Ese primer día habría sido muy fácil no llegar tarde. Habría sido tan fácil como ir más rápido con la bicicleta. Pero se había roto por culpa de una piedra mal golpeada por un gato, asustado por mí cuando salí de casa corriendo, porque había tardado en ducharme, desayunar y vestirme a causa de que el despertador se rompiera el día antes por culpa de mi hermano. Hubiera sido fácil decir que la culpa era de mi hermano, del gato o de la bicicleta, pero en el primer día de preparatoria nadie quiere hacer el ridículo de ese modo. Así que dejé la inútil bicicleta junto a las otras, subí las escaleras y me paré ante la clase. Al parecer, si no han llegado todos el primer día, se espera a los que faltan para presentarse. Abrí la puerta corredera lentamente y, de golpe, giré la cabeza y, después de un estruendo hecho con la puerta corredera de al lado, vi una nube roja con uniforme entrando en el aula. Cuando volví en mí, me deshice del shock y puse un pie dentro de la clase. Yo había entrado por la puerta de al lado del profesor, sin embargo, ese compañero rojo tan místico había entrado por la otra puerta. Y cuando miré a los pupitres, entre uniformes planchados, olor a nuevo y gafas brillantes, me centré en la cascada de rosas que se dejaba caer en un pupitre del centro. Abrí mis ojos de par en par al ver eso: unos cabellos finos y brillantes, bailando y cayendo en el aire independientemente y juntos a la vez, rojizos como las rosas, la sangre, rojo terracota... No. Me fijé bien. Bajé la cascada y vi que, en sus raíces, y entre partes de la misma, se distinguían tonos imposibles de encontrar en unos cabellos rojos: esa paleta de colores, que iba del cegador dorado al rojo intenso, con rosas y hasta naranjas, era un retrato del atardecer. Y entonces, cuando el tiempo siguió fluyendo y la cascada de tonalidades cayó en su espalda, pude centrarme en la dulce criatura que poseía esa maravilla arcoíris. Una preciosa chica, con expresión dura, mejillas sonrojadas y el uniforme arrugado y mal puesto. Y, antes de poder darme cuenta que había pasado más minutos de los que creía posibles mirándola, oí a mi derecha:
-Adelante, puedes tomar asiento.
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Primavera al atardecer
RomanceEn un problemático Barrio de Tokyo, donde el sol apenas se puede ver, cubierto de grises nubes, surge un sentimiento en un chico que hará cambiar toda su vida.