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Los azules
Viernes 7 de noviembre , 7 pm.
Se hubiera podido incorporarse desde el fondo de su ataúd, Rosendo Franco habría estado más que satisfecho de su capacidad de convocatoria. La funeraria transfirió a otras sucursales los difuntos menos connotados para dedicar todas las salas de vela a albergar a las dos mil personas que acudieron al velatorio del dueño de El Mundo. Incluso el presidente del país Alfonso Prida, había permanecido veinte minutos en el recinto mortuorio y con el buena parte de su gabinete. Prida ya no tenia el porte majestuoso e imperial que ostentaba en su primer año de gobierno; demasiadas abolladuras inesperadas, pocas expectativas cumplidas en lo que se suponía que iba a ser un espectacular regreso del PRI. Con todo, la presencia del mandatario mexicano electrizó el ambiente, y tras su partida la mayoría de los presentes se habían relajado y dedicado a beber.
Dos horas antes, a las cinco de la tarde, Cristóbal Murillo, secretario particular de Franco, decidió que el café no era una bebida que hiciera honor a la calidad de los visitantes que acudían a despedir a su patrón y exigió a la funeraria un servicio con copas de vino blanco y tinto de las mejores marcas. En el salón principal al que solo llegaba los VIP que el mismo seleccionaba, demandó que se distribuyeran champaña y viandas frías.Página 13
"En la muerte también hay códigos postales"se dijo Amelia al ver la funeraria parcelada en varios cotos entre los que el atuendo y hasta los rasgos étnicos contrastaban visiblemente. No era cercana a la familia de Rosendo Franco, a quien apenas había conocido, pero en su calidad del líder del principal partido de izquierda su presencia en el funeral resultaba imprescindible, al igual que la de toda clase política. Amelia lamentó, de nuevo, la presencia de los tres escoltas que la acompañaban desde hacía dos años y que ahora hendían como un ariete los corrillos atiborrados de la funeraria para hacerle paso, en realidad la dirigente no habría necesitado ayuda para que los asistentes se hicieran a un lado; su melena rizada, sus ojos enmarcados por enormes pestañas y su tez aceitunada eran señas de identidad de una figura pública del país, gracias a los largos años dedicados al activismo en defensa de niños y mujeres sometidos a abusos por hombres de poder. Una Madre Teresa de Calcuta con la belleza intimidante de una María Félix joven, había dicho algún agudo periodista en una ocasión.
Al cruzar los sucesivos salones, la dirigente se percató de que solo en el segundo, el de la concurrencia más humilde, se oían llantos de duelo. Eran los trabajadores de las rotativas y las secretarias, quienes se lamentaban del desamparo en que los dejaba la muerte del empresario tantos años reverenciado.
En el resto de los salones que cruzó ahora también acompañada de un ujier, solo advirtió visitas de compromiso, actos de relaciones públicas e incluso ánimo de fiesta en algún corrillo alentado por los vinos y los chistes indefectibles en todo velatorio.
Al llegar a la sala principal, Amelia percibió dos ambientes que podían cortarse con cuchillo. Una treintena de familiares y amigos íntimos del difunto rodeaban el féretro como un comando dispuesto a sostener a sangre y fuego el ultimo bastión frente a las hordas de políticos que llenaban el lugar; defendían el ataúd como si fuera la única bandera de la colina situada por el enemigo.Página 14.
Ocasionalmente un gobernador o un ministro se desprendía del resto de los funcionarios y acudía furtivo a dar un breve pésame a la viuda y a la hija, tras lo cual regresa con sus colegas para despedirse y tomar el camino de salida.
Amelia tardó unos segundos en distinguir a Tomás, acodado bajo un amplio ventanal a un costado del recinto, como si quisiera mantenerse al margen de la imaginaria batalla que enfrentaban las dos fuerzas. Como tantas veces en la vida, la sosegó la simple vista de una figura desaliñada, de pelo ensortijado y ojos acuosos, de su viejo amigo y ahora amante. Algo tenía la presencia de Tomás que apaciguaba su espíritu guerrero.
-Lograste cruzar los siete salones del purgatorio-dijo él al saludarla con un breve beso en los labios.
-A juzgar por los presentes, esto se parece más al infierno- respondió ella mientras pasaba una mirada por los asistentes que aborrataban el sitio.
Los dos contemplaron durante un rato en los corrillos de políticos y poco a poco sus miradas convergieron en Cristóbal Murillo, el único embajador que transitaba entre los dos grupos instalados en el salón. Iba y venía para atender a un secretario recién llegado o para hacer alguna consulta con la viuda del empresario. Pasaba de un bando a otro con la confianza es haberse útil en ambos. Era servil allá donde se requería e imperativo donde era posible serlo. Tomás, destacado articulista de El Mundo, nunca lo había visto tan rozagante y expansivo. Su corta estatura incluso daba la impresión de haberse alargado dos o tres centímetros en las ultimas horas. Después de tres décadas de imitar a su jefe, actuaba como si fuera el legitimo heredero. Y ciertamente lo parecia; a fuerza de cirugías plásticas había logrado una buena imitación del rostro del dueño del diario. No era gratuito el apodo que le endilgaban a sus espaldas por su extraño parecido con el finado: el Déjà Vu.
Amelia fue la primera en expresar lo que ambos pensaban.
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Milena o el fémur más bello del mundo
Roman d'amourLa belleza de Milena también fue su perdición. Convertida en una esclava sexual desde su adolescencia, intenta huir cuando muere su protector, un magnate de la comunicación que sufre un fallo cardiaco mientras hace el amor con ella. En su angustiosa...