Nacimiento

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No es más libre la especie que alas posee, sino la que las utiliza para volar.

Me gustaría poder usar las mías, pero me da miedo. ¿Cómo puedes escapar de aquella jaula en la que tú mismo te encerraste? No lo sé,  pero miro entre las rejas, con nostalgia, lo que pudo haber sido.

Cuando las abro, las luzco, me duele. Siento dolor al extender aquello que me da libertad. Siento dolor cuando estas chocan contra las paredes de mi jaula. Siento dolor porque cuando me alzo al vuelo no soy capaz de recogerlas y me daño constantemente.

Dolor de haber nacido, dolor de haber vivido, dolor de no vivir y dolor de no saber morir.

Si mi cabeza dejara de dar vueltas sentado en esta silla sería capaz de levantarme.
El puto sonido de la luz parpadeante me mata, además, sigue estando todo oscuro.
Huele a sangre todo el rato, no me quejo, tampoco me desagrada.
Todo es frío, húmedo, incluso tiende a muerto.

Tengo que dejar de dormir en la carnicería.
El ambiente de por sí es incómodo pero yo le encuentro un cierto encanto que me atrapa en ella. Claro que pienso en la idea de salir pero siento que mi sitio está aquí, rodeado de todo aquello que me place, que me pertenece.

Realmente no se que hago dormido aquí.

Me costaba poder abrir los ojos por completo, apenas podía mantenerme en pie. Mi boca estaba seca y agrietada, mis labios rotos por el frío y mi mente nublosa. Suelo perder la noción del tiempo.

En pasos torpes me alcé hacia el baño para poder despejarme. En mis pisadas se hacía notar la humedad del suelo, incluso los grandes charcos carmesí que inundaban esta. De la gran confusión que sufría mi cabeza me llegué a chocar con alguna pared de camino dejando la marca de mis manos en esta.

El gran lavabo metálico se alargaba al extremo del habitáculo y en frente suyo había un gran espejo roto. Me incliné apoyando los codos en el filo observado los cristales agrietados.

Un reflejo me mostró la cara de un demonio cuyos sentidos no posee, cuya alma no tiene y cuya memoria no le pertenece. Vi la cara de un ser que, aún habiéndolo visto todos los días, desconocía su procedencia y aún más su finalidad. Me miraba fijamente en aquella vista ciega que aún mantenía. Me sonreía con tal despego humano que, además de intimidarme,  me cautivaba.

Fui cautivo de aquel horrible ser al que le devolví la mirada, en esta, cerró sus ojos y se desvaneció entre las roturas de aquellos destellos resplandecientes.

Abrí el grifo y lo dejé fluir. Cogí el agua tibia con mis manos y la eché en mi cara, refresque mi nuca y acaricié mis párpados hinchados. La sangre de mis manos fue destilando por las cañerías mientras que aquellas gotas que caían sobre el metal retumbaba mis oídos y creaban cierto compás sutilmente apreciado por estos.

Alcé de nuevo mi mirada, esta ya algo más clara, y pude contemplar mi rostro. Observé mi mandíbula marcada, mis grandes ojos caídos, mi nariz con ciertos rasgos italianos y mis cejas pobladas pero definidas. De mi piel seca y llena de sangre destacaban sutiles pómulos y profundas ojeras de insomnio.

Recogí mi cabello con una goma para poder terminar de limpiar mi rostro por completo.

La carnicería abre a las nueve y media, casi siempre tengo clientes a primera hora de la mañana, sería mejor quitarme todo esto de encima antes.

Quizá aquello que más me atraía de trabajar en un sitio como este era el mismo servicio. Aquel labor de cortar la carne fresca con afilados cuchillos, el sonido de la hoja deslizándose por la piel gruesa, las tripas sacadas con tal despojo que caían sobre la mesa siendo aplastados, aquellos cuerpos desollados a la perfección, su hedor.
Al principio fue un trabajo, posteriormente, lo consideré una afición, actualmente, un desahogo.

El Hedor © [Acabado]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora