I. Equitación

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- Es sólo una niña...

- Algún día ella comandará nuestro ejército.

Rhadamanthys continuó cepillando la castaña cabellera de su yegua. A su lado Valentine permaneció quieto, examinándole con tranquila devoción. El cepillo que debía acicalar su caballo seguía esperando el gesto que lo deslizara por su espasmódica y tersa piel. "Es sólo un niña"... Lo volvió a pensar con incomprensión, la misma con la que días antes su rodilla se había hincado ante ella, complaciendo la susurrada orden de su mentor.

"Arrodíllate y ofrece lealtad"

Ese día Valentine había obedecido. Y todos los anteriores a ése. Y no dudaría en hacerlo en los venideros.

Simplemente no podía no hacerlo. Pero eso no avalaba una total comprensión. Lealtad él ya la había ofrecido. Lo hacía cada día desde que su incierto futuro le había adjudicado lecho en un lóbrego y lejano castillo. Para él su lealtad era una y única. Indiscutible. Obedecerle las órdenes a él, algo incuestionable para su todavía infantil alma.

El resoplido de su moteado caballo le borró el ensimismamiento. Sus ojos recuperaron la atención en el suave pelaje, y la diestra acarició la piel previamente cepillada con rapidez. A su lado Radamanthys parecía ignorarle. Nunca iniciaba una conversación, aunque tampoco nunca le negaba respuestas. Siempre abruptas, escuetas... 

Suficientes.

Valentine detuvo su cepillado una vez la mano ascendió hacia la crin de nuevo. Su mirada se quedó con el ángulo inclinado, mirando los propios pantalones rotos y ensangrentados a la altura de la rodilla. Había caído. No una vez, demasiadas. Pero no se había quejado. El mal disimulo de la cojera que le ocasionaba el dolor era toda la muestra que daba de su accidental afección física.

- Mañana no me caeré...

Lo dijo con absoluta fe en su afirmación, a media voz y alzando la vista con vergüenza. No deseaba ofender a Rhadamanthys, que seguía acariciando al único ser que parecía capaz de arrancarle algo semejante a la ternura.

- No deberías haber caído hoy.

Valentine bajó la mirada y tragó el nudo antes que este se formara. El cepillo regresó al lienzo equino, tembloroso, distorsionado en su campo de visión, ahora licuado. No dijo nada más y se concentró en el acicalado del caballo, escenificando la fortaleza que se esperaba de él. Fingiendo seguridad sin saber todavía que los ojos de su alma no aprenderían a mentir jamás.

La yegua de Rhadamanthys alzó la cabeza, resopló complacida, y el joven inglés inspiró la tristeza que Valentine deseaba asumir íntima. La dorada mirada buscó fugazmente la herida faz del muchacho, aunque sólo halló una protectora barrera de alborotado cabello.

- Pero mañana lo harás mejor...

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