SALIRSE DEL MUNDO

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En Francia, las muchachas se aburren mucho hasta que se casan, momento en el que «Vive la liberté» pasa a ser su consigna. Como todo el mundo sabe, en Norteamérica las muchachas firman primero su declaración de independencia y disfrutan de la libertad con republicano entusiasmo, pero, cuando se casan, abdican en favor de su primer vástago y viven más encerradas que una monja de clausura francesa, aunque, eso sí, sin el voto de silencio. Les guste o no, lo cierto es que, una vez superada la emoción de la boda, la mayoría de las jóvenes recién casadas quedan prácticamente arrinconadas y, como hacía recientemente una hermosa mujer que conocemos bien, comentan con lástima: «Estoy más guapa que nunca, pero nadie se fija en mí porque estoy casada».

Al no ser la reina de ningún baile ni una dama elegante, Meg no conoció esa pena hasta que sus hijos cumplieron un año, porque en su pequeño universo imperaban costumbres ancestrales que la hacían sentirse más admirada y amada que nunca.

Como era una joven muy femenina y tenía un instinto maternal muy fuerte, se dedicaba en cuerpo y alma a sus hijos, excluyendo toda otra actividad y relación. Los atendía como una gallina empolla, día y noche, con incansable entrega y ansia, y había abandonado el cuidado de John en las tiernas manos del servicio —en aquel momento, la intendencia corría a cargo de una criada irlandesa—. John, que era un hombre muy hogareño, echaba de menos las atenciones a las que su mujer le tenía acostumbrado pero, como adoraba a sus dos hijos, aceptaba de buen grado sacrificar, temporalmente, su comodidad porque, en una clara muestra de ingenuidad masculina, estaba convencido de que el agua no tardaría en volver a su cauce. Sin embargo, tres meses después del nacimiento de los niños, todo seguía igual. Meg estaba cansada y nerviosa —los niños consumían todo su tiempo—; la casa, descuidada, y Kitty, la cocinera, que se tomaba las cosas con calma, le tenía prácticamente a dieta. Por la mañana, John salía de casa abrumado por el sinfín de pequeños encargos que le hacía la cautiva mamá. Si por la noche volvía contento, ansioso por abrazar a su familia, su mujer le recibía con un «Chist, los niños han pasado un mal día y acaban de dormirse». Si proponía hacer algo entretenido en casa, Meg respondía: «No, que molestaríamos a los niños». Si insinuaba que fuesen a una conferencia o un concierto, recibía una mirada de reprobación y una respuesta tajante: «¿Dejar a mis hijos para ir a divertirme? ¡Jamás!». Entre el llanto de los niños y las idas y venidas silenciosas de una figura fantasmagórica que velaba en las noches, John ya no recordaba lo que era dormir de un tirón. Tampoco le era posible comer sin interrupciones, pues su temperamental compañera le dejaba solo al menor atisbo de gorjeo de los pajarillos que ocupaban el nido, escaleras arriba. Y al leer el periódico de la tarde, los cólicos de Demi se mezclaban con los embarques, y las caídas de Daisy afectaban al precio de las acciones, porque a la señora Brooke las únicas noticias que le interesaban eran las que tenían que ver con su hogar.

El pobre hombre se sentía muy mal porque sus hijos le habían despojado de su esposa, su hogar se había convertido en una guardería y las constantes peticiones de silencio le hacían sentir como un bárbaro profanando un recinto sagrado. Durante los primeros seis meses, soportó estoicamente la situación pero, al no apreciar signos de mejora, hizo lo que muchos otros padres exiliados: fue a buscar consuelo en otro lugar. Como Scott se había casado y vivía relativamente cerca de allí, John se acostumbró a visitarle durante un par de horas cada tarde, aprovechando el momento en que en la sala de estar de su casa no había nadie y su esposa estaba atareada cantando nanas que parecían no tener fin. La señora Scott era una joven alegre y bonita, cuya única ocupación era mostrarse encantadora, meta que cumplía con gran acierto. La sala de su casa estaba siempre bien iluminada y resultaba muy acogedora, con el tablero de ajedrez preparado, el piano afinado, una charla animada y una cena ligera presentada de forma tentadora.

De no haberse sentido tan solo, John habría preferido estar junto al hogar de su chimenea pero, tal y como estaban las cosas, agradecía la oportunidad que le brindaban sus vecinos.

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