personajes y el por qué de éste? ¿Recuerdas qué sentiste al enterarte de la verdadera tristeza que se escondía tras ese «y vivieron felices por siempre»?
La tristeza, la desolación, la traición, la muerte.
Nadie las menciona cuando apenas eres un niño.
Es como si existiese una especie de pacto a escala mundial. Un contrato genérico que impide la revelación de toda acotación que pueda ser perturbadora para las mentes inocentes. Algo que les impidiera sacarnos de nuestra área de confort, enseñarnos que no todo en la vida es color de rosa y que el sufrimiento se declarará nuestro peor enemigo en el momento menos pensado. Una alianza que tarde o temprano se rompe: empujándonos hacia la cruel verdad, esperando que contemos con las armas que nunca se nos entregaron y a la que podemos adaptarnos o morir en el intento. Porque así es el mundo, porque así es la vida.
— ¡Un gusto en conocerte! Mi nombre es Enoch Jussieu. — Le conocí una fría mañana de diciembre, a las puertas de mi primer año de universidad, en la cafetería que ocupaba el primer piso de la casona en donde me encontraba arrendando una habitación. A simple vista, parecía un adolescente medianamente normal: cabello tan blanco como la nieve, ojos que encarcelaban una tormenta tras esos irises de grisáceo verde, una sonrisa que te invitaba a conocer el centenar de secretos que se escondía tras ese agraciado rostro y una figura tan delgada que tuve que contener los deseos de abrazarle —. ¿Te molesta si me siento contigo? ¡Prometo que no me notarás!
Esa voz: demoré menos de cinco minutos en enamorarme de ella.
Por aquel entonces, aún era un novato en todos lo referente con la vida: mis conocimientos se limitaban a lo aprendido en los años que pasé en el instituto, con suerte agarraba el periódico para revisar la tira cómica y mi principal objetivo era alcanzar una alta puntuación en los videojuegos. Creía una pérdida de tiempo todo lo que estuviese relacionado con la sociabilización, excusándome en lo vacía que me parecían las conversaciones ajenas sin percatarme del desierto que habitaba en mi propio cerebro. ¿Y mi vida amorosa? Igual de inexistente que «y vivieron felices por siempre». Era un crío, ¿cómo iba a reconocer los demonios en su cabeza?
—Adelante. — Contesté sin dedicarle una segunda mirada, pero grabando intencionalmente esa sonrisa en lo más profundo de mis pensamientos.
Ahora que me obligo a recordarlo, cuando el sabor de ese día regresa a mis labios, siento deseos de otorgarme un golpe. ¿Acaso no fue lo suficientemente obvio? Esa delicadeza para correr la silla, la elegancia con la que se depositó sobre ésta. ¡Hasta un ciego hubiese reconocido la sangre azul que corría por esas venas! Pero yo no. Yo lo creí un afeminado de primera categoría. Y aunque no estaba tan apartado de la realidad, ¿cómo fue que algo tan esencial pasó desapercibido? ¡Por supuesto! Porque era un crío.
— ¿Cuál es tu nombre?
—Creí que habías dicho que no notaría tu presencia.
El rubor no tardó en colorear sus mejillas, ¿por ira o vergüenza?
—L-Lo lamento. — Apretó los labios con cierta desesperación, bajando la mirada hacia el plástico que contenía su café —.S-Sólo quería ser cortés.
Demasiado tarde comprendí la verdadera intensión tras esas rebuscadas palabras, la manipulación en la que iba cayendo cada segundo que pasaba junto a ese «adolescente medianamente normal».
—Westermann. Noah Westermann.
Y sin realmente desearlo, firmé un pacto con el diablo.
La sonrisa volvió a iluminar sus facciones, incrementando los latidos de mi corazón de manera que me creí al borde de un infarto, y una nube ocultó mis pensamientos, quitándome las palabras por lo que me pareció una eternidad. ¡En mi vida me había sentido así! Vale: no era la primera vez que mi corazón se colocaba como loco ante una simple sonrisa, pero era la primera vez que lo hacía ante una sonrisa masculina. Los chicos no eran lo mío, punto. Entonces llegó Enoch y mis gustos se fueron al carajo, pero… eso es algo que después detallaré.
—Es un gusto conocerte, Noah. — Repitió sin más, sonrojándome en el acto —. ¿Y qué es lo que me cuentas de tu vida?
Recuerdo que un año después de esa maravillosa mañana, la memoria de esas horas junto a Enoch fueron las que cambiaron mi manera de ver la vida. Descubrí que las personas son como los cuentos que tanto amaba de pequeño: sólo muestran la parte alegre de su historia, censurando todo lo que pueda ser perturbador para las mentes inocentes. Caí en cuenta del real peso del «y vivieron felices por siempre», de la maldad que existe tras el verdadero camino hacia la corona.
Abrí los ojos.
Para todo aquel que desee seguir leyendo, tengo una advertencia: la vida de Enoch Jussieu, generalmente apodado «El Príncipe de Desesperación», no es una historia apta para todo el que desee conservar en su retina la realidades planteadas en Blancanieves, Cenicienta o cualquier cuento que escuchó en su infancia. Su biografía acaricia el lado más oscuro de la nobleza, eso que tanto se esfuerzan en esconder tras esas hermosas sonrisas.
No insista, no adornaré ninguna verdad.
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「Heredero de Desesperación」
De TodoPor muchísimos años se ha creído que el «nacer en una cuna de oro» va estrechamente relacionado con el nivel de perfección que una persona será capaz de alcanzar. Después de todo, ¿qué miembro de la realeza no se caracterizó, en algún minuto de su v...