EL CAMPAMENTO LAURENCE

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Como era la que más tiempo pasaba en casa, nombraron a Beth encargada del correo. La joven disfrutaba yendo cada día al buzón, abriendo el candado que cerraba la portezuela y repartiendo la correspondencia. Un día de julio, volvió a casa con las manos llenas y entregó tantas cartas y paquetes que parecía una auténtica cartera.

—Mamá, ¡aquí tienes tus flores! Laurie no se olvida nunca —comentó al tiempo que las colocaba en un jarrón que había en el «rincón de Marmee», cuyo contenido el afectuoso joven renovaba a diario—. Señorita Meg March, tengo una carta y un guante para usted —prosiguió Beth. Entregó ambos artículos a su hermana, que estaba sentada detrás de su madre, dando unas puntadas a unos puños.

—No entiendo. ¿Me dejé un par y solo vuelve uno? —inquirió Meg observando su guante gris de algodón—. ¿No se te habrá caído el otro en el jardín?

—No. En el buzón no había más que uno. Estoy segura.

—No soporto tener guantes desparejados. En fin, espero que el otro aparezca. La carta no es más que la traducción de una canción alemana que quería. Supongo que la habrá hecho el señor Brooke, porque esta no es la letra de Laurie.

La señora March miró a Meg, que estaba muy guapa con un sencillo vestido de guinga. Los rizos le caían sobre la frente y, sentada junto a un costurero lleno de ordenados rollos blancos, tenía un aspecto muy femenino. Ajena a los pensamientos de su madre, la joven cosía y cantaba; sus dedos se movían con destreza y en su mente bullían ilusiones juveniles, tan frescas e inocentes como las flores que decoraban su cinturón. La señora March sonrió de satisfacción.

—La doctora Jo tiene dos cartas, un libro y un sombrero viejo muy curioso que llenaba todo el buzón y hasta sobresalía un poco —explicó Beth entre risas antes de dirigirse hacia el estudio, donde Jo estaba escribiendo.

—¡Qué bromista es Laurie! Le comenté que me encantaría que se pusieran de moda los sombreros de ala ancha porque, en los días de mucho sol, se me quema la cara. Y él dijo: «¿Qué importa la moda? Si has de sentirte más cómoda, ponte un sombrero grande». Le dije que lo haría si lo tuviese y, ahora, me manda este para burlarse de mí. Pues me lo pondré para divertirme y le demostraré que, en efecto, no me preocupa ir a la moda. —Jo dejó el sombrero sobre un busto de Platón y leyó las cartas.

Una de ellas era de su madre y, al leerla, se le encendieron las mejillas y los ojos se le inundaron de lágrimas. La carta decía lo siguiente:

Querida:

Te escribo estas pocas líneas para decirte lo mucho que me satisfacen tus esfuerzos por controlar tu mal genio. Nunca dices nada de tu lucha, tus éxitos y tus fracasos, y puede que creas que nadie los ve, excepción hecha del Amigo, al que supongo pides ayuda cada día, a juzgar por lo gastadas que están las tapas de tu libro de oraciones. Quiero que sepas que yo también los veo y aprecio mucho tu sincero deseo de mejorar, que comienza a dar frutos. Sigue adelante, querida, con paciencia y con coraje, y recuerda que nadie te quiere tan tiernamente ni te comprende mejor que yo.

MAMÁ

¡Cómo me anima esto, mamá!, se dijo Jo. Tus palabras son más valiosas que una montaña de dinero o de alabanzas. ¡Oh, mamá, no sabes cómo me esfuerzo! Seguiré esforzándome sin desfallecer gracias a tu apoyo.

Recostó la cabeza sobre los brazos y derramó unas lágrimas de felicidad que cayeron sobre el cuento que estaba escribiendo. Había pensado que, en efecto, nadie reparaba en sus esfuerzos por mejorar y por eso el mensaje de su madre era doblemente valioso y motivador, porque era inesperado y provenía de la persona que más respeto le inspiraba. Sintiéndose más fuerte que nunca para vencer a su Apollyón particular, prendió la nota en el forro de su vestido, a modo de escudo protector y recordatorio de que no debía bajar la guardia. Luego procedió a abrir la segunda carta, preparada para encajar tanto buenas como malas noticias. Era de Laurie y, en letra elegante, se leía:

MujercitasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora