CAPÍTULO 10: EL PROCESO

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CALLIE

Creo que las personas no llegamos a ser conscientes de lo difícil que es sanar hasta que nos vemos obligadas a hacerlo.

Nos advierten del dolor, del sufrimiento, de las heridas... Pero no nos enseñan cómo hacer que cicatricen. No nos enseñan qué hacer para que eso que sientes que te va rasgando la piel, haciéndola añicos, desaparezca. O, al menos, qué hacer para que sea más soportable.

Es normal que te hagan daño. Por desgracia, es algo natural y que ocurrirá mil veces a lo largo de tu vida. Porque las personas pueden llegar a ser así de crueles, ya sea intencionadamente o no. Lo único que podemos hacer es escoger las batallas que realmente merecen la pena. Hace tiempo aprendí a elegir mis duelos, y si hay algo que tengo claro es que no estoy dispuesta a dejar que me consuma algo que me provoca dolor. Porque, aunque no seamos capaces de verlo en el momento, el dolor acabará disminuyendo. Lo hará. Y será un simple recuerdo de un acontecimiento que te ayudó a ser quien eres.
El dolor nos cambia, nos hace más susceptibles y menos ingenuos. El dolor nos abre los ojos, nos muestra nuevos horizontes y nos aleja de todo lo que creíamos real para dar paso a la cruda verdad: todo es pasajero, la vida toma rumbos inesperados y las personas con las que jurábamos permanecer eternamente se alejan y desaparecen de nuestro núcleo cercano.

Es jodido. Es muy jodido. No te preparan para ello. No sabes cuándo llegará el momento en el que suceda, así que lo único que queda es situarse al borde del precipicio y saltar, incluso aunque no seamos conscientes de lo dura que puede ser la caída. De los efectos colaterales que puede provocar.

Yo salté mi propio acantilado, y al tocar el suelo me di cuenta de lo empinado del mismo. Sin embargo, puedo decir con seguridad que no me arrepiento de nada. Puede que me duela el corazón, que sienta náuseas al pensar en la situación y que no tenga fuerzas para levantarme, pero sé que cuando lo haga, las cosas serán mejores. Más sencillas. Y no dolerá. El dolor habrá disminuido. Aunque ahora sea insoportable.

–Cariño, ¿sigues dormida?

La voz de mi madre me saca de mis cavilaciones mentales.

–Sí –contesto mientras escondo la cabeza debajo de la almohada. Ella no tarda en acercarse a retirarla.

–Muy graciosa. ¿Has conseguido descansar algo?

–Bueno, depende de por dónde lo mires. Físicamente sí. Mi cabeza no para de trabajar.

Ella me mira con comprensión. Pasados unos minutos, la luz de sus ojos cambia y comienza a retirar las mantas que me cubren.

–Vístete, Call. Vamos a dar un paseo.

–¿Qué? ¿A dónde? –pregunto confundida.

–No preguntes. ¿Confías en mí o no?

Lo hago, mamá. Eres de las pocas personas que nunca me ha tirado del brazo cuando le he dado la mano.

–Claro que sí.

Sonríe con dulzura.

–Entonces que no se hable más. Te espero en el salón.

Sin dejarme mediar palabra desaparece por la puerta de mi habitación. Decido que vestirme es la mejor opción, así que ignorando mis agarrotados músculos, me levanto de la cama para salir de casa por primera vez en tres días.

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Mamá me lleva al paseo marítimo, uno de mis sitios favoritos.

–¿Para qué hemos venido aquí? –digo, aunque ya soy consciente de la respuesta.

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