DÍAS NEGROS

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En efecto, Beth tenía la escarlatina, que la atacó con una virulencia mayor de lo que Hannah y el médico habían supuesto. Como las muchachas no entendían de enfermedades y al señor Laurence no se le permitía visitar a Beth, Hannah se encargó de su cuidado y el doctor Bangs hizo lo que pudo, aunque, al estar muy ocupado, terminó por delegar en tan excelente enfermera gran parte del trabajo. Meg se quedó en casa por miedo a contagiar a los King y se ocupó de las tareas domésticas; se sentía bastante angustiada y un poco culpable cuando escribía a su madre sin mencionar la enfermedad de Beth. No le parecía bien ocultar nada a su madre, pero esta le había pedido que obedeciera en todo a Hannah y la fiel criada no quería ni oír hablar de informar a la señora, «para que se preocupe por una pequeñez». Jo se consagró a su hermana día y noche. No era una labor ardua porque la pequeña Beth era muy paciente y soportaba el dolor sin quejarse si podía controlarlo. Sin embargo, en los ataques de fiebre más fuertes, empezó a hablar con voz ronca y entrecortada, a tocar la colcha como si estuviese ante su amado piano y a intentar cantar con la garganta tan inflamada que apenas salía sonido alguno. En una ocasión, no reconoció el rostro de quienes la rodeaban, las llamó con nombres equivocados y pidió ver a su madre entre sollozos. Jo se alarmó. Meg rogó que le permitiesen contar a su madre la verdad y Hannah dijo que lo pensaría, aunque no había peligro todavía. Una carta procedente de Washington vino a sumarse a sus cuitas, porque su madre anunciaba que el señor March había sufrido una recaída y que tardaría bastante en regresar.

¡Qué negros parecían entonces los días! ¡Qué triste y solitaria estaba la casa! Las hermanas trabajaban y vivían a la espera, con el corazón en un puño, mientras la sombra de la muerte planeaba sobre su antaño feliz hogar. Fue entonces cuando Margaret, cuyas lágrimas caían sobre su labor de aguja mientras cosía, comprendió que ciertas cosas eran mucho más valiosas que los lujos que se pagaban con dinero, y que ella había sido rica en lo que realmente bendice una vida: amor, protección, paz y salud. Fue entonces cuando Jo, que pasaba largas horas en la penumbra frente a su doliente hermana, oyendo el quejumbroso sonido de su voz quebrada, aprendió a valorar la belleza y dulzura del carácter de Beth, tomó conciencia de la profunda ternura con que la querían todas y apreció la falta de egoísmo y ambición de Beth, su entrega a los demás y su capacidad de hacer feliz a toda la familia con el ejercicio de virtudes que todo el mundo debería poseer y valorar más que el talento, la riqueza o la belleza. Y Amy, en su destierro, anhelaba estar en casa para poder ayudar a Beth, se decía que ninguna labor le parecería nunca más dura o fastidiosa y recordaba con amargura las muchas veces en que su hermana había tenido que realizar tareas que ella había desatendido. Laurie vagaba por la casa como un alma en pena, y el señor Laurence cerró el piano grande porque no quería que nada le recordase a su joven vecina, que tan gratos atardeceres le había procurado con su música. Todo el mundo echaba de menos a Beth. El lechero, el panadero, el tendero y el carnicero preguntaban por ella; la pobre señora Hummel fue a pedir perdón por su imprudencia al permitir a Beth entrar en la casa y a conseguir una mortaja para Minna. Los vecinos le enviaban mensajes de aliento y deseos de mejoría, y todos, hasta los que mejor la conocían, se sorprendieron de los muchos amigos que había hecho la pequeña y tímida Beth.

Entretanto, ella guardaba cama, con la vieja muñeca Joanna a su lado, porque ni en los peores momentos podía olvidar a su querida protégée. Echaba de menos a sus gatos, pero no dejó que se los llevaran para que no enfermasen, y cuando se encontraba mejor, sufría por Jo. Enviaba mensajes afectuosos a Amy, las hizo prometer que dirían a su madre que volvería a escribirle en breve y, a menudo, rogaba que le dejasen un lápiz y una hoja para enviar unas líneas a su padre, a fin de que no pensase que le había olvidado. Sin embargo, aquella fase en la que recuperaba la conciencia durante intervalos no duró demasiado; la joven pasaba horas incoherentes, temblando y sacudiéndose, pronunciando frases delirantes o caía en un sueño profundo pero nada reparador. El doctor Bangs la visitaba dos veces al día, Hannah la velaba toda la noche, Meg guardaba en el cajón de su escritorio un telegrama listo para ser enviado en cualquier momento y Jo no se separaba de Beth.

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