Capítulo 4. Oído

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Ese debería de haber sido mi final. Recostado en las suaves sábanas teñidas de rojo, el frescor metálico que caía por mis hombros, tensos, y la misma visión en bucle donde ella desaparece.
Me duele, me duele que se vaya.

Me levanté, mareado, y fui hacia la cocina. Cogí un cuchillo del cajón, encendí el gas y lo empecé a calentar hasta que su filo cobraba un color azulado. Agarré un cinturón, lo puse en mi boca y, apretando los dientes, aplasté la hoja en mi clavícula.

Sufría entre leves gemidos mudos, desesperados. La herida interna que ella me dejó era más grande que las que se podían ver desde fuera, sin embargo, era lo mejor. Mi corazón ardía, más que el cuchillo, en su interior se volvió a abrir una herida, esta no la podía cicatrizar. Quise quemarlo.

Fueron días difíciles, con el tiempo, ya no me acordaba de porque tenía tantas marcas. Al final me olvidé de ella, de lo que sufría y de lo que la quería.

No quería que me tocaran, me aislé en una esquina de la sociedad donde me creía estar a salvo. Deje de ir a la carnicería, deje de pasear, comía, cuando me acordaba, y sobre todo dejé de quererme. Las noches pasaban, los días eran cortos, las tardes me gustaban, sobre todo para pintar y los amaneceres los pasaba en mi ventana, sacando totalmente el cuerpo por fuera del edificio, sintiéndome libre estando aún más encerrado. No lloraba, lo dejé de hacer por un tiempo, tampoco recuerdo de cuando fue la última vez. Mis palabras, silenciosas, se perdían en el viento gélido de Berlín, estas eran escuchadas por un largo eco que surcaba cada esquina de mi casa haciéndome sentir aún peor, optando por no volver a conversar en vano. Aprendí a hacer cosas, de las que también olvidé, apenas pasaba los días dejaba mis inquietudes, no porque no me gustaran sino porque apenas las recordaba.

Vacío, hueco, sin brillo, aplastado, así me sentía, realmente destrozado, sin motivo alguno. Pozo sin agua que, al tirar una piedra, se hacía oír el silbido que hacía esta hasta que, en un instante, toca fondo, uno tan hondo y oscuro donde nunca volvería a ser arrojada jamás.

Y quisiera ser yo quien me amara. Volver a tratarme bien por un momento. Dejar de pensar y empezar a actuar, pero lo único que recordaba de todo lo ocurrido es que se una forma u otra todo era mi culpa y me lo merecía. Creedme que no hay mayor castigo que la insatisfacción de vivir y el miedo a morir, no puedo dejarme ahora, no puedo ser afortunado de esa paz eterna que, a voces, me implora que la acepte. Estos balbuceos suenan a diario, sobre todo cuando más me acerco a la ventana donde el vértigo es constante. Quiero irme.

Echo de menos la textura de la carne, sobre todo cuando con mis manos desnudas era capaz de sentir cada relieve de esta. Me hacía sentir tan vivo, tan único, era todo tan fresco. Rodearme de la muerte me mantenía consciente de lo que podía pasar, sentir aquellos cuerpos sin vida, que mis dedos los manipulara con tal libertad que, dejándome llevar, acabaría lleno de sangre, pero no sabía si estaba preparado de nuevo para eso. Ese olor que lo hacía tan memorable, tan gratificante, su hedor.

Cerré el diario asustado, lo volví a poner en la mesa y me fui corriendo. Cogí las llaves y salí de casa. No sé cuántas horas pasaron desde estuve leyendo, pero las calles de Berlín ya estaban oscuras y desoladas. Pasé por el colegio, este dejó de dar ese sentimiento de nostalgia y alegría que percibí antes, ahora se confunde con una sombría estructura. Los parques, desolados, daban tristeza. La plaza me intimidaba a tal punto que me daba miedo seguir caminando por esa zona y di media vuelta. Lo que puede hacer la oscuridad con las cosas bonitas, como consume la felicidad y, a su vez, te doctrina una inseguridad tan fuerte capaz de volver loco a cualquier cuerdo.

Me asumí en ella, me integré completamente a abdicar cualquier tipo de emoción positiva, a su vez, perdí el rumbo de vuelta. Conforme caminaba, voces me gritaban desde los balcones.

El Hedor © [Acabado]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora