APRENDIENDO A OLVIDAR

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A Laurie, el sermón de Amy le hizo reaccionar aunque, por supuesto, no lo hubiese reconocido por nada del mundo. Los hombres rara vez lo hacen, porque, cuando una mujer aconseja algo, los amos de la creación no aceptan sus instrucciones hasta estar seguros de que coinciden con lo que ellos mismos pretenden hacer. Entonces pasan a la acción y, si sale bien, conceden la mitad del mérito a la parte más débil, mientras que si no resulta, en un alarde de generosidad, le atribuyen la totalidad de la responsabilidad. Laurie fue a visitar a su abuelo y se mostró tan atento durante varias semanas que el anciano concluyó que el clima de Niza le había sentado de maravilla y le invitó a que regresara. El joven se moría de ganas de volver pero, después del regaño recibido, ni un elefante le hubiese podido llevar a rastras hasta allí. Y cuando el deseo era más fuerte que él, repetía las frases que más impresión le habían causado: «Te desprecio», y «¿Por qué no haces algo maravilloso y la conquistas?».

Laurie pensó mucho sobre lo que Amy le había dicho y llegó a la conclusión de que, en efecto, había sido egoísta y perezoso. Sin embargo, opinaba que, cuando un hombre ha de hacer frente a un dolor tan grande, es lógico que satisfaga todos sus caprichos, hasta que se haya recuperado. Ahora sentía que la frustración era cosa del pasado y, aunque no podía dejar de lamentarse por la pérdida, comprendía que no debía hacer ostentación de sus pesares. Estaba claro que Jo no le querría nunca, pero aún podía ganarse su respeto y admiración si demostraba que no iba a echar a perder su vida por un desengaño amoroso. Él ya había pensado hacer algo mucho antes de que Amy lo sugiriera, su consejo no era necesario, pero había preferido aguardar a que la antedicha frustración quedase decorosamente sepultada. Una vez logrado, estaba listo para ocultar su afligido corazón y seguir adelante.

Al igual que Goethe, que cuando sentía una alegría o una pena la convertía en canción, Laurie decidió embalsamar con música su mal de amores y componer un réquiem que desgarrase el alma de Jo y derritiese el corazón de todo el que lo oyera. Así pues, un día en que el anciano le notó especialmente inquieto y malhumorado y le propuso que se marchara, Laurie partió hacia Viena, donde tenía varios amigos músicos, y comenzó a trabajar con el firme propósito de destacar en la ciudad. Pero, ya fuera porque la pena era demasiado vasta para tomar forma en una composición musical, o porque la música era excesivamente etérea para ayudar a superar un dolor tan profundo, lo cierto es que Laurie no tardó en concluir que el réquiem no estaba a su alcance, por el momento. Era evidente que su mente aún no trabajaba de forma ordenada y que necesitaba aclarar sus ideas. A menudo, en medio de un arranque de dolor, se ponía a tararear una melodía que le hacía recordar el baile de Navidad en Niza, sobre todo a la muchacha francesa robusta, y entonces decidía abandonar por un tiempo la composición trágica.

Luego probó con la ópera —porque, de entrada, nada le parecía imposible—, pero, una vez más, hubo de hacer frente a dificultades imprevistas. Quería quejo fuese la protagonista y buscó en su memoria momentos que retratasen su tierno y romántico amor. Pero la memoria le traicionaba y, como si estuviera poseída por el espíritu rebelde de la joven, solo le permitía recordar rarezas, defectos y manías de Jo o verla en situaciones de lo más prosaicas, como sacudiendo alfombras con un pañuelo anudado en la cabeza, escondiéndose tras los cojines del sofá o enfriando su pasión, al estilo de la gobernanta de David Copperfield, la señora Gummidge, con una carcajada que echaba a perder el cuadro poético que él se esmeraba por pintar. En vista de que Jo se resistía a convertirse en una protagonista operística, el pobre muchacho se resignó con un sufrido «¡Bendito Dios, qué tormento de mujer!», mientras se tiraba del cabello, como todo compositor angustiado que se precie.

Al tratar de imaginar a una dama menos difícil a la que inmortalizar con su música, le venía a la mente siempre una imagen. El rostro variaba indefectiblemente, pero la joven en cuestión tenía el cabello dorado, estaba rodeada de una nube diáfana y flotaba en una maraña de rosas, pavos reales, ponis blancos y lazos azules. Aunque la sumisa dama carecía de nombre, Laurie la convirtió en la protagonista de sus composiciones y le tomó mucho cariño. La dotó de todas las gracias y dones que puedan existir y la hizo salir indemne de pruebas que hubiesen aniquilado a cualquier mujer mortal.

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