GABRIEL
Las sábanas nunca se habían sentido tan cálidas. Rodó en ellas otra vez, buscando esa fuente de calor. Frunció el ceño cuando no la encontró, y acabó abriendo los ojos por la molestia.
Era de día. A jugar por la luz que entraba desde la ventana, debían ser alrededor de las nueve de la mañana. Tomó el celular en su mesa de noche. Nueve y media. Arrugó aún más el ceño cuando, al girarse hacia su derecha, descubrió la cama vacía. Sabía que Aimeé estaba en alguna otra parte del departamento, podía oír sus pisadas y la manera en que movía las cosas. Sin embargo, le hubiera gustado despertarse a su lado. Verla dormir.
Sacudió la cabeza, colocándose un suéter de abrigo y bajando las escaleras. Se estaba quejando por nada. La había visto dormir por bastante tiempo la noche anterior. Su rostro había sido lo que lo había entretenido hasta que el sueño lo había golpeado.
Se guardó una sonrisa cuando la encontró. Estaba en la cocina, haciendo Dios sabía que. Se movía con gracia de un lado al otro, tomando sus cosas sin permiso.
Y estaba cantando. La melodía más dulce que había escuchado nunca. Lay All Your Love On Me, de Abba.
Se acercó a ella despacio, en silencio, y la abrazó por detrás. Aimeé soltó un chillido por la sorpresa, y enseguida sus carcajadas inundaron el departamento. Comenzaba a darse cuenta cuales eran las zonas en las que poseía cosquillas: la cintura, las axilas, gran parte de la espalda, y le había dicho que en los pies.
Besó su mejilla con fuerza.
—Buenos días —murmuró. Todavía tenía la voz ronca.
La pelinegra le dio un codazo sin fuerza.
—Me asustaste —se quejó, aunque luego pareció ablandarse un poco. Se giró para quedar frente a él, y le sonrió—. Buenos días.
La expresión que hizo al ver las pequitas sobre el puente de su nariz y sus mejillas debió ser muy obvia. No tenía una gota de maquillaje encima.
— ¿Qué le estás haciendo a mi cocina? —interrogó, paseando la mirada por las tazas y recipientes desparramados por todo el lugar.
—Estaba tratando de hacer el desayuno.
Hizo una mueca.
—Estabas tratando de causarme un infarto.
— ¡Aprecia mi esfuerzo!
—Lo aprecio —aseguró, sosteniéndola por los hombros—, ¿Pero qué te parece si continúo yo?
Soltando un bufido, Aimeé se hizo a un lado. Meneando la cabeza, comenzó a acomodar todo lo que había dejado fuera de lugar.
—Que conste que no iba a quedar horrible —murmuró ella.
—No pensaba eso, es que estabas dejando un desastre.
—Ah, claro. Sospechaba que eras uno de esos maniáticos con la limpieza y el orden. No debe de gustarte mi departamento.
No le respondió que le encantaba su departamento, a pesar de todo el desorden que había en él. Sonriendo, inspeccionó las dos tazas que tenía en frente. La pelinegra había colocado dos cucharadas de café instantáneo en ellas.
— ¿Estabas haciendo café? —indagó. Era una pregunta estúpida, podía ver que sí. Ella asintió con la cabeza.
—Y tostadas.
— ¿Te parece un omelet también?
—Eso estaría bien.
Diez minutos más tarde, ambos se encontraban desayunando sobre su sofá. Gabriel no podía recordar la última vez que había desayunado algo más que café, sin leche, y con dos cucharadas de azúcar. Aimeé estiró sus comisuras e hizo una especie de baile en el sofá, moviendo las caderas, cuando probó la tortilla.
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El arte de amarte (DAS #1)
RomanceEncantadora, dulce, apasionada. Esa era forma en que la prensa describía a Aimeé Salomón, la joven artista que había conquistado gran parte de Francia con sus pinturas y esculturas. Crítico, cruel, frío. Así veían la mayoría de las personas al pe...