Capítulo 2. Olfato

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Entré al baño. Un gran hedor profundizó en mis orificios, como si de carne putrefacta se tratase. La bañera rebosaba sangre y el cadáver se sumergía en él. El suelo dejó de ser blanco, las paredes, llenas de mil ojos, vieron todo lo que sucedió. Cada pisada cientos de cuchillas rebanaban mis pies. Cuando miré al espejo, ella estaba detrás de mí. Sus muñecas, rajadas, envolvían mi cuello. Su olor dejó de ser jazmín, su hedor se convirtió en mi dolor.

Desperté angustiado de aquella pesadilla. Cada noche, los recuerdos vuelven y me atormentan. Tuve que dejar de dormir en mi casa porque no me sentía seguro, el único lugar que me quedaba para poder descansar era en la sala privada de la carnicería. Semanas antes de abrir monté mi propia habitación donde empezaría a dormir todos los días.

Arreglé el local en general, limpié las máquinas, las engrasé, afilé los cuchillos y seleccioné las piezas de carne de la despensa. Mucha carne se había estropeado y el hedor que esta desprendía era capaz de retorcer el estómago de cualquier ser humano. El olor de la carne era algo que, a mi parecer, era demasiado desagradable.

Me costó al principio limpiar mis primeras piezas de carne. Abrir el cuerpo era ciertamente complicado y a cada corte la sangre acababa salpicando en mi cada. Abrir las tripas y que las mías se estremecieran. Echar agua para quitar los restos y que un gran charco rojo rebose en mis pies. Lo peor de este trabajo era cuando esta carne estaba en descomposición.

Un gran nido de larvas yace en ella y una gran cantidad de moscas salen disparadas en cuanto destapo el paño que los cubre.
La delicada pieza, verde, con la grasa putrefacta cargaba grandes gusanos que se nutrían de esta devorándolo a su antojo.

La campana que colgaba en la entrada cortó el silencio de la sala, ese día recibí a mi primer cliente.

Era una mujer alta, con el cabello blanco ceniza que había pasado por muchas decoloraciones, pero llegó a tener un matiz perfecto. De piel blanca y pómulos rosados que definían su suave y delicado rostro. Lo más característico de esta mujer era su olor a jazmín, fue capaz de hacer pasar por desapercibido el hedor putrefacto que la carne contaminaba.

Poseía una sutil sonrisa que deshacía mi mal humor y me obligaba a tratarla con amabilidad.

Ciertamente sentí curiosidad por aquella mujer.
Pasado los meses, venía cada mañana a la misma hora y me compraba siempre lo mismo.
Siempre venía con prisa y salía apurada cargando todas las bolsas. Su pelo brillante cenizo era lo último que veía pasar por esa puerta, también lo primero que veía cuando entraba. La campanilla sonaba cada vez que un cliente entraba a la tienda, pero es el mismo sonido siempre, la forma tan mágica en la que sentía que era ella la que venía era exquisita.

Quería saber más de ella, para mí nunca fue suficiente. Se hacía llamar Lyna. Muchas veces charlábamos del día a día, otros, compartíamos historias, sobre todo hablábamos de libros, me encantaba. Era precioso como se expresaba, tan entusiasmada, me contaba tremendas fantasías que maquinaban en su cabeza como una fábrica de dulces.

Hace una semana que no huelo su perfume, me preocupa saber si algo le hubiera podido pasar, pero apenas la conozco y es al final es una clienta más, mi mal estar era innecesario. Por un momento mi mente llego a pensar que tal vez esa alegría que me proporcionaba era tan solo una cierta felicidad que tan solo yo padecía.

Las mañanas se hacían más largas, el olor de la carnicería llegaba ya a marearme dejándome aturdido. Qué más puedo pedir, realmente no soy nadie mas hundirme en mis pensamientos no me iban a proporcionar nada bueno, mucho menos volver a verla.

Unos días después la volví a ver. Un gran olor a jazmín purificó toda la entrada. Era irreconocible que aquella figura no fuera ella, no hacía falta ni ver su rostro.

El Hedor © [Acabado]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora