Hielo.

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Salimos de la cafetería como dos tontos enamorados. Riéndonos de cualquier cosa.

Estar contigo era como leer un libro por segunda vez, me daba cuenta de cosas que no había visto antes. Como que no importaba el frío del invierno si estabas con alguien que te calentara el corazón con su risa. Aprendía más sobre tus gustos y sobre las cosas que no te gustaban. Y, aunque parezca extraño, yo también aprendía cosas que me gustaban cuando estaba contigo.

Antes, no sabía que mi color favorito era el color de tus ojos cuando le daba la luz de la luna.

Y tampoco sabía que no había nada mejor que el roce de tus manos con las mías.

Caminamos por un pequeño parque, que gracias a la nieve, estaba cubierto de blanco. Me acuerdo que tú corrías por encima del manto blanco mientras yo te observaba.

Te diste la vuelta y levantaste los brazos.

- ¡Te voy a ganar!

Tardé unos segundos en entender lo que intentabas decir y empecé a correr yo también.

Llegaste tu primero a una fuente llena de hielo y te diste la vuelta con una gran sonrisa.

- ¡He ganado! - Gritaste en un tono burlón.

- ¡Oh, mentira! - Corrí y me lancé encima de ti.

Recuerdo que el hielo hizo de las suyas, y te escurriste hasta caer en la nieve conmigo encima.

- ¿Quién ha ganado ahora, eh? - Dije mirándote a los ojos mientras sonreía.

- He ganado yo.

Dijiste eso, y yo no lo entendía. Realmente había ganado yo. Pero entonces Connor, entonces me besaste. Y mi mundo dejó de girar. Y mi corazón dejó de latir.

Si hubiera sido una chica normal, probablemente te habría pegado. A fin de cuentas, solo eras un chico que había conocido unas horas atrás en una tienda de música.

Pero yo no era una chica normal, y tú no eras un chico normal. Asique nos besamos bajo la luz de las estrellas y de la luna, y mientras seguíamos besándonos, el frio de la nieve no importaba.

- Clementine, me gustas. Me gustas más que los viernes y me gustas más que el 25 de Diciembre. Y sé que esto suena raro, pero nunca había sentido nada igual. No entiendo muy bien lo que está pasando, pero siempre me han enseñado a seguir a mi corazón y hoy es lo que estoy haciendo.

Me quedé en silencio unos minutos. Simplemente nos mirábamos. Dios, me encantaban tus ojos Connor.

Finalmente yo solté una carcajada y así, sin más, nos empezamos a reír.

Nos reíamos de la situación. Me parecía gracioso como la vida se te puede poner patas arriba en solo unas horas.

Y seguimos riéndonos como dos idiotas.

- A mí también me gustas. - Logré decir al final.

Estábamos los dos tumbados en la nieve mirando las estrellas mientras movíamos los brazos para hacer un ángel.

- Dime las constelaciones. - Dije mientras seguía mirando el cielo estrellado.

- No me las sé.

- Entonces invéntatelo.

Estuviste un rato callado, mirando al cielo. Acabé por pensar que no ibas a hablar, pero al final dijiste:

- ¿Ves esa estrella gorda de ahí? ¿La que destaca entre todas?

- ¿Ésa? - Señalé a una estrella que brillaba un poco más que las demás.

- No, ésa no. Ésa, querida Clementine.

- Pero eso es la Luna. - Dije y solté una carcajada.

- Exacto, pues esa estrella gorda se llamaba Clementine.

- ¡¿Me acabas de llamar gorda?! - Dije mientras me reía.

- Oye, yo no he dicho eso. Solo he dicho que se llamaba Clementine, no que fueras tú. Puede haber más Clementine's en el mundo, querida Clementine.

- ¿Y va por ahí robando el nombre a las personas inocentes como yo?

- Sí, por eso la desterraron del reino de las estrellas. Y como estaba deprimida empezó a comer chocolate, y así se ha quedado. Gorda como una pelota.

Soltaste esa adorable idiotez, y segundos después estábamos los dos muriendo de la risa.

- ¿Cómo se te ha podido ocurrir tanta tontería, Connor?

- Habrá sido que la camarera le echó algo al café.

***

Caminamos por las iluminadas calles de Nueva York. Tú con un helado de menta y yo con uno de coco. Me acuerdo de ese detalle por las miradas de la gente cuando nos veían con un helado en pleno invierno, mientras nosotros sonreíamos. Un genio el que dijo que las reglas están para romperlas.

- Tengo que coger el metro para ir a mi casa. - Te paraste en la boca del metro. La gente pasaba a toda prisa a nuestro lado.

- ¿Cómo vamos a seguir en contacto? - Pregunté cuando me di cuenta de que no teníamos modo de seguir hablando.

- Te puedo dar mi número de teléfono.

- No tengo móvil... - Suspiré y tú me miraste sorprendido. - Entonces, ¿no nos vamos a volver a ver?

- ¿Qué? ¡Sí! Claro que sí, Clementine. ¿Por qué no quedamos mañana a las cuatro en la cafetería de hace un rato?

- ¿A las cuatro? - Sonreí ante la idea de volver a verte.

- A las cuatro.

- Hasta mañana a las cuatro, entonces.

Diste un paso y me besaste en forma de despedida. Sin importarte el hecho de estar en medio de la calle. Y sin importarme a mí.

- Hasta mañana. - Me sonreíste por última vez y te fuiste.

Me parecía estúpido que justo en el momento que te habías ido ya te echaba de menos.

Pero era cierto.

¿Qué me estabas haciendo?

***

Desde ese día estuvimos quedando todos los días a las cuatro en la cafetería.

Ya teníamos nuestro sitio reservado. Era el de la esquina, que daba a la gran cristalera, que daba a la ciudad.

La camarera, Susan, ya nos conocía.

Me encantabas porque siempre tenías algo interesante que contar. Y daba igual que ese algo fuera lo más aburrido en el mundo, tú lo hacías parecer divertido e interesante.

Y lo que más me gustaba era que tú también me hacías hablar como una loca a mí. Y no muchas personas consiguen eso, ya que me lo guardo todo para mis adentros.

Después de la cafetería, íbamos a dar un paseo por la ciudad. Puede sonar aburrido, hacer casi siempre lo mismo con una persona todos los días. Pero cada día aprendía mucho más de ti.

Aprendí que daba igual el lugar, porque en eso no nos fijábamos, simplemente andábamos escuchando anécdotas, yo me perdía en tus ojos mientras realmente nos estábamos perdiendo en Nueva York.

Clementine.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora